domingo, 7 de agosto de 2022

EL LAGO DE GALILEA - “POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

El Lago Tiberíades.

 Yendo para este lago, después de pasar Nazareth y Caná, se ve a lo lejos, al ganar las alturas de las montañas, la línea recta del Mediterráneo y la dirección de Jaifa hacia el O. y

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 la rica Damasco hacia el N., allá en la Siria. Beyruth—refu­gio de los cristianos del Líbano—más lejano, se pierde en la inmensidad . . . .

 

Las ovejitas remontaban las verdes cumbres, dando una apa­riencia de perlas y margaritas que lucían su blanco color al recibir las caricias del sol sobre un fondo, de esmeraldas. La tierna grama cubriendo las sábanas, nos colmaba de regocijo y de esperanza durante la prosecución de la ruta hasta el bello Mar de Galilea, a donde arribamos una mañana fresca, encan­tadora.

 El poético Lago Tiberíades, antiguamente Mar de Galilea, está en el fondo de un bellísimo valle rodeado de altas monta­ñas; el Jordán le da vida con su considerable corriente.

 Sus aguas son dulces y ricas en peces, teniendo la particu­laridad de estar a 653 metros bajo el nivel del Mediterráneo.

 En la tarde y durante la noche sopla un viento fuerte que agita sus aguas, y algunas veces es tan intenso, que parece tem­pestad.

 A la salida del sol y a la hora del crepúsculo vespertino se ven botes pesqueros que lo cruzan en todas direcciones y lo bordean. Los barquitos de vela, a la distancia semejan garzas y gaviotas que, en su vuelo de nieve, besan la superficie de las aguas azuladas que a su paso parecen sosegarse.

 El panorama de este lago nos trajo a la memoria el de Ati­tlán, con el que tiene alguna semejanza.

 Sobre él están las ruinas de Mágdala y Cafarnaum, así como Tiberíades, donde Jesucristo predicaba el Evangelio. Con gran inquietud y satisfacción recorríamos estos otros santos lugares, a la vista del Lago de Genesareth, como también se le decía en lo antiguo y que tiene forma de óvalo.

 Muchas aves viven ahí y hacen más alegre el conjunto con su canto, su vuelo y su nado: los guardas, las golondrinas, los cisnes, gansos, los pelícanos, los patos y cien más, pasan su vida libre y salvaje gozando del Tiberíades que, lo mismo que sus alrededores, nos recordó el tiempo que el Nazareno pasó entre los pescadores, gente del campo y del pueblo que le se­guían y aprendían sus sabias enseñanzas, tratándole como a un buen familiar, como a un amigo, como al camarada predilecto que infunde toda la confianza concebible y que indistintamente iba con unos u otros.

 La superficie líquida nos decía de las veces que el joven Maestro aparecía en una barquita sobre las claras aguas del lago y otras en que salía de entre la hierba, los matorrales y

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 guijarros, descalzo o con sus sandalias, para luego embarcarse; de las ocasiones en que El hablaba a las multitudes a sus orillas, ya fuera en tierra o estando todavía en la barquita que rodeaban sus amantes interlocutores, que sentían un infinito placer al verle, al acercársele.

 Aquel infinito placer aumentaba asociado al consuelo, a la fe y a la esperanza cuando le escuchaban en el lago, o en la sinagoga o en las puertas de las casitas blancas. También en los caminos les daba el rico tesoro de su palabra: ellos, las casas, la sinagoga y las aguas fueron testigos de sus milagros.

 Sus oyentes le entendían y quedaban convencidos porque sus palabras eran sencillas. En las plazas públicas se agrupa­ban a centenares las gentes para oír cuanto El decía; todos le adoraban. Iba a orar y a predicar a las montañas también (siempre estuvo en diferentes puntos); puede decirse que los últimos 3 años de su vida son un viaje continuo. Dormía en el campo o se hospedaba en casa de sus amigos por pocas horas. Parecía un voluntario expatriado, siempre de camino en su propio suelo natal. Tal era su vehemente deseo de enseñar y la actividad de su vida.

 Cafarnaum, Mágdala y Tiberíades, así como el Mar de Gali­lea, servían de punto de partida a los viajes que Jesús hacía a Caná, Galilea, Corozaín, Jericó, Samaria, Betania y otros puntos para proseguir su obra redentora convirtiendo a los animales en hombres y a éstos en Angeles, pues hay que recordar que en aquellos tiempos la degeneración y el embrutecimiento ha­bían llegado a tal extremo, que a algunos séres humanos se les consideraba como bestias salvajes. El les abría los ojos y les ponía por el buen camino.

 Recorriendo las ruinas de Cafarnaum, evocamos los días sábados durante los cuales hablaba ahí el Divino Maestro en la sinagoga, donde le llamaban el Rabí incomparable, y donde todos tenían libre acceso: labradores, pastores, hortelanos, albañiles, carpinteros, plateros, comerciantes; pequeños propietarios, jóve­nes, viejos, desvalidos, niños, mujeres, huérfanos, impedidos, enfermos, etc., etc.

 Todos iban a verle y a oírle, llevando sus ropas limpias, bien arreglados y regresaban contentos, agradecidos porque habían palabras de confianza, de fraternidad, de familiaridad para cada uno.

 Eran, en esa sinagoga, tantos los asistentes que se desbor­daban, que las calles vecinas tampoco los podían contener. Las túnicas usadas por aquellos hombres, los rostros que

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 mados por el sol formando un contraste con las canas de los ancianos, daban una pincelada de la vida sencilla de tales tiem­pos. Su felicidad consistía en admirar al Divino Maestro.

 Los alemanes han practicado notables excavaciones; su obra es meritoria, pues ya lograron descubrir y poner a la vista los vestigios de la sinagoga a que acabamos de referirnos, donde Jesús predicó con tanta frecuencia en la ciudad que El tenía como patria adoptiva y a la que llenó de luz y de libertad con sus sabias doctrinas, con su mansedumbre que se impregnaban en el alma de todos sus habitantes.

 Como el Nazareno iba casi todos los días al referido lago, encontraba pescadores en sus orillas o en su interior. En ciertas ocasiones cuando El llegaba, ellos venían allá a lo lejos sobre la línea azul del agua que, por el aire fuerte, hacía zozobrar sus barcas. Las olas, en sus ondulaciones, elevaban o bajaban sus frágiles lanchitas y los esquifes se corrían. Los entusiastas pescadores arribaban a los puntos donde se juntaban con El, que les esperaba, viéndoles. Sacaban su precioso cargamento, las cestas llenas de pescados, de húmeda plata y escuchaban sus predicaciones.

 En uno de estos encuentros ocurrió el milagro de los peces que llenó de asombro a quienes lo presenciaron y en cuya oca­sión dijo a Pedro (San Pedro) que le iba a hacer pescador de hombres, y lo cumplió, como todo lo que prometía.

 Fué allá, en los alrededores de Tiberíades, donde Jesús, de los pescadores y austeros campesinos, escogió los hombres para sus apóstoles; de la honradez y del trabajo formó sus dis­cípulos.

 Navegando nosotros en este lago, recordamos cuando la noche de la tempestad sobre él reprendió a sus apóstoles que se afligieron por la furia de las olas que el viento azotaba y porque creían que iban a naufragar. Nos parecía oír cuando les dijo, después de que las aguas se apaciguaron y que la calma volvió a reinar: "¿por qué habéis tenido miedo, gente de poca fe?—¿Por qué no tenéis fe?—¿Dónde está, pues, vuestra fe?"

 

Viendo hacia los bosques cercanos al Tiberíades o Genesa­reth, evocamos el sermón de la montaña, que es la oración más sublime que Jesucristo pronunció en la cúspide de las elevadas selvas vecinas del lago.

 Al pasar por Mágdala, patria de María Magdalena, reme­moramos los hechos narrados ya al estudiar Jerusalén y sus alrededores y que le atañen; meditamos en los años de su vida que pasó en su ciudad natal, que en lo antiguo fué muy impor‑

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 tante y en la que ahora apenas quedan unas 30 casas; sobre la época en que su nombre, gracias a su belleza extraordinaria, se repetía de boca en boca y era cantada por el "Cisne de Galilea" y en que el Lago de Genesareth supo de sus encantos. La arro­gante judía rubia ahí iba a bañarse, a disfrutar del fresco de las mañanas y del suave murmullo de sus riberas durante las tardes primaverales, regresando a Mágdala (de donde tomó su nombre) con muchas flores entre sus blancas y sedosas manos y entre el oro de su rubia cabellera.

 Seguramente ella vió el vuelo de plata y de rosa de las gar­zas, cuando el sol enviaba sus rayos dorados para despedirse, y tocó los helechos vidriosos que sobre las ondas azulinas del lago flotaban.

 Caminando por las calles de Tiberíades vimos forasteros de tres lugares muy importantes: del Monte Carmelo, del Líbano y de Damasco. Del primero, que está cerca de la Bahía de San Juan de Acre, en el Mediterráneo, y es visitado por muchos pere­grinos porque está dedicado a la Virgen, porque ahí está la gruta del Profeta Elías, y porque ahí existe el célebre monaste­rio a quien ha dado su nombre.

 Del segundo, o sea el Líbano, cuyo poético nombre suena a Biblia, famoso por sus inmensos cedros y por las viviendas humanas que se construyen en las cavernas de sus escarpadas y rocosas montañas para alojar en su obscuridad y soledad a los raros trogloditas, que huyen del contacto de sus prójimos. Finalmente, del tercero, Damasco, la ciudad célebre por sus ricas e inimitables alfombras, por sus tejidos y bordados de seda y de oro, sus armas blancas y sus lujosos muebles incrusta­dos de concha nácar y metales preciosos. Mirando los tran­seuntes en referencia, la fugaz imaginación nos condujo con la velocidad del rayo hasta aquellos fantásticos parajes que ya casi eran nuestros vecinos.

 Tanto en Tiberíades como en Nazareth, Jerusalén, Belén y otros lugares de Palestina existe la "Casa Nova," institución bien atendida por los Franciscanos, para dar hospedaje a los peregrinos que ahí deseen alojarse, cerca de los Conventos y de las Iglesias.

 La de Tiberíades está sobre el lago, entre sus riberas y las orillas de la población; desde su terraza del segundo piso se ve el extenso llano verde-azul que aquel forma y cuyas olas. suaves o agitadas, se mueven sin cesar. A pocos pasos está el embarcadero donde siempre se oye el chapotear del agua. En la playa inmediata hay muchas piedrecitas multiformes y arena

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 que parece de río. También árboles de fuertes y prolongadas ramas de rico follaje a cuya sombra se sientan los peregrinos a admirar los encantos del panorama y a merendar. Ahí llegan también las mujeres y los niños con sus tinajas en la cintura o en la cabeza a traer tan indispensable elemento de vida: regre­san despacio, subiendo las empinadas calles que conducen al hogar, a las casitas blancas que están allá arriba, a lo lejos... Con el batuqueo, pocos de agua se escapan y desaparecen al caer sobre el suelo seco y arenoso. No faltan tampoco los pastores que por los alrededores de la población y en los vados cuidan del ganado que están abrevando, ni los campesinos, con sus pantalones remendados y con las mangas de sus camisas arremangadas cargando a los camellos y a los asnos aparejados que, en barriles y en tinajas cerradas con tapones de doblador, conducen el agua hasta la casa de la hacienda o al rancho que está a legua y media del pintoresco lago, límpido espejo donde se retrataba el cielo de azul y blanco.

 Más adelante, varias gentes estaban bañándose y otras lavando sus ropas en las riberas del propio lago, cerca del cual tienen una fila de tiendas de campaña los ingleses, que todo lo exploran.

 En los suburbios de la población y en la parte alta, se ven algunas rocas y grandes piedras de forma irregular.

 La grata presencia de los niños, la algazara que formaban jugando a orillas del lago y del río y en las calles de las pobla­ciones cercanas, nos daban idea de cuando Jesús, cual padre amoroso, departía con los niños de lejanos tiempos, de cuando ellos corrían hacia donde El estaba; sentándose cerca para ha­blarle con la confianza, con la familiaridad que les inspiraba. ¡Son tan ingenuas todas las manifestaciones de las criaturas!

 Por lo justo, por lo considerado, por lo sobrio, por lo moralizador y generoso que era Jesucristo; por la libertad que dió al género humano, por sus santas doctrinas y enseñanzas ; por la magnitud y trascendencia de su santa obra, que tiene vida perdurable, es el primero de todos los Libertadores!

 Printed in the United States of America.

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