miércoles, 11 de enero de 2017
MI OBSESION CON LA GRAN MURALLA
POR ROBEERT LEE SCOTT,
GENERAL BRIGADIER DE LA FUERZA AEREA
DE ESTADOS UNIDOS
Selecciones del Reader´s DigestSeptiembre de 1986
ACABÁBAMOS
de aterrizar en el Aeropuerto de Kai Tak, en Hong Kong. A mi alrededor,
en el Boeing747, se hallaba el grupo de turistas con quienes viajaba yo
en la primera etapa de nuestra gira por China. Casi todos mis
compañeros eran ancianos, y tuve que recordarme a mí mismo que yo
también lo era. Trascurría el año de 1980, y tenía 72 años.
Al abrirse la portezuela del avión fui de los primeros en salir. Me puse a contemplar el cielo del pico Victoria. Allá, 38 años antes, había descendido a la vanguardia de siete aparatos P-40, desde 5500 metros de altitud, a ametrallar a los japoneses, que entonces ocupaban Hong Kong. En esa bóveda celeste, faltó poco para que muriera; allí mismo, sin darme cuenta, había dado los primeros pasos en el largo viaje que me había llevado adonde ahora me encontraba de regreso.
Nuestro objetivo de bombardeo había sido una fuerza naval japonesa que suponíamos navegaba en aguas cercanas a Hong Kong. En mi calidad de comandante de la escuadrilla de P-40, mi misión consistía en escoltar a diez bombarderos medianos B-25. Pero en aquellos primeros días de la Segunda Guerra Mundial, habíamos aprendido a enfrentarnos a un problema constante: los aviones enemigos siempre nos superaban en número.
Poco después del mediodía, escogí nuestro Pi, el Punto Inicial de nuestra incursión aérea. Los bombarderos principiaron su embestida de bombardeo, pero ya no había objetivo, pues la fuerza naval japonesa había zarpado de allí.
Liberado de la misión de escolta, clavé mi aparato directamente hacia el Hotel Península, en la punta de Kowloon. Me habían dicho que varios generales japoneses vivían en el penthouse de ese hotel. Al elevarme de mi pase de ametrallamiento, miré hacia abajo y vi un aeródromo. Los aviones cazas del enemigo trataban desesperadamente de despegar. Cero tras Cero devoraban la pista. Por la fuerza de la costumbre, miré en la dirección opuesta. Otra formación de aviones enemigos se nos aproxímaba desde el occidente. Advertí por radio del peligro a los demás aparatos de mi escuadrilla, e inmediatamente después me clavé sobre un avión japonés que estaba despegando, y lo derribé.
Al salir del vuelo en picado noté que no ganaba altura como debía, y que algo había golpeado a mi avión desde atrás. Llevaba protegida la espalda por una gruesa plancha de acero, pero el golpe había sido tan fuerte, que por un momento me desmayé. Al volver en mí, vi que mi ascenso se había convertido en pérdida de velocidad y que iba descendiendo. Eso fue lo que me salvó la vida, al apartarme de la línea de fuego de los Ceros. Pero me salía mucha sangre de la cabeza, a causa de decenas de fragmentos de vidrio incrustados en el cuero cabelludo. Había un gran agujero en el parabrisas blindado, por el que me cabría la cabeza. Me agaché para buscar el casco y la máscara de oxígeno que se me habían caído, y hurgué a tientas el piso de la cabina. En todo lo que tocaba había sangre. En realidad, no estaba gravemente herido, pero un poco de sangre, sobre todo si es la de uno mismo, parece salpicarlo todo.
Empecé a evaluar la situación. La válvula de estrangulación estaba echada hacia atrás. A eso se debía que el aparato hubiera perdido altitud. Empujé la palanca hacia adelante, y el motor respondió. Volando lo más bajo posible, enfilé hacia nuestra base, en Guilin, China. Durante todo el trayecto me palpaba diversos lugares de la espalda. Me pareció que el proyectil que me golpeó debía de haber perforado la coraza blindada.
El aeródromo de Guilin estaba situado en un vallecito, entre dos cordilleras de formas fantásticas, de tonos verdosos peculiares en esa región. No se me dificultó aterrizar, pero llegaba con retraso. Me esperaba el doctor Fred Manget, a quien acompañaba el chino más alto que jamás haya yo visto, enfermero a las órdenes de ese médico. El hombrón chino me sacó de la ensangrentada cabina como si fuese yo un niño de brazos, y me llevó al trote hasta una cueva de la montaña.
No disponíamos de más hospital que esa cueva, la cual nos servía también de sala de juntas, despacho de planeación de operaciones, cuarto de mapas y dispensario. El gigante me tendió boca abajo en un sofá de bambú, y el doctor Mariget entró en acción a la temblorosa luz de una lámpara diminuta. Más allá, seculares estalactitas resplandecían en la penumbra.
No había anestésicos, ni whisky para mitigar el dolor. El doctor Manget pidió al chino descomunal que me hablara y me sujetara la mano. No tenía yo una gran herida, agregó, sino solo una magulladura muy extensa en el lugar donde una bala ,japonesa de 20 milímetros había dado en el asiento. Pero una parte del asiento mismo se había despedazado, y en la espalda se me habían incrustado muchos de los fragmentos metálicos.
El doctor Manget empezó a extraerlos, uno por uno, y a medida que los extirpaba me los ponía en la mano. Mientras, el chino no dejaba de hablar: "Coronel, señor, usted volar feiji ( avión de combate), disparar cañones, manejar radio, combatir bárbaros. ¿Usted hacer todo eso solo?" Yo asentía con la cabeza, aunque en realidad no escuchaba bien lo que me decía.
El médico extrajo el último fragmento de mí espalda —había 17-y me lo entregó, mientras me decía: "Bien sabe usted que se equivoca nuestro amigo; usted jamás vuela solo. Sí así fuera, no habría regresado hoy con vida".
Tiñó mis heridas con algo quemante —muy bueno, según afirmó—, me dio una palmadita en el hombro y me ordenó que me pusiera de pie. Dejé vagar la vista por la negrura de la caverna y entre las etalactitas me pareció distinguir destellos de luz como letras iluminadas. Cerré ´los los ojos, pero seguía viendo las luces. Supe entonces que lo que yo leía en esos momentos era el mejor título que cualquier escritor podría darle a un relato basado en su existencia "También supe entonces que, si conservaba la vida, volvería a mi patria y escribiría un libro, al que llamaría Dios es mi copiloto.
Al abrirse la portezuela del avión fui de los primeros en salir. Me puse a contemplar el cielo del pico Victoria. Allá, 38 años antes, había descendido a la vanguardia de siete aparatos P-40, desde 5500 metros de altitud, a ametrallar a los japoneses, que entonces ocupaban Hong Kong. En esa bóveda celeste, faltó poco para que muriera; allí mismo, sin darme cuenta, había dado los primeros pasos en el largo viaje que me había llevado adonde ahora me encontraba de regreso.
Nuestro objetivo de bombardeo había sido una fuerza naval japonesa que suponíamos navegaba en aguas cercanas a Hong Kong. En mi calidad de comandante de la escuadrilla de P-40, mi misión consistía en escoltar a diez bombarderos medianos B-25. Pero en aquellos primeros días de la Segunda Guerra Mundial, habíamos aprendido a enfrentarnos a un problema constante: los aviones enemigos siempre nos superaban en número.
Poco después del mediodía, escogí nuestro Pi, el Punto Inicial de nuestra incursión aérea. Los bombarderos principiaron su embestida de bombardeo, pero ya no había objetivo, pues la fuerza naval japonesa había zarpado de allí.
Liberado de la misión de escolta, clavé mi aparato directamente hacia el Hotel Península, en la punta de Kowloon. Me habían dicho que varios generales japoneses vivían en el penthouse de ese hotel. Al elevarme de mi pase de ametrallamiento, miré hacia abajo y vi un aeródromo. Los aviones cazas del enemigo trataban desesperadamente de despegar. Cero tras Cero devoraban la pista. Por la fuerza de la costumbre, miré en la dirección opuesta. Otra formación de aviones enemigos se nos aproxímaba desde el occidente. Advertí por radio del peligro a los demás aparatos de mi escuadrilla, e inmediatamente después me clavé sobre un avión japonés que estaba despegando, y lo derribé.
Al salir del vuelo en picado noté que no ganaba altura como debía, y que algo había golpeado a mi avión desde atrás. Llevaba protegida la espalda por una gruesa plancha de acero, pero el golpe había sido tan fuerte, que por un momento me desmayé. Al volver en mí, vi que mi ascenso se había convertido en pérdida de velocidad y que iba descendiendo. Eso fue lo que me salvó la vida, al apartarme de la línea de fuego de los Ceros. Pero me salía mucha sangre de la cabeza, a causa de decenas de fragmentos de vidrio incrustados en el cuero cabelludo. Había un gran agujero en el parabrisas blindado, por el que me cabría la cabeza. Me agaché para buscar el casco y la máscara de oxígeno que se me habían caído, y hurgué a tientas el piso de la cabina. En todo lo que tocaba había sangre. En realidad, no estaba gravemente herido, pero un poco de sangre, sobre todo si es la de uno mismo, parece salpicarlo todo.
Empecé a evaluar la situación. La válvula de estrangulación estaba echada hacia atrás. A eso se debía que el aparato hubiera perdido altitud. Empujé la palanca hacia adelante, y el motor respondió. Volando lo más bajo posible, enfilé hacia nuestra base, en Guilin, China. Durante todo el trayecto me palpaba diversos lugares de la espalda. Me pareció que el proyectil que me golpeó debía de haber perforado la coraza blindada.
El aeródromo de Guilin estaba situado en un vallecito, entre dos cordilleras de formas fantásticas, de tonos verdosos peculiares en esa región. No se me dificultó aterrizar, pero llegaba con retraso. Me esperaba el doctor Fred Manget, a quien acompañaba el chino más alto que jamás haya yo visto, enfermero a las órdenes de ese médico. El hombrón chino me sacó de la ensangrentada cabina como si fuese yo un niño de brazos, y me llevó al trote hasta una cueva de la montaña.
No disponíamos de más hospital que esa cueva, la cual nos servía también de sala de juntas, despacho de planeación de operaciones, cuarto de mapas y dispensario. El gigante me tendió boca abajo en un sofá de bambú, y el doctor Mariget entró en acción a la temblorosa luz de una lámpara diminuta. Más allá, seculares estalactitas resplandecían en la penumbra.
No había anestésicos, ni whisky para mitigar el dolor. El doctor Manget pidió al chino descomunal que me hablara y me sujetara la mano. No tenía yo una gran herida, agregó, sino solo una magulladura muy extensa en el lugar donde una bala ,japonesa de 20 milímetros había dado en el asiento. Pero una parte del asiento mismo se había despedazado, y en la espalda se me habían incrustado muchos de los fragmentos metálicos.
El doctor Manget empezó a extraerlos, uno por uno, y a medida que los extirpaba me los ponía en la mano. Mientras, el chino no dejaba de hablar: "Coronel, señor, usted volar feiji ( avión de combate), disparar cañones, manejar radio, combatir bárbaros. ¿Usted hacer todo eso solo?" Yo asentía con la cabeza, aunque en realidad no escuchaba bien lo que me decía.
El médico extrajo el último fragmento de mí espalda —había 17-y me lo entregó, mientras me decía: "Bien sabe usted que se equivoca nuestro amigo; usted jamás vuela solo. Sí así fuera, no habría regresado hoy con vida".
Tiñó mis heridas con algo quemante —muy bueno, según afirmó—, me dio una palmadita en el hombro y me ordenó que me pusiera de pie. Dejé vagar la vista por la negrura de la caverna y entre las etalactitas me pareció distinguir destellos de luz como letras iluminadas. Cerré ´los los ojos, pero seguía viendo las luces. Supe entonces que lo que yo leía en esos momentos era el mejor título que cualquier escritor podría darle a un relato basado en su existencia "También supe entonces que, si conservaba la vida, volvería a mi patria y escribiría un libro, al que llamaría Dios es mi copiloto.
Selecciones del Reader´s Digest
Septiembre de 1986
No hay comentarios:
Publicar un comentario