Sábado, 10 de septiembre de 2016
NACE UN SATELITE 1948 CHECOESLOVAQUIA
Ya Puede Revelarse...
Nace un satélite
Historia de primera mano de cómo el Kremlin forzó a los conductores de una pequeña nación a someterse, o si nó...
(Condensado del libro «We're All in It », próximo a aparecer)
Por Erie Johnston
Ex presidente de la Cámara de Comercio de los Estados Unidos
Por Erie Johnston
Ex presidente de la Cámara de Comercio de los Estados Unidos
Noviembre 1948
LLEGUE a Praga el día mismo en que el ministro de Relaciones Exteriores, Jan Masaryk, regresaba de Moscú (12 de julio de 1947) portando órdenes que prohibían a Checoeslovaquia unirse a las naciones del occidente europeo en el propósito de conseguir la ayuda de los Estados Unidos ofrecida para la recuperación de esos pueblos.
Yo conocía a Masaryk desde 1943• Era un hombre francote, un tanto brusco y duro, pero también dotado de delicada sensibilidad—extraña combinación de realista; escéptico e idealista. Habíamos departido muy frecuentemente en charlas íntimas, lo que me hacía confiar en que me contaría lo que hubiera pasado en Moscú. Así, pues, convinimos en reunirnos en determinado día.
Llegado ese momento, Jan Masaryk se expresó de manera tal que se fotografiaba en el espíritu de quien le escuchaba. Quería hablar. Necesitaba desahogarse con alguien entonces, y pienso que quería hacerlo particularmente con un norteamericano, porque ese grande y vibrante Jan Masaryk era, en cierto modo, tan norteamericano como checo. Característico de los Estados Unidos era el inglés que hablaba, con nuestros modismos y nuestro slang. Creo que se aprovechaba de mí para pensar en alta voz y, al hacerlo, iba relatándome la historia de cómo puede morir una nación... y cómo nace un satélite.
Tal importancia histórica revistió esa conversación que inmediatamente después que nos separamos me puse a dictarle a mi secretaria lo que de ella conservaba en la memoria. Hoy, muerto ya Jan Masaryk y más allá del alcance del Kremlin, puede narrarse la historia.
Yo conocía a Masaryk desde 1943• Era un hombre francote, un tanto brusco y duro, pero también dotado de delicada sensibilidad—extraña combinación de realista; escéptico e idealista. Habíamos departido muy frecuentemente en charlas íntimas, lo que me hacía confiar en que me contaría lo que hubiera pasado en Moscú. Así, pues, convinimos en reunirnos en determinado día.
Llegado ese momento, Jan Masaryk se expresó de manera tal que se fotografiaba en el espíritu de quien le escuchaba. Quería hablar. Necesitaba desahogarse con alguien entonces, y pienso que quería hacerlo particularmente con un norteamericano, porque ese grande y vibrante Jan Masaryk era, en cierto modo, tan norteamericano como checo. Característico de los Estados Unidos era el inglés que hablaba, con nuestros modismos y nuestro slang. Creo que se aprovechaba de mí para pensar en alta voz y, al hacerlo, iba relatándome la historia de cómo puede morir una nación... y cómo nace un satélite.
Tal importancia histórica revistió esa conversación que inmediatamente después que nos separamos me puse a dictarle a mi secretaria lo que de ella conservaba en la memoria. Hoy, muerto ya Jan Masaryk y más allá del alcance del Kremlin, puede narrarse la historia.
EL
MUNDO recibió una sorpresa cuando el gobierno checo anunció su
intención de concurrir a la Conferencia de Paris y participar en el Plan
de Marshall. Fue Checoeslovaquia el único país de la órbita rusa que habló claro, ya que
el Kremlin había hecho comprender con nitidez que consideraba la ayuda
de los Estados Unidos a Europa como una amenaza mortal a los planes
soviéticos.
Hasta entonces el Kremlin había venido manejando a Checoeslovaquia con blanda rienda. Pero Rusia no podía tolerar, ni siquiera pensarlo, que la nación más importante dentro de su esfera pudiera desprendérsele para ir a unirse al Occidente. La era de las relaciones benévolas había terminado. Se les intimó al primer ministro Gottwald, y al de Relaciones Exteriores, Masaryk, que se presentasen prontamente a Moscú.
« ¿Y qué podíamos hacer? —me preguntó I\Iasaryk—No se puede escupir al cielo sin que a la cara le caiga. No había nadie que pudiera ayudarnos. Antes le había preguntado al presidente Truman qué podría hacer por nosotros; me había contestado que nada distinto de darnos su apoyo moral. ¡Desgraciadamente la moral no es gran cosa ante los cañones!»
A medida que hablaba, los pensamientos de Masaryk se atropellaban. El hombre estaba tenso como un resorte.
«A poco de nuestra llegada a Moscú, por la noche, nos entrevistamos con Stalin. Asistieron también a la conferencia Beria, Zhdanov, Molotov y Mikoyan. Stalin cuenta hoy 68 años y parece disfrutar de buena salud. Ya no bebe; se mostró brusco, como siempre, pero trataba de atemperar un tanto su manera de ser con uno que otro pequeño rasgo de buen humor y, en efecto, soltó algunos gracejos durante la entrevista, mientras los restantes personajes del Politburo conservaban una desesperante seriedad. Para ellos lo que nosotros habíamos hecho constituía una bofetada dada a Rusia.
«Les pregunté por qué razón le daban tanta significación a la Conferencia de París; yo no me figuraba que nadie le diera sentido distinto del de una dádiva.»
Dicho esto, Masaryk, encogiéndose de hombros, sus enormes hombros, se soltó así:
«Stalin dijo que los Estados Unidos, deliberadamente, estaban tratando de crear un bloque contra Rusia; que intentaban reconstruir a Alemania y aun devolver la industria pesada a sus anteriores poseedores, los nazis, lo que sería nada menos que el principio de otra guerra.»
Aquí se detuvo Masaryk en su discurso; se puso de pie y empezó a caminar al rededor de la silla. Quise aguijonearle para que hablara un poco más, y de ahí que le preguntara qué opinaba él del comentario de Stalin.
Me contestó que si resultara cierto que los Estados Unidos abrigaban la intención de devolverles a sus antiguos dueños nazis la industria pesada, no podía él menos que estar de acuerdo con Stalin. «Malo, malo sería aquello,» agregó.
Le aseguré que semejante intención no era la nuestra. Masaryk reanudó el hilo de su historia en los términos siguientes:
«Stalin nos dijo: — ¿Por qué quieren ustedes mirar hacia Occidente ? Ustedes son eslavos. ¿Por qué no dirigen sus miradas al Este? Nosotros estamos dispuestos a darles cuanto quieran.
«Entonces le contesté:—Tengo aquí una lista de varias cosas que necesitamos. » Diplomático astuto y negociante como fue Masaryk, había ido a Moscú preparado para cerrar algún mal trato, pero preparado también para sacar el mejor partido posible de su desventajosa posición. Reprodujo ante mí la escena, metiendo la mano en el bolsillo para sacar de él un papel y repitiendo lo que le había dicho a Stalin:—Si decidiéramos no concurrir a la Conferencia de París ¿quién podría entonces ayudarnos? El caso es que necesitamos 300.000 toneladas de granos.
«Stalin dijo que la cosecha en Rusia había sido excelente: —Acabo de recibir los informes—agregó—No podremos darles tanto como 300.000 toneladas, pero sí vamos a darles 200.000 y empezaremos a despachárselas inmediatamente.»
Con sonrisa burlona de intención bien marcada Masaryk continuó:
«La verdad es que yo no necesitaba sino 200.000 toneladas para empezar; pero alcé la puesta porque bien sabía que Stalin habría de pedir rebaja. El también lo sabía.
«Como dije antes, yo había formulado una larga lista de los artículos que necesitábamos: caucho, hierro, metales y minerales metalíferos. Me oyó sin pestañear y en cuanto terminé me dijo que hablara el asunto con Mikoyan (comisario de Comercio Exterior) y a éste le encargó que se mostrara generoso conmigo.
«Evidentemente, Mikoyan se mostró generoso. Es un armenio pequeñito, muy zorro negociante. Pero había recibido órdenes del jefe y las cumplió a carta cabal.
Cortó aquí de pronto su relato Masaryk para cambiar de tema. «Los rusos no conocen lo que son los Estados Unidos dijo—Son contados los que han viajado allá de vez en cuando y se han alojado en el Waldorf-Astoria. Los han llevado por las noches a los clubs y les han presentado chicas bonitas. Después van a Washington en donde alguien los obsequia con un gran banquete. Regresan a su país por fin, convencidos de que en los Estados. Unidos no hay sino ociosidad, diversiones y deportes.
«Los rusos no han oído hablar nunca de Dalcota del Sur, por ejemplo. No saben que allí pueden ver un campesino que se levanta a las cinco de la mañana a manejar el arado, que tiene siete hijos y quizá la mujer esperando uno más. Es ésa una parte de los Estados Unidos que ellos nunca ven.
«Rusia no desea visitantes, no los admite porque no tiene nada bueno que mostrarles y no quiere que vean lo malo. El nivel de vida de los rusos es hoy ligeramente mejor que antes, pero, con todo, es todavía abominablemente bajo. Ese pueblo tiene noticia de los atractivos y comodidades del Occidente y ansía tenerlos también. Usted sabe (y me tocó con el codo) que fueron muchos los rusos que salieron más allá de sus fronteras durante la guerra; aun en los decadentes países balcánicos, algunos de esos jóvenes nunca lo habían pasado tan bien. Al regresar traían nuevas ideas y ya no llenaban sus aspiraciones los viejos pueblos nativos de Rusia. No se puede impedir que entren nuevas ideas ni con una cortina de hierro. Otra cosa es que nadie se atreva a proclamar su descontento en voz alta, porque el descontento en Rusia es cosa malsana.
«Se habla mucho ahora de un desacuerdo entre Zhdanov y Molotov para suceder a Stalin. En la competencia, Molotov lleva las mejores posibilidades porque siempre está dentro del Kremlim; tiene las ventajas técnicas aunque carece de la resistencia física del otro. Zhdanov es duro. No tendría inconveniente en deshacerse de Molotov. Zhdanov sería un negociador mejor para el Occidente, como que tiene mucha más flexibilidad que el otro—como Stalin.»
Guardó una vez más silencio Masaryk como si estuviera escogiendo entre varios un nuevo asunto qué tratar, y reflexivamente se expresó así: «Existe una brecha abierta entre el Este y el Oeste, que no creo llegue a ser permanente. Los rusos no desean la guerra; en efecto, en toda la historia de Rusia no aparece esa nación como primera en declarar una guerra; tampoco los Estados Unidos tienen la responsabilidad de haber iniciado ninguna.
«Los Estados Unidos deben comprender que la manera única de tratar con los rusos es mostrarse firmes con ellos. Su nación de ustedes cede muy fácilmente, pero si se muestra firme con Rusia, creo que Este y Oeste pueden llegar a ponerse otra vez de acuerdo. ¿Cuándo? No lo se. »
Pasó en seguida de un salto a su propio país en sus relaciones con Rusia:
«No sé si Rusia llegará a despacharnos todo el material que convino en suministrarnos. Si no puede hacerlo, provocará enorme descontento en nuestro pueblo. Estamos bajo el dominio de Rusia, bien lo sabemos. Pero estamos en el caso de la chica del vaudeville, muy buenecita ella, que a pesar de serlo tuvo su desliz y tomó la mala senda. Usted ha de recordar la cancioncita aquella que dice que esa niña era más digna de compasión que de censura, o algo por el estilo.»
En este momento intervine yo con una o dos preguntas más relativas a Stalin. Masaryk las correspondió con buen número de detalles:
«La segunda noche de nuestra permanencia en Moscú se nos ofreció un banquete—dijo—Mucho vodka, doce clases de licores, vinos, champaña y mil variedades de platos. Stalin comió muy poco. En materia de bebidas, yo no pasé del vodka y le dije a Stalin que no bebería de ninguno de esos brebajes que estaban sirviendo; le agregué que si me limitaba a consumir vodka podría estar bien a la mañana siguiente, en tanto que si me daba a mezclar indistintamente esas bebidas, al día siguiente no podría contar conmigo mismo. Pero todos los rusos, aun los miembros del Politburo que estaban presentes, eran como un grupo de niños que querían beber todo líquido de colores que veían, sencillamente porque no estaban habituados a ellos. Pero Stalin sí lo estaba.
«El segundo plato que sirvieron fue un excelente pescado, el mejor que he comido jamás. De tal manjar comió Stalin copiosamente; eran esos instantes los más apropiados para hablarle de unas pocas cosas y sondearlo al propio tiempo. Hay mayor diferencia entre los pobres y los ricos en Rusia que en ninguna otra parte, y le dije a Stalin que en los Estados Unidos habría unos 200.000 ricos, pero que el resto de la población del país lo formaban gentes acomodadas.
«En Rusia se ven en las calles muchas mujeres pobremente vestidas, algunas casi con andrajos. Y en seguida se encuentra uno a una pareja muy elegante luciendo lo mejor que puede obtenerse en la Quinta Avenida de Nueva York. Pertenecen estas últimas a la Academia (artistas, bailarinas, etc.) y ganan como 200.000 rublos por año, con derecho a usar automóvil. Hay ahora más autos que los que he visto antes en las calles; todos ellos, por supuesto, pertenecen al Estado, pero los manejan choferes privados y están destinados al uso de los grandes figurones comunistas o de personajes de la Academia.
«Manejan los automóviles como locos. Una pobre mujer inválida escapó por milagro de ser atropellada por el nuestro; sólo un pelo faltó para tocarla. El chofer bien pudo derribarla y matarla sin responsabilidad; no le habría correspondido pena alguna porque yo iba en misión ante Stalin. Pero a mí sí se me fue la sangre a los talones.»
Cambió entonces de tono Masaryk, su voz asumió un timbre más bajo, y modulando más lentamente las palabras continuó:
«Todavía
disfrutamos en nuestra patria de un bien: la libertad de palabra y de
opinión. Hemos ido demasiado lejos en la obra de nacionalización, pero
ello ha sido porque el capitalismo también había abusado antes. Ya lo
compondremos todo.Hasta entonces el Kremlin había venido manejando a Checoeslovaquia con blanda rienda. Pero Rusia no podía tolerar, ni siquiera pensarlo, que la nación más importante dentro de su esfera pudiera desprendérsele para ir a unirse al Occidente. La era de las relaciones benévolas había terminado. Se les intimó al primer ministro Gottwald, y al de Relaciones Exteriores, Masaryk, que se presentasen prontamente a Moscú.
« ¿Y qué podíamos hacer? —me preguntó I\Iasaryk—No se puede escupir al cielo sin que a la cara le caiga. No había nadie que pudiera ayudarnos. Antes le había preguntado al presidente Truman qué podría hacer por nosotros; me había contestado que nada distinto de darnos su apoyo moral. ¡Desgraciadamente la moral no es gran cosa ante los cañones!»
A medida que hablaba, los pensamientos de Masaryk se atropellaban. El hombre estaba tenso como un resorte.
«A poco de nuestra llegada a Moscú, por la noche, nos entrevistamos con Stalin. Asistieron también a la conferencia Beria, Zhdanov, Molotov y Mikoyan. Stalin cuenta hoy 68 años y parece disfrutar de buena salud. Ya no bebe; se mostró brusco, como siempre, pero trataba de atemperar un tanto su manera de ser con uno que otro pequeño rasgo de buen humor y, en efecto, soltó algunos gracejos durante la entrevista, mientras los restantes personajes del Politburo conservaban una desesperante seriedad. Para ellos lo que nosotros habíamos hecho constituía una bofetada dada a Rusia.
«Les pregunté por qué razón le daban tanta significación a la Conferencia de París; yo no me figuraba que nadie le diera sentido distinto del de una dádiva.»
Dicho esto, Masaryk, encogiéndose de hombros, sus enormes hombros, se soltó así:
«Stalin dijo que los Estados Unidos, deliberadamente, estaban tratando de crear un bloque contra Rusia; que intentaban reconstruir a Alemania y aun devolver la industria pesada a sus anteriores poseedores, los nazis, lo que sería nada menos que el principio de otra guerra.»
Aquí se detuvo Masaryk en su discurso; se puso de pie y empezó a caminar al rededor de la silla. Quise aguijonearle para que hablara un poco más, y de ahí que le preguntara qué opinaba él del comentario de Stalin.
Me contestó que si resultara cierto que los Estados Unidos abrigaban la intención de devolverles a sus antiguos dueños nazis la industria pesada, no podía él menos que estar de acuerdo con Stalin. «Malo, malo sería aquello,» agregó.
Le aseguré que semejante intención no era la nuestra. Masaryk reanudó el hilo de su historia en los términos siguientes:
«Stalin nos dijo: — ¿Por qué quieren ustedes mirar hacia Occidente ? Ustedes son eslavos. ¿Por qué no dirigen sus miradas al Este? Nosotros estamos dispuestos a darles cuanto quieran.
«Entonces le contesté:—Tengo aquí una lista de varias cosas que necesitamos. » Diplomático astuto y negociante como fue Masaryk, había ido a Moscú preparado para cerrar algún mal trato, pero preparado también para sacar el mejor partido posible de su desventajosa posición. Reprodujo ante mí la escena, metiendo la mano en el bolsillo para sacar de él un papel y repitiendo lo que le había dicho a Stalin:—Si decidiéramos no concurrir a la Conferencia de París ¿quién podría entonces ayudarnos? El caso es que necesitamos 300.000 toneladas de granos.
«Stalin dijo que la cosecha en Rusia había sido excelente: —Acabo de recibir los informes—agregó—No podremos darles tanto como 300.000 toneladas, pero sí vamos a darles 200.000 y empezaremos a despachárselas inmediatamente.»
Con sonrisa burlona de intención bien marcada Masaryk continuó:
«La verdad es que yo no necesitaba sino 200.000 toneladas para empezar; pero alcé la puesta porque bien sabía que Stalin habría de pedir rebaja. El también lo sabía.
«Como dije antes, yo había formulado una larga lista de los artículos que necesitábamos: caucho, hierro, metales y minerales metalíferos. Me oyó sin pestañear y en cuanto terminé me dijo que hablara el asunto con Mikoyan (comisario de Comercio Exterior) y a éste le encargó que se mostrara generoso conmigo.
«Evidentemente, Mikoyan se mostró generoso. Es un armenio pequeñito, muy zorro negociante. Pero había recibido órdenes del jefe y las cumplió a carta cabal.
Cortó aquí de pronto su relato Masaryk para cambiar de tema. «Los rusos no conocen lo que son los Estados Unidos dijo—Son contados los que han viajado allá de vez en cuando y se han alojado en el Waldorf-Astoria. Los han llevado por las noches a los clubs y les han presentado chicas bonitas. Después van a Washington en donde alguien los obsequia con un gran banquete. Regresan a su país por fin, convencidos de que en los Estados. Unidos no hay sino ociosidad, diversiones y deportes.
«Los rusos no han oído hablar nunca de Dalcota del Sur, por ejemplo. No saben que allí pueden ver un campesino que se levanta a las cinco de la mañana a manejar el arado, que tiene siete hijos y quizá la mujer esperando uno más. Es ésa una parte de los Estados Unidos que ellos nunca ven.
«Rusia no desea visitantes, no los admite porque no tiene nada bueno que mostrarles y no quiere que vean lo malo. El nivel de vida de los rusos es hoy ligeramente mejor que antes, pero, con todo, es todavía abominablemente bajo. Ese pueblo tiene noticia de los atractivos y comodidades del Occidente y ansía tenerlos también. Usted sabe (y me tocó con el codo) que fueron muchos los rusos que salieron más allá de sus fronteras durante la guerra; aun en los decadentes países balcánicos, algunos de esos jóvenes nunca lo habían pasado tan bien. Al regresar traían nuevas ideas y ya no llenaban sus aspiraciones los viejos pueblos nativos de Rusia. No se puede impedir que entren nuevas ideas ni con una cortina de hierro. Otra cosa es que nadie se atreva a proclamar su descontento en voz alta, porque el descontento en Rusia es cosa malsana.
«Se habla mucho ahora de un desacuerdo entre Zhdanov y Molotov para suceder a Stalin. En la competencia, Molotov lleva las mejores posibilidades porque siempre está dentro del Kremlim; tiene las ventajas técnicas aunque carece de la resistencia física del otro. Zhdanov es duro. No tendría inconveniente en deshacerse de Molotov. Zhdanov sería un negociador mejor para el Occidente, como que tiene mucha más flexibilidad que el otro—como Stalin.»
Guardó una vez más silencio Masaryk como si estuviera escogiendo entre varios un nuevo asunto qué tratar, y reflexivamente se expresó así: «Existe una brecha abierta entre el Este y el Oeste, que no creo llegue a ser permanente. Los rusos no desean la guerra; en efecto, en toda la historia de Rusia no aparece esa nación como primera en declarar una guerra; tampoco los Estados Unidos tienen la responsabilidad de haber iniciado ninguna.
«Los Estados Unidos deben comprender que la manera única de tratar con los rusos es mostrarse firmes con ellos. Su nación de ustedes cede muy fácilmente, pero si se muestra firme con Rusia, creo que Este y Oeste pueden llegar a ponerse otra vez de acuerdo. ¿Cuándo? No lo se. »
Pasó en seguida de un salto a su propio país en sus relaciones con Rusia:
«No sé si Rusia llegará a despacharnos todo el material que convino en suministrarnos. Si no puede hacerlo, provocará enorme descontento en nuestro pueblo. Estamos bajo el dominio de Rusia, bien lo sabemos. Pero estamos en el caso de la chica del vaudeville, muy buenecita ella, que a pesar de serlo tuvo su desliz y tomó la mala senda. Usted ha de recordar la cancioncita aquella que dice que esa niña era más digna de compasión que de censura, o algo por el estilo.»
En este momento intervine yo con una o dos preguntas más relativas a Stalin. Masaryk las correspondió con buen número de detalles:
«La segunda noche de nuestra permanencia en Moscú se nos ofreció un banquete—dijo—Mucho vodka, doce clases de licores, vinos, champaña y mil variedades de platos. Stalin comió muy poco. En materia de bebidas, yo no pasé del vodka y le dije a Stalin que no bebería de ninguno de esos brebajes que estaban sirviendo; le agregué que si me limitaba a consumir vodka podría estar bien a la mañana siguiente, en tanto que si me daba a mezclar indistintamente esas bebidas, al día siguiente no podría contar conmigo mismo. Pero todos los rusos, aun los miembros del Politburo que estaban presentes, eran como un grupo de niños que querían beber todo líquido de colores que veían, sencillamente porque no estaban habituados a ellos. Pero Stalin sí lo estaba.
«El segundo plato que sirvieron fue un excelente pescado, el mejor que he comido jamás. De tal manjar comió Stalin copiosamente; eran esos instantes los más apropiados para hablarle de unas pocas cosas y sondearlo al propio tiempo. Hay mayor diferencia entre los pobres y los ricos en Rusia que en ninguna otra parte, y le dije a Stalin que en los Estados Unidos habría unos 200.000 ricos, pero que el resto de la población del país lo formaban gentes acomodadas.
«En Rusia se ven en las calles muchas mujeres pobremente vestidas, algunas casi con andrajos. Y en seguida se encuentra uno a una pareja muy elegante luciendo lo mejor que puede obtenerse en la Quinta Avenida de Nueva York. Pertenecen estas últimas a la Academia (artistas, bailarinas, etc.) y ganan como 200.000 rublos por año, con derecho a usar automóvil. Hay ahora más autos que los que he visto antes en las calles; todos ellos, por supuesto, pertenecen al Estado, pero los manejan choferes privados y están destinados al uso de los grandes figurones comunistas o de personajes de la Academia.
«Manejan los automóviles como locos. Una pobre mujer inválida escapó por milagro de ser atropellada por el nuestro; sólo un pelo faltó para tocarla. El chofer bien pudo derribarla y matarla sin responsabilidad; no le habría correspondido pena alguna porque yo iba en misión ante Stalin. Pero a mí sí se me fue la sangre a los talones.»
Cambió entonces de tono Masaryk, su voz asumió un timbre más bajo, y modulando más lentamente las palabras continuó:
«En el instante mismo en que se nos prive de la libertad de palabra, yo desapareceré; pero creo que lograremos salir adelante sin sacrificio. Quizás soy un poco optimista por naturaleza.
«Le dije a Stalin que tendría que darles a los pueblos que están dentro de su órbita una abundante provisión de materiales, o tendríamos que volver los ojos al Occidente, y Stalin me contestó: —Ustedes no pueden hacer tal. ¡Les daremos cuanto necesiten!
«Vamos a venderle a Rusia varios artículos de nuestras fábricas a cambio de materias primas. Traté de venderles calzado porque tenemos un exceso de tal producto. Pero no quisieron aceptar nuestros zapatos; al principio no pude comprender por qué, puesto que son muchas las gentes que andan allá descalzas, como cualquiera puede verlo. Llevan los pies forrados en pedazos de arpillera o envueltos en cualquiera otra cosa; pero Stalin dijo que nuestro calzado es demasiado bueno para los rusos y tendría el inconveniente de que los haría sentirse descontentos con los zapatos de fabricación rusa. Agregó que con su uso las mujeres podrían adquirir falsas ideas.»
Otra vez la sarcástica sonrisa de Masaryk le iluminó el rostro. «Usted sabe continuó—que Rusia está 200 años atrás de nosotros los checos y que demorará muchísimos años para ponerse al día. No se atreve a asumir con nosotros la misma firme actitud que con Polonia, Rumania y Bulgaria. No lo toleraríamos.»
Así terminó nuestra conversación, con algo como una nota de esperanza. Jan Masaryk, optimista confeso como fue, se aferraba obstinadamente a la esperanza de que su patria no habría de ser engullida completamente por el oso ruso y creía también que, cuando menos, perdurarían la libertad de palabra y la libertad de pensamiento.
Mas acaso en su inconsciente se alojaba una duda cuando dijo: «En el instante mismo en que se nos quite la libertad de palabra, yo desapareceré.»
Ya llegó ese día. La libertad ha sido borrada de Checoeslovaquia y Jan Masaryk, fiel a su palabra, ha desaparecido con ella.
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