jueves, 4 de agosto de 2022

DE EUROPA AL AFRICA- “POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

 POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

CAPITULO IX.
De Europa al Africa Navegando Sobre el Adriático y el Mediterráneo.

Después de haber navegado en el Adriático durante dos días, entramos en aguas del Mediterráneo, ese mar tan lleno de reminiscencias históricas y a cuyas orillas vivieron los pue­blos más civilizados de la Antigüedad.

El mar era bravío, el cielo opaco y nubes de pesados vapo­res se cernían sobre una atmósfera que hacían sofocante las cálidas ráfagas procedentes del Continente Negro. "El Viena," azotado por el oleaje se balanceaba; y su acerada armazón crujía como si se quejase. Algunas veces se inclinaba de dere­cha a izquierda, o viceversa, y otras cabeceaba bruscamente, como un corcel encabritado. Era tal el movimiento de las olas que el agua llegaba hasta la cubierta. A lo lejos veíamos enor­mes montañas de agua que parecían perseguirse unas a otras en loca fuga, en su interminable vaivén. Los agudos silbidos del viento se oían en distintas direcciones: algunos cesaban al contacto de la nave; otros proseguían... La rapidísima co­rriente de aquel aire demoledor aumentaba la irregularidad momentánea en la navegación en "El Viena."

Fuera de este pequeño incidente temporal, toda nuestra travesía fué muy feliz.

Estando ya en aguas del Mediterráneo divisamos, hacia la izquierda, la Isla de Creta cuya capital es la ciudad de Canea. Desde el barco en que íbamos, alcanzamos a distinguir estéri­les y arenosos parajes desnudos de vegetación que no dan una idea poética del lugar escogido por Júpiter para su idilio con la bella hija de Agenor, Rey de Fenicia. Es esta una de las leyendas más conocidas en la Mitología Griega, que ha servido de asunto a muchos pintores y poetas para cuadros y poemas; según ella, (la leyenda) la hermosa Princesa Europa se bañaba a orillas del mar una mañana. Júpiter, que deseaba poseer sus encantos, se presentó ante ella convertido en manso toro. La Princesa, atraída por la belleza y mansedumbre del animal,

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comenzó a acariciarlo y, por último, cabalgó en su lomo. De esta manera la condujo Júpiter a la Isla de Creta en donde la hizo madre de Minos, Radamanto y Sarpedón, personajes semi-divinos que figuran en muchos episodios mitológicos.

La isla de Creta nos trajo por asociación de ideas el re­cuerdo del alfabeto que el arqueólgo Kalokaerinos descubrió en el palacio de Minos en esta isla y conocido en el Mundo Cien­tífico con el nombre  de "El Alfabeto Cretense." Estaba com­puesto de signos rarísimos y, según opinión del erudito Evans, se puede asegurar que es de este alfabeto de donde se deriva el fenicio y no del egipcio como se había creído hasta hace poco.

El Alfabeto Cretense viene, pues, a dar a Grecia un nuevo título ante los ojos de la Humanidad. No sólo es ella la cuna de la civilización moderna. La fuente eterna de la Filosofía y del Arte que hace exclamar a un escritor moderno: "¡Con excepción de los Mandamientos de la Ley de DIOS, toda la luz del Mundo es griega 1 en su origen!..." No sólo es ella la que ha dado las raíces necesarias a la Biología, la Metodo­logía, la Psicología, la Sismología, la Astronomía, la Geome­tría ... ; la que imprime el sello de su lengua en todas las manifestaciones de la vida moderna; la lengua madre sin la cual no tendríamos ni la palabra microbio (del griego mikros, pequeño) para designar los organismos de ínfima pequeñez, ni la palabra cosmos (del griego kosmos, mundo) para desig­nar los gigantescos cuerpos que giran en el espacio y tantas otras palabras del Castellano que tienen su origen en aquella lengua. No contenta con haber legado a la posteridad los sis­temas filosóficos de Aristóteles, Platón, Pitágoras y tantos otros portentosos espíritus; no contenta con habernos transmitido esos enormes monumentos labrados en la palabra que se lla­man La Ilíada y La Odisea y esos grandiosos poemas labrados en el mármol que se llaman los Propíleos de Mnesicles, en el Acrópolis de Atenas, ha venido Grecia, con el descubrimiento de Kalokaerinos, a agregar una nueva perla a su corona de Reina de los Dominios del Pensamiento.

"El Viena" es uno de esos barcos que en ciertas épocas del año casi no llevan carga y se dedican más bien a la con­ducción de turistas al Oriente, turistas que prefieren esta época, por ser relativamente fresca en Africa. El conjunto de los pasajeros, aunque predominando los europeos, era cosmopolita. Habían franceses, alemanes, austrohúngaros, italianos; sirios, árabes, indios, japoneses; egipcios, persas, afganos, muchos

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POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

súbditos del Imperio Otomano, griegos ... todas las razas y todos los idiomas mezclados en aquella Babilonia flotante.

Los trajes de los pasajeros eran tan diversos como sus lenguas y costumbres; y era, para nosotros que gustamos de observarlo todo, un espectáculo sumamente interesante ver los árabes con sus enormes turbantes blancos y los pantalones bombachos, a los turcos con sus pipas inverosímiles, los japo­neses enfundados a la moderna, las españolas con sus artísticos peinados y sus salerosos palmitos.

La nota del más raro refinamiento la ponía, en la cubierta del barco, una princesa de la familia reinante del Japón, con sus trajes de seda de vistosos colores. La fragilidad de su porte y la delicadeza y nerviosidad de sus ademanes daban la ilusión de una linda mariposa revoloteando entre las flores.

En los corrillos formados por comerciantes del Cairo y Alejandría se comentaba lo barato de las mercancías alemanas, pues estos egipcios habían estado en Hamburgo y Berlín com­prando grandes cantidades para sus establecimientos de comer­cio. Se hacían lenguas hablando de los bajos precios pagados en hoteles, teatros, etc. Referían de empleados y empleadas que se les habían ofrecido por pequeños salarios para venir a trabajar a Egipto. Hacían sus cálculos de las grandes ganan­cias que iban a tener y entreveían una serie no interrumpida de negocios con la República Alemana. Todo debido a la increíble baja del marco que, en aquella época, no había tenido aún la escandalosa caída que lo redujo a cero.

Entre los pasajeros tuvimos ocasión de conversar largos ratos con un tipo interesante. Era un belga llamado Joseph Lefeet, que iba dando la vuelta al Mundo utilizando toda clase de medios de locomoción, inclusive los aeroplanos de los cuales llevaba uno a bordo. Llevaba también una motocicleta para el mismo fin. Era una persona muy culta intelectual y socialmen­te, que dió a bordo varias conferencias sobre los lugares que ya había visitado. Nos mostró, entre otras cartas de presentación y recomendación, dos que llevaba para Don Juan Van de Putte, el conocido propietario de la tienda "El Cazador," de Guatemala.. Consumado "sportman," refería muy vívidas anécdotas de sus aventuras de aviador y, a juzgar por sus conversaciones, era un experto piloto de los aires. Nos obsequió su fotografía con su autógrafa y escribió, además, algunos pensamientos en nuestro carnet de viaje. Posteriormente, le vimos algunas ve­ces en Alejandría.

En esta travesía fuimos espectadores de un simulacro de

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salvamento en caso de incendio o naufragio. Es una práctica obligatoria en los barcos de todas las naciones que, desde luego, tiene gran utilidad. La sirena lanzó un prolongado pitazo que hizo salir a la tripulación a colocarse en los respectivos pues­tos. Como movidos por electricidad, estuvieron inmediatamen­te todos los hombres de la maniobra marina en su sitio al man­dato del imperioso deber. Del departamento de maquinarias, del fondo de las bodegas, de proa, de popa, de las cocinas, del comedor    brotaron en febril y nerviosa actividad los mari­nos que se precipitaron a los puntos que de antemano les están señalados para el caso de peligro. Los pasajeros, sin excepción alguna, estaban en' expectación; y aquellos que viajaban por vez primera y otros no advertidos del asunto reflejaban en sus sem­blantes los signos del más profundo temor, como si hubiesen oído el terrible "sálvese el que pueda."

A fin de estar prevenidos en los naufragios, cada camarote está provisto de un número de salvavidas igual al de pasajeros que van en él; y excusado es decir que todos los movimientos sé verifican con absoluta precisión y rapidez bajo las órdenes con­cisas y terminantes del jefe de la nave. Las lanchas de salva­mento fueron echadas al mar rápidamente, en medio del ruidoso girar de las poleas. Cada cual está advertido por un aviso colo­cado en su camarote, del número de la lancha que le corresponde.

El instinto de salvación, que se despierta tan poderoso en esos lances, hace que los pasajeros busquen la cubierta como creyendo encontrar protección cerca de los mástiles ; pero la precipitación no impide el notar con alarma la presencia de las enormes mangueras listas para desempeñar su papel en caso de incendio. Se veían en los pasillos, cerca de los camarotes y próximos a los tubos de provisión de agua que, a su vez, son alimentados por enormes bombas aspirante-impelentes. Casi se creyeran aquellos tubos de lona alquitranada inflados ya por la enorme presión del líquido elemento que, estando en pleno Océano, naturalmente no escasea.

Pasado el simulacro, todo vuelve a entrar en calma; y sólo quedan los regocijados comentarios, los chistes y las anécdotas, las inocentes e ingeniosas invenciones: aquel pasajero que esta­ba durmiendo y despertó medio loco, la pareja de enamorados que estaba en popa y tuvo que interrumpir súbitamente su idilio, el devoto de Baco que salió corriendo, vaso de cerveza en mano, y los mil cómicos detalles posteriores al emocionante pitazo.

Fiesta muy simpática fué la que hubo a bordo la "Noche-Buena," pues hay que recordar que el Nacimiento del Salvador

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es celebrado universalmente. El comedor y los salones lucían sus mejores adornos; el Capitán y la Oficialidad estaban con sus trajes de gala. Los caballeros vestían de "smoking" y las damas llevaban sus más elegantes trajes de "soirée," mientras la orquesta daba al viento sus dulces melodías. Hubo suculenta cena rociada con riquísimos vinos europeos, en la que no faltó el sonoro taponazo del aristocrático champaña. Además, todos fuimos obsequiados con dulces, helados, refrescos, etc.; y las parejas entusiastas se lanzaron a las delicias del baile. Hubo un número de violín ejecutado por un vienés, otro de piano a cargo de una rubia inglesa; y una alemana cantó con voz llena de dulces modulaciones la tierna y melancólica romanza de Lorelei. También un napolitano recitó con brillantez de verda­dero actor varios trozos de "La Figlia de Jorio," vigorosa tragedia del poeta-guerrero Gabriel d'Annunzio.

El clásico "árbol de Navidad" ostentaba sus verdes ramas y sus plateadas escarchas; y era de verse cómo el público rodea­ba el precioso arbolito que, lleno de numerosos juguetes desti­nados principalmente a la niñez, surgía en alto sobre una mesa como un símbolo de concordia y fraternidad. A las doce de la noche se recordó la "Misa del Gallo" a la que suele uno asistir estando en tierra.

Entre los viajeros que iban a remotas regiones, conocimos a un árabe con quien conversamos detenidamente y el cual fué muy servicial y útil para nosotros, no sólo por las referencias del nuevo trayecto en el Continente Africano y el Asiático, sino porque tanto en Alejandría como en el Cairo y otras partes, nos ayudó eficazmente como intérprete por lo que se refiere a su idioma nativo.

Era el fiel representativo del árabe que concentra los entu­siasmos de su vida en sus armas y su caballo. Llevaba cons­tantemente el turbante blanco arrollado alrededor de la cabeza y la pipa entre sus obscuros labios. Tanto el color de sus cabe­llos como su barba eran de un negro profundamente intenso, de un color azabache que parecía revelar lo potente de su tempera­mento y lo ardiente de sus pasiones. Su color era moreno, casi negro, requemado por los calores del trópico. Usaba una espe­cie de casaca de torero, amarilla, y en parte del pecho y la cin­tura ceñía una roja banda. Sus pantalones eran bombachos, como los de los mamelucos, sus zapatos anchos, aplanados y con pun­tas cortadas a la americana. Cuando la risa dejaba visibles entre sus labios de un color púrpura-violáceo aquellos blanquí­simos dientes, un gran contraste se producía por el color de su

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tez obscura y de sus cabellos quemados por los ardientes rayos del Sol de Arabia.

Conversando con él en su camarote, nos enseñó algunos de sus lujosos trajes adornados con oro y plata y nos mostró un alfanje de esos que comúnmente vemos en los símbolos de "los shriners." El pomo tenía lindas incrustaciones de piedras pre­ciosas y la hoja, del más puro acero toledano, un esmerado puli­mento y algunas inscripciones entre las que había un monogra­ma de su dueño. Este amable compañero de viaje, que se llama Alí Karalaniam, nos obsequió con algunas postales de sus caba­llos árabes, algunos de ellos ensillados con lujosas sillas ador­nadas con oro y plata como las mexicanas, y otros enteramente en pelo, luciendo su gallarda estampa. Como es bien sabido, los corceles de Arabia son los más esbeltos, resistentes, ágiles y bellos del Mundo.

Según él nos platicaba, los principales atributos del árabe son su caballo y su sable. Contando con ellos, aquellos ague­rridos hijos del desierto se sienten completamente en su elemen­to, cualesquiera que sean los peligros que los rodeen.

 Tenía una rápida percepción y una dicción fácil y brillante. Con la fecunda fantasía árabe, nos narraba muchos aconteci­mientos ocurridos en Arabia, Persia y Siria en algunos de los cuales figuraba él como protagonista. Sus narraciones, siempre variadas, hacían que el tiempo se pasase rápidamente oyéndole describir episodios llenos de color que parecían adquirir, al influjo de su fácil palabra, las palpitaciones de la vida.

 Una tarde cálida y tranquila, mientras se apagaban en el mar los últimos lampos del crepúsculo vespertino y el ambiente se llenaba de esa vaga quietud, de esa infinita melancolía de la hora del Angelus, divisamos por primera vez las costas del Norte de Africa. A medida que avanzábamos, la noche, como un gigantesco pájaro negro, iba acercándose también y cubriendo con sus obscuras alas los alrededores de "El Viena." Minutos más tarde las primeras luces del puerto comenzaban a titilar a lo lejos. Aparentemente se apagaban y volvían a encenderse debido al movimiento de las olas y a la gran distancia a que todavía nos encontrábamos. Todos los pasajeros estaban pen­dientes de aquellas luces: "¡La costa de Africa!, ¡Alejandría a la vista !"—decían.

 

Se notaba ya a bordo ese movimiento especial que precede a los desembarques. Los viajeros acomodaban sus valijas, repartían órdenes y propinas y alistaban sus papeles de identi­ficación. Cuando ya estábamos más cerca, logramos distinguir

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 entre las muchas luces, una que aparecía y desaparecía a regu­lares intervalos. Era el ¡Gran Faro de Alejandría! Con un "Omega" en las manos, atisbábamos los instantes y logramos descubrir que cada intervalo es de cinco segundos. Así es como se distinguen unos de otros los faros de las costas para servir de positiva guía a los pilotos, permitiéndoles saber de qué faro se trata y no confundirlo con las estrellas. La gran utilidad de estos aparatos en la navegación, es indiscutible.

 A medida que nos íbamos internando en la bahía veíamos más y más luces de las que se usan sobre boyas para marcar el camino a las naves; y los focos luminosos del puerto se hacían cada vez más visibles.

 Y pensábamos nosotros en los recuerdos fascinadores que guarda este mar de oleaje indiferente, como los siglos que sobre él han desfilado. Aquí se dieron muchos de aquellos festines fabulosos con que Cleopatra consiguió apoderarse del favor de Julio César y consolidarse en el trono de Egipto. Sobre estas aguas, para seducir a Marco Antonio, navegó la misma astuta, y bella reina en una galera dorada, con velas de púrpura, mien­tras a sus pies, jugaban amorcillos y, a su alrededor, en artísticas y voluptuosas posturas las mujeres de su séquito semejaban, nereidas, al mismo tiempo que la reina, semidesnuda reproducía a Venus saliendo de la espuma del mar; y por aquí también. por estas aguas siempre indiferentes, pasó la seductora reina derrotada por Octavio, enloquecida de rabia y de dolor, camino de la tragedia que había de prender el mordisco de un áspid en aquel blanco y mórbido pecho que tantos besos había recibi­do; y que había de sellar con su original suicidio, su vida de fausto, voluptuosidad y crimen.

 Unos kilómetros antes de alcanzar los muelles veíamos, a ambos lados del barco, más luces rojas y verdes que formaban ya una verdadera valla a la embarcación, señalando la ruta con entera precisión. Sobre algunas de las boyas hay campanas de alarma, que suenan automáticamente debido al mismo movimien­to de las olas.

 De pronto, una brusca y ruidosa trepidación nos anunció que estábamos atracando en uno de los muelles del “Loyd Tries­tino."  Esa misma noche pusimos por primera vez nuestras plantas en el país de los Faraones y los Ptolomeos.

 Por doquiera los sonidos ásperos y golpeantes de la lengua árabe nos herían los oídos. No obstante lo avanzado de la hora, pues eran ya las once de la noche, abundaban esos eternos ban­queros ambulantes de los muelles (los cambistas) tratando de

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 hacer presa de los que desembarcábamos y sonando en las ma­nos puñados de monedas frente a nuestros ojos.

 Los turbantes rojos se empiezan a ver dando la nota del pájaro "carpintero" con su encendido penacho. Atravesamos parte de la ciudad y nos instalamos en un hotel, cerca de la bahía, al extremo opuesto del sitio en donde descendimos de "El Viena."

 Al otro día, muy temprano en la mañana, dada nuestra curiosidad por conocer la antigua ciudad fundada por Alejandro Magno, nos dimos a andar cuanto se pudo; y a eso de las 10 a. m., nos dirigimos a los alrededores del puerto, donde vimos muchos aeroplanos que volaban, unos hacia tierra y otros hacia el mar, verificando audaces y hábiles maniobras. Súbitamente vimos descender varios hacia el mismo punto, uno en pos de otro, aparentemente sobre el mar. Nos pareció, al principio, que se trataba de hidroaviones; y por consiguiente, pensamos, que continuarían su vuelo sobre el dorso verde-azul de las olas. Habiéndonos acercado más, tuvimos la grata sorpresa de consta­tar que habían aterrizado sobre barcos especiales que son como anchas y prolongadas plataformas. Acto continuo, vimos repe­tirse la maniobra a la inversa, pues se.levantaban de estos bar­cos especiales y volvían a descender a tierra o a posarse sobre otros barcos.

 Caminamos sobre el rompeolas y pudimos contemplar de cerca el gigantesco faro de Alejandría que tanto había llamado nuestra atención la noche anterior y que constituye una de las siete maravillas del Mundo. Tiene 400 pies de altura y su foco, luminoso, uno de los más potentes del Globo, alcanza a proyectar su luz muchas millas adentro del Mar Mediterráneo.

 Printed in the United States of America.

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