Domingo, 17 de septiembre de 2023
MARÍA XIV Historia real por Jorge Isaacs
María
Historia real por Jorge Isaacs
Jorge Ricardo Isaacs nació en Cali el 1° de abril de 1837, hijo del ciudadano inglés de ascendencia judía George Henry Isaacs Adolfus y de la colombiana Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un militar catalán. El padre de Jorge Isaacs había llegado a Colombia en 1822 proveniente de Jamaica, con el propósito de explotar yacimientos de oro en el Chocó. En 1827 se establece como comerciante en Quibdó y el año siguiente se convierte al catolicismo para desposarse. Obtiene del Libertador la carta de naturaleza colombiana en 1829. Como un hombre bastante rico lo encontramos radicado en Cali hacia 1833, donde se vincula a la vida política de la región. De 1840 es la adquisición de dos enormes haciendas azucareras en las cercanías de Palmira, La Manuelita, llamada así en honor de su esposa, y La Santa Rita. En 1854 compra la hacienda El Paraíso, en las vecindades de Buga, ámbito en el que se desenvuelve la novela que le diera fama a Jorge Isaacs y donde pasa su adolescencia. ( biografía de internet)
…en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navio---
La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él á la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano á los veinte años de edad.
---Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía á la sazón tres años.
---Instó á Salomón para que le diera su hija á fin de educarla á nuestro lado; y se atrevió á proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole
:---, sea hija tuya.---Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre.--- tal vez yo haría desdichada á mi hija dejándola judía. No lo digas á nuestros parientes, ---que le cambien el nombre de Ester en el de María. " Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.
--llevando á Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña : ésta tendió los bracitos á su tío, ---Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás.
---Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje, por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo : " ésta es la hija de Salomón, que él te envía."
Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron á modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.
---Pocos eran entonces los que conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva é inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que á mis hermanas y á mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.
Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, ---el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna : así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de las ventanas de mi madre.
María CAPITULO XIV
Pasados tres días, una tarde que bajaba yo de la montaña, me pareció notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso ; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fué posible mi dolorosa ansiedad.
Olvidado de toda precaución, entré á la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla á la vida, me acerqué desconcertado á su lecho. Á los pies de éste se hallaba sentado mi padre: Fijó en mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme hacer una reconvención al mostrármela. Mi madre estaba allí pero no levantó la vista para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer una buena madre en la mujer amada por su hijo,á su hijo mismo.
Permanecí inmóvil contemplando á María, sin atreverme á averiguar cuál era su mal.
Estaba como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la cabellera
descompuesta,
Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes de salir, seacercó al lecho, y tomando el pulso á María, dijo :
— Todo ha pasado. ¡ Pobre niña I Es exactamente el mismo mal que padeció su madre.
El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollozo, pero al volverá su natural estado exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme á la cabecera del lecho, y olvidado de mi madre y de Emma, que permanecían silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el torrente de mis lágrimas hasta entonces contenido. Había yo medido toda mi desgracia: era el mismo mal de su madre, y su madre había muerto muy joven atacada de una epilepsia incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo.
Sentí algún movimiento en esa mano yerta, á la que mi aliento no podía volver el calor. María empezaba ya á respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en pronunciar alguna palabra.
Movió la cabeza de un lado á otro, cual si tratara de deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras ininteligibles,
pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron.Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y los fijó en mí, haciendo esfuerzo para reconocerme. Medio incorporándose un instante después, " ¿qué es? " me dijo
apartándome; " ¿qué me ha sucedido? " continuó, dirigiéndose á mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: "¿ya ves? yo lo temía. "
Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche á verla, cuando y como la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió.
Al despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano," hasta mañana, " me dijo, y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que interrumpida nuestra conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la concluyésemos