miércoles, 1 de febrero de 2023

SANGRE Y HONOR-- REINHOLD KERSTAN- Cap, 7

Viernes, 22 de enero de 2016

SANGRE Y HONOR-- REINHOLD KERSTAN- Cap, 7

 SANGRE Y HONOR-- 
REINHOLD KERSTAN
 Copyright Disclaimer Under Section 107 of the Copyright Act 1976, allowance is made for fair use for purposes such as criticism, comment, news reporting, teaching, scholarship, and research. Fair use is a use permitted by copyright statute that might otherwise be infringing. Non-profit, educational or personal use tips the balance in favor of fair use
CAPITULO 7

Aquella Pascua tan poco común fue una prueba más de que no había lugar para Dios en nuestro campamento. No había lugar para lecturas bíblicas, ni oraciones, ni ninguna otra forma de religiosidad. Sin embargo, por mucho que tratara de que mis compañeros olvidaran que papá era pastor, no lograba conseguirlo.

Cuando recibía una carta de mi padre, querían saber cuántas citas de la Biblia había puesto. Una vez cometí el error de dejar una de sus cartas sobre la cama, y cuando volví, me la citaron en son de burla. Me dolía que me trataran así, pero nada que hiciera o dejara de hacer lograba disuadirlos.

Nunca supe de dónde sacaron la idea, pero una tarde decidieron que me darían la "Santa Cena". Unos brazos fuertes me sujetaron y me colocaron sobre la mesa de la habitación. Un muchacho se paró en la puerta para impedir que entraran visitas imprevistas, y otro llenó una botella de vino con agua. Un tercero tenía algunos trozos de pan en la mano. Pero pronto se les ocurrió otro entretenimiento.

— Nombrémoslo capellán oficial del campamento.

— No, lo pondremos en un pesebre y le daremos leche, como a un bebé.9

-    ¡Vamos a crucificarlo! — Era Wolfgang otra vez.

—    ¡Sí! ¡Buena idea! ¡Crucifiquémoslo!

—    ¡Crucifíquenlo!    ¡Crucifíquenlo!    — escuchaba gritar a mi alrededor.

La primera humillación la había soportado sin decir una palabra.

Quizá si me mantenía firme terminarían por olvidar todo el asunto, y me aceptarían en el grupo. Pero, ¿crucificarme? La salvaje mirada de Wolfgang me asustaba. Sentí que era capaz de hacerme verdadero daño, y pensé que quería desquitarse de mí por el incidente de Pascua.

Primero me quitaron la camisa. — Jesucristo no tenía pantalones — arguyó Richard, haciéndose el especialista en materia bíblica.

—    Es verdad. Fuera los pantalones.

—    ¿Alguien tiene un taparrabo?

—    Basta con los calzoncillos.

—    ¿No clavaron a Jesús a la cruz?

Casi se me para el corazón. Quizá fueran lo suficientemente locos como para traer clavos.

Pero la orden del gobierno, "rifles en vez de mantequilla", no era sólo una excusa para no darnos mantequilla, sino que afectaba a cada centímetro de hierro y acero, incluyendo los clavos. Por fin encontraron una soga que serviría para atarme.

—    ¿Qué más le hicieron a Jesús? — le preguntaron a Richard, que disfrutaba de su papel de autoridad en la cuestión. Aparentemente, había sido monaguillo en algún momento de su vida.

Miré a Richard y lo vi titubear:

—    Lo es. . . — Se detuvo.

—¿Lo qué?

—    Lo... eh.    abofetearon.  Eso era lo que necesitaban. Me ataron a la litera de pies y manos, y cada uno de ellos me dió una bofetada. Por supuesto, me dolió, pero en ese instante pensé más en la pequeña muestra de solidaridad de Richard. Había estado a punto de decir que la muchedumbre había escupido a Jesús, pero se contuvo. Traté de agradecérselo con la mirada, pero se fue.

De pronto sonó el silbato de Kurt llamándonos a cenar, y en pocos segundos mis compañeros habían salido corriendo, dejándome atado. No sé qué fue lo que hizo que Herr Grothe mirara dentro del dormitorio, pero de pronto lo ví ante mí riéndose, primero lentamente, luego cada vez más fuerte, hasta que todo el cuerpo se le sacudía de arriba abajo.

Eché un vistazo para comprender qué veían los ojos de Herr Grothe. Me sentí desnudo y avergonzado, objeto de una sucia broma. Liberando una de mis manos rápidamente, la coloqué sobre mis paños menores. Si había esperado comprensión de su parte, me equivocaba. Para aumentar mi humillación, me ordenó permanecer ep la villa y quedarme sin cena.

— Es demasiado tarde. Los otros ya se han ido — y mirando atrás para echar un último vistazo a la escena, evidentemente divertido, dio un .Portazo y se fue.

Primero sentí furia; luego impotencia y por último me inundaron oleadas de autocompasión. Comencé a forcejear para desatarme, a punto de llorar, pero me contuve. ¿Acaso podía llorar un muchacho alemán? La ira se mezcló con otras emociones. ¿No había lugar para todo lo que sentía? ¿No había llorado Jesús, acaso? Me pregunté si El lloraría durante su crucifixión, y sile habrían saltado lágrimas de dolor o de vergüenza. Al mismo tiempo advertí, irónicamente, que Jesús no hubiera estado a la altura si hubiera sido un muchacho germano del presente.

Luché hasta desprenderme de las ataduras y meditando acerca de la crucifixión, caí casi involuntariamente de rodillas al lado de mi cama, y hundí mi cabeza entre las manos. Hacía mucho tiempo que había dejado de hacerlo; mucho tiempo sin haber inclinado mi rostro o mi corazón, salvo para una oración de apuro. En esos momentos hablé de verdad con Dios. Me habían enseñado que Jesús había sufrido y' muerto en la cruz. Lo había creído, aun cuando no podía entenderlo plenamente. Pero ahora yo había sufrido inocentemente. Me habían hecho objeto de sus burlas, sin motivo alguno.

De pronto me di cuenta: El había sufrido siendo justo. Había vivido una vida perfecta, pero lo habían escupido y lo habían clavado. Yo estaba fingiendo ser cristiano, sin serlo. Había abandonado hasta las manifestaciones visibles de la fe. Ya no oraba, ni leía la Biblia, ni trataba de llevar una vida cristiana. Pronto me escuché volcando mis pensamientos ante Dios:

—    Señor Jesús, mis amigos creen que soy santo, que creo en ti y te amo; que pongo en ti mi confianza. Pero Tú conoces mi corazón. Tú sabes que te he sacado de mi vida. He descuidado la lectura de tu Palabra; no me he detenido a escuchar tu voz. Qué absurdo es ser perseguido por una fe que no poseo.

—    Quiero decirte que lo siento. Tú sabes que no soy puro. No soy mejor que los demás que están en este campamento.

  jueves, 21 de enero de 2016

SANGRE Y HONOR-- REINHOLD KERSTAN

 SANGRE Y HONOR-- 
REINHOLD KERSTAN
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CAPÍ TULO 13

A los catorce años ya había aprendido el arte de mendigar. Los campamentos de prisioneros de guerra británicos y rusos que habían sido nuestra fuente de alimentación durante varias semanas, se habían desmantelado. Sólo quedaban unos pocos prisioneros dedicados a terminar la operación de limpieza. Nos mantuvimos cerca de ellos, contando con su generosidad.

El capitán Gregg Davis, un oficial británico joven y alto, me había hecho objeto de atención especial. Solía corregir mi pronunciación inglesa y, a modo de ejercicio escolar, me hacía traducir largos artículos del diario. Yo, por mi parte, trataba de complacerlo; no sólo porque nos daba comida, sino porque era un ser humano que se interesaba en nosotros y en lo que pudiera pasarnos.

Una tarde, mientras exploraba las laderas en busca de bayas, apareció Gregg Davis y comenzamos a hablar del futuro. Nadie podía darnos una idea de cuándo se nos permitiría regresar a Berlín. El sabía que yo no había tenido noticias de mis padres por mucho tiempo.

— ¿Qué harías si te dijeran que tus padres murieron durante la guerra, Reinhold?

L o preguntó con bondad, y me di cuenta de lo que quería decir. Era muy posible que jamás los volviera a ver. , pero yo trataba de evitar aquel pensamiento. Me encogí de hombros.
—    `No te vendrías a Inglaterra conmigo? — y me puso el brazo alrededor de los hombros.
—    ¿Usted querría que yo fuera? — le pregunté a mi vez.
—    Por supuesto... Mira: aquí tienes mi dirección. — Buscó papel y lápiz en el bolsillo —. Si no llegaras a encontrar tu hogar, y hallaras que no tienes dónde ir, quiero que me escribas. Yo hallaré la forma de que llegues a Inglaterra, y mi esposa y yo podremos tomar el lugar de tus padres.
Sentado allí en la ladera, mirando al valle y al tren a lo lejos, me resultaba difícil imaginarme cómo sería tener otra vez un hogar. No podía evitar las lágrimas que pugnaban por salir, pero el capitán Davis hacía como que no las veía. Nos quedamos largo rato sin hablar, hasta que casi sin ganas, los dos nos levantamos para bajar al valle.
A la mañana siguiente, Herr Grothe me llamó a su vagón, y yo comencé a preguntarme qué infracción habría cometido. Pero para mi sorpresa, me ofreció una silla. Hasta Frau Grothe me sonrió.
—    Reinhold — comenzó a decir, tratando de adoptar un nuevo tono amistoso —. He estado pensando mucho acerca de cómo mantener nuestro grupo con vida. No podemos quedarnos sentados hasta que nos llegue el cólera a todos. Es preciso conseguir comida, aunque sea preciso robarla.
—    Pero yo no podría robarla — le advertí.
—    Lo sé, lo sé — agregó rápidamente —. Por eso te llamé. Necesito algunos muchachos honrados, Quiero que elijas tres de tus compañeros y formen una "brigada" para buscar comida.

Fue así como Richard, Juergen, Werner y yo nos encontramos rumbo a la ciudad a la mañana siguiente, con un monedero repleto de marcos alemanes. No me parecía honrado usarlos, pero había visto a varios muchachos morir de hambre, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para evitar que los demás pasáramos por ese horror.

Nuestro primer intento fue desastroso. Marchamos con todo coraje por las angostas callejuelas empedradas, apelando a la buena voluntad de los comerciantes. Pero nadie tenía nada que venderles — menos aún regalarles — a los alemanes.

En una de nuestras caminatas, una mujer abrió la ventana desde un segundo piso, y nos gritó:

¡Qué caras más duras! ¡Si tendrán audacia estos nazis con sus camisas de color café, para venir ahora a rondarnos!

Werner no pudo resistir el sarcasmo, y le respondió: — ¿Sabe quién comenzó todo? El austríaco Adolfo Hitler, hijo de su tierra. — Aquello nos hizo sentir mejor, pero no nos ayudó a conseguir más comida.

Después de haberlo intentado en todas las panaderías y los almacenes del pueblo sin ningún resultado, nos dimos cuenta finalmente de que el estorbo eran los uniformes que llevábamos. El espectáculo de nuestras camisas de color café y pantalones negros, era demasiado fuerte para la memoria de los austríacos. Ya nos habíamos arrancado todos los botones y emblemas y los habíamos intercambiado con los prisioneros de guerra por comida, pero la imagen de los nazis marchando, con su paso de ganso, con cintos de cuero y bruñido bronce, se había grabado demasiado bien.

— Necesitamos ropas de civil, y sé dónde podremos obtenerlas — le dije a mi tropa, y marchamos hacia el campamento inglés.

Estaba allí el capitán David todavía, y él se encargó de juntarnos una brazada de camisas y pantalones, además de chaquetas. Algunas de ellas eran suficientemente grandes como para dos campesinos juntos, pero buscamos hasta encontrar las que nos quedaban mejor, riéndonos cada uno del aspecto del otro, y sabiendo que teníamos un aspecto igualmente ridículo.

Luego Gregg Davis nos sugirió: — ¿Qué les parece si quemamos los uniformes de ustedes?

A mí me pareció una sugerencia inocente, aunque no estaba seguro de cómo lo tomaría Herr Grothe. Antes de poder decir gran cosa, el capitán había apilado nuestros trapos sucios fuera de su tienda, y les había arrojado un montón de pólvora encima.

Al observar cómo los consumía el fuego, me di cuenta de sus propósitos. Recordé el primer día que había usado esas prendas, y el orgullo que me embargaba al andar por las calles. Me encantaba el emblema de victoria de la banda que llevábamos en el brazo, y la svástika era un tesoro apreciado para mí. Cada uno de los colores simbolizaba algo distinto, y era una parte de un glorioso futuro: la conquista del mundo entero.

Con ojos humedecidos contemplé aquel sueño elevarse en el humo de los pantalones negros, ya raídos por el uso, y las sucias camisas color café. 

 

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