sábado, 6 de agosto de 2022

CAPITULO XIII. - JERUSALEN- “POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

El miércoles 3 de abril del año 2019,

fue un día feliz para mí. En mis manos estaba un ejemplar original  del libro que durante 7 años anhelaba tener.  Conseguir un libro publicado hace 97 años,  y del cual que nadie ha escuchado hablar es verdaderamente casi imposible  Sin embargo cuando un asunto se pone  en las manos del Gran Dios, y él obra de acuerdo a su Soberana voluntad, nada es imposible y los milagros suceden.

Hay  personas  que han  logrado  describir sus  vivencias en  las páginas de un libro de tal forma que las  han inmortalizado para la posteridad. Nuestro personaje es una de ellas.

José Moisés Letona (nombre que aparecen en la partida de nacimiento ) nació en 1890 en San Luis Salcajá, Quetaltenango. Sus abuelos maternos fueron Hipolito Letona y Fernanda de León. Sus padres. El Sr.___ De León y la Sra. Teresa Letona.

Hipolito Letona y Fernanda de León son los bisabuelos de Emerita  Letona Palacios, Reyna Isabel, Arcadio y de Marta López Palacios (mi señora madre. Q.E.P.D)

Moisés De León a través de sus impresiones de viaje nos participa de la vida moderna, de sus adelantos, de la civilización y la tecnología, sin olvidarnos de la sencillez de la vida, … sin que por ello perdamos la sensibilidad de poder admirar el cielo azul, los pajarillos,  y por supuesto de admirar ese gran regalo del creador, la belleza esplendida de la mujer en general.  Se hace evidente la admiración  del  autor, por el grado de justicia y progreso adquirido por el laborioso pueblo inglés, que lo ha llevado a ser una de las potencias mundiales .Años más tarde en 1942  se nacionalizaría ciudadano de los Estados Unidos.

Moisés Letona, el filósofo, el aventurero distinguido, expedicionario soñador  y galante… matemático práctico, gran observador en sus viajes, nos invita a soñar  y conocer  tierras muy lejanas. Suiza, Francia, Italia, España, Inglaterra, Egipto, Arabia, Nuestra amada Jerusalén, Estados Unidos, Cuba, México.

Hago mías las  siguientes palabras de este ilustre antepasado mío y me siento profundamente satisfecho el saber que comparto la misma genética con él.

Caminad siempre erguidos, viendo el sol. Aprovechad toda la luz del día. Elevad vuestra frente a la altura de vuestros ideales.-“(Pag 332 )

          Atentamente

Un huehueteco apasionado por la historia

Huehuetenango, 28 Abril de 2019

CAPITULO XIII.

Jerusalén.

Después de descansar un rato en nuestro alojamiento y de estar contemplando la ciudad por una ventana desde donde admirábamos su panorama, pasamos por uno de los hoteles y vimos en su sala de visita: franceses, americanos, ingleses ... turistas de todas partes del Mundo Occidental, que leían perió­dicos escritos en las lenguas de Europa y que habían llegado para darse cuenta de que bajo el mismo cielo, en la misma ciudad, a poca distancia de ellos y de nosotros, estaba el Cal­vario, el Santo Sepulcro, donde se reunen personas de todos los idiomas del mundo, en una animada romería sin fin.

 Posteriormente vimos también andando dentro de la pobla­ción: súbditos de "La Sublime Puerta" o sea el Imperio Oto­mano, filipinos, japoneses,-chinos, etc.; otros procedentes de Madagascar, de Oceanía, en fin, de todos los contornos del orbe, llevando trajes a cuales más diversos.

A pie, como se acostumbra por todos los peregrinos que visitan Tierra Santa, nos dirigimos hacia el Santo Sepulcro.

Para llegar a aquel sitio tuvimos que cruzar muchas calles estrechas que tienen un pronunciado aire sarraceno. Son barrios pobres formados por casas arruinadas en donde se pueden ver, en confusa mezcla, las costumbres de los turcos, los judíos y los árabes. De vez en cuando encontrábamos largas recuas de camellos que nos obligaban a detener el paso y buscar refugio contra las paredes para evitarnos ser atropellados. Pasamos por muchas calles pavimentadas con la misma clase de piedra con que las casas están construidas: aquellas parecen bóvedas con tragaluces de trecho en trecho. Las ventanas tienen rejas de hierro y de madera cuyos barrotes no salen del nivel de la pared, sino que están dentro, como escondidos.

Hay regular número de casas con azoteas y una especie de cimborrios y miradores : sus patios o corredores contienen es­tanques, pozos y cisternas donde se proveen de agua. Otras hay con muchas arcadas, puertas y ventanas ojivales.

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POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

A medida que nos acercábamos, las tiendas del comercio iban adquiriendo más carácter religioso: imágenes de todos tamaños, rosarios, pinturas, lámparas, cruces ... todos los pe­queños objetos que la piedad del peregrino puede desear, se ofrecen allí artísticamente exhibidos a los ojos del viajero.

Cuando ya estábamos cerca fuimos alcanzados por un gru­po de peregrinos italianos. Eran en su mayoría gentes de aspec­to tranquilo y satisfecho, gentes de esas adineradas que hacen viaje a Tierra Santa con fines exclusivamente piadosos. Las señoras, un tanto fatigadas, caminaban envueltas en blancos velos y protegían su rostro con grandes sombrillas, de los ardores del sol de la Judea. Detrás iba un grupo de religio­sos que parecía formar parte de la comitiva.

La multitud de los transeuntes se hace más densa a medida que nos acercamos al Santo Sepulcro; en las tiendas religio­sas, más numerosas cada vez, se detienen muchos a comprar pequeñas reliquias que después serán llevadas, cruzando los mares y los continentes, para ser objeto de perenne veneración en los hogares distantes y que esperan con ansiedad a los peregrinos. Por fin, después de pasar por un pasadizo abier­to en un muro que presenta signos de gran antigüedad, pene­tramos a una especie de plazoleta encerrada entre altas paredes : estamos frente a la Basílica del Santo Sepulcro! Siguiendo la costumbre general, nos descubrimos. El más profundo respeto y el más acendrado amor a Dios se sienten allí. Ibamos a penetrar al Santuario en donde reposó el cuerpo del Divino Salvador. Nos sentíamos embargados de una profunda emo­ción. Las altas paredes que rodean la plazoléta pertenecen a conventos y capillas católicas. Su color obscuro los reviste de solemnidad y de tristeza, que aumentan cuando llegan a nuestros oídos los graves cantos impregnados de incienso y de melancolía que ya se comienzan a oír desde el vestíbulo.

En la parte opuesta a aquella por donde penetramos, alza su masa la fachada de la Basílica del Santo Sepulcro. Tiene dos enormes puertas profusamente adornadas, de las cuales sólo una está en uso. A través de esta puerta alcanzamos a distin­guir centenares de velas encendidas que ardían con el mismo silencioso ardor con que las almas se consumen en la llama de la fe. Ahí, en medio de aquella solemnidad, un poder sobre­natural nos recordaba la resurrección.

Al cruzar la puerta nos encontramos en la terraza en que antaño hacían guardia soldados turcos armados hasta los dien­tes. Ahora (desde que el General Allemby reconquistó el Santo Sepulcro para la Cristiandad no existe allí ningún apa­rato militar.

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-169- contiene una ilustración del Santo Sepulcro

La impresión que el lugar sagrado causa en el alma, dificilmente puede ser descrita.

En la semiobscuridad los cánticos resuenan y multiplícanse bajo aquellas bóvedas seculares. En aquellos cánticos van mez­cladas diferentes lenguas y diferentes razas; pero se dijera que una sola alma los anima, que son la suprema expresión de los dolores de la Humanidad congregada ante el Sepulcro de su Salvador.

Desde las primeras horas de la mañana, desde el alba puede decirse, hasta las primeras de la noche, este sacro lugar es visitado por los habitantes jerosolimitanos y por todos los peregrinos; es un constante entrar y salir de séres humanos.

Ni un momento está solo el Santo Sepulcro, pues aún de noche, las guardias civiles formadas por los españoles y por los griegos, lo custodian.

Al no más pasar la puerta del mencionado templo se ve en el interior la piedra sobre la cual fué flagelado Nuestro Señor. Esta es de mármol color blanco-rosado con vetas rojas que parecen recordar la preciosa sangre del Justo allí vertida. Los feligreses ven con respeto aquel mineral, mudo testigo del drama que conmueve y conmoverá al Género Humano por todos los siglos. No cabe duda que, de todos los lugares santos existentes en Jerusalén, es el Calvario el más visitado, el que atrae más la atención por haber muerto y por haber sido sepultado allí el Mártir del Gólgota.

El Santo Sepulcro, que es de granito y de calicanto, está alumbrado por 42 grandes lámparas, de día y de noche; se tiene especial cuidado para que jamás les falte aceite. Sus colores son vistosos abundando el rubí, el claro y el verde-esmeralda.

Para entrar *al Santo Sepulcro es necesario inclinarse o arrodillarse, no sólo por el profundo respeto y veneración que inspira, sino porque la puerta—siempre abierta—es bajita. Los fieles no lo desamparan un solo momento, como ya se dijo, y los franciscanos lo cuidan también, particularmente durante la noche. Este relicario de los cristianos siempre goza del aliento humano. En el Calvario hay muchos altares, siendo el consa­grado a la Virgen el mejor. Valiosas y artísticas alhajas exor­nan esta imagen lindísima. Brillantes, rubíes, zafiros, esme­raldas, diamantes y otras muchas piedras preciosas montadas en oro, plata y platino producen los más bellos matices al ser

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heridos por la luz de las velas que a centenares elevan sus llamas en honor de la Madre de Dios !

No lejos de este altar se encuentra el agujero donde se colocó la rústica cruz, el tosco y grueso leño, en que fue cruci­ficado Jesucristo. Está cubierto por una portezuela de plata, bajo el nivel del altar. Ahí fué derramada la sangre del Nazareno para lavar los pecados de la Humanidad y para salvarla y fué ahí donde rememoramos la recomendación que el Mártir del Gólgota, ya en la cruz, hizo a su Santísima Madre para que San Juan—que amaba entrañablemente al Divino Maestro—estuviese a su lado para que cuidara de ella como un hijo. En aquel punto nos parecía escuchar todavía el eco de las 7 palabras que dijo en el suplicio de la cruz hace 1925 años, y que se alejó para grabarse en todas las humanas con­ciencias, desde el lugar donde se confundieron las lágrimas de la Virgen con la preciosísima sangre del Señor; el "Padre mío: en tus manos encomiendo mi espíritu!" tiene en el Santuario una eterna repercusión y rodea el patíbulo, el cadalso que guarda el recuerdo del más grande de todos los crímenes.

Cerca del Santo Sepulcro, hacia la derecha y en el altar de la Virgen de Concepción, hay un lindísimo Niño Dios de tamaño natural, que fué obsequiado por Su Majestad la Reina Victoria de España. Es una bella creación de la escul­tura cristiana que tanto ha florecido en aquel hermoso país.

En el mismo recinto del Calvario hay altares pertenecien­tes a los latinos, griegos, armenios, gregorianos, abisinios; nestores, coptos, jacobitas, maronitas, etc.; y entre los cantos sobresalen los de los segundos, ortodoxos de luengas melenas, de negra barba y de birretes altos.

Algunos creen que Adán y Eva, progenitores de la especie humana, fueron sepultados en el Monte Calvario también.

Son cuatro las principales secciones en que se divide Jeru­salén : la cristiana y armenia, que oran en el Santo Sepulcro y que son las más grandes; la mahometana, que ora en el templo de Omar, y la judía, que asiste a lamentarse en las ruinas del "tem­plo del llanto."

 Este último sitio, que queda hacia el N. O. de la ciudad, es singular. Se llega a él atravesando calles torcidas y calle­jones demasiado angostos que forman como un laberinto. Sus alrededores son tristes, sucios, repugnantes. Se ven cercos de escombros desmoronándose. Las casas muy bajas, desvencija­das, sin luz, como escondidas entre muros y entre montones de

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piedra. También se le llama "el lugar de las lamentaciones" porque perennemente están quejándose ahí, llorando su eterna desgracia, los judíos que, no obstante ser bien parecidos y tener tipos muy interesantes, especialmente las mujeres, se visten con demasiado descuido, casi con abandono, y es así que realza la negligencia en sus trajes y en sus personas. Este cuadro da la idea de un purgatorio del deicidio, del asesinato cometido en Jesús. Desde cierta distancia ya se percibe el llanto de estas personas que de tal manera desahogan sus recónditos su­frimientos y hacen pública la llama que enciende su alma. El tétrico gemido de aquellos harapientos conmueve y el continuo golpe que ellos dan a las ruinas produce un sordo ruido que se confunde con sus propias voces y con sus lágrimas. Hombres, mu­jeres y niños, cuya vida parece una vaga esperanza, forman gru­pos compactos para rodear dicho sitio, siendo los ancianos quie­nes más se distinguen en sus tristes peticiones y quienes más piedad inspiran. Besan y luego golpean las murallas dirigien­do exclamaciones como pidiendo algo que esperan. Dan idea de cuando los escribas y sus otros muchos ancestrales ahí fueron humillados y retirados vergonzosamente al oír "el que de voso­tros esté libre de pecado que arroje la primera piedra," frase sublime que fué como un fuerte latigazo cruzado en la frente de los acusadores y perseguidores de la pecadora (la mujer adúl­tera), a quien nos vamos a referir al hablar de Betania. Este espectáculo es, quizá, el que mayor melancolía da a Jerusalén: los judíos se ven ahí todos con sus barbotas rubias y canadas; por la apariencia, se deduce que no se las recortan ni peinan jamás. Unicamente se pasan los dedos para desenredarlas algo; algunas barbas alcanzan el largo de los sobretodos o levas tras­lapadas que usan sus dueños.

Por esta práctica y otras que observamos, nos convencimos que en aquella ciudad hay mucha tristeza; que allá se lleva una vida de meditación y de recogimiento. Parece que todos sus habitantes van siempre pensando, ensimismados en las calles, como que cada uno se da cuenta de los sensacionales hechos allí verificados en aras del Cristianismo e inmortalizados por la gloria del Nazareno.

Es tiempo de recordar que cuando aquel templo existía, se escuchó en él la vibrante, dulce y convencedora palabra de Jesús al contar apenas 12 años de edad y al discutir con los viejos sabios de la época, sobre los profetas y sobre la Ley. Entre los Doctores, Sacerdotes y Escribas hablaba, y estos filó­sofos, directores de pueblos, estaban admirados, maravillados

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del saber, del divino poder y del sobrenatural predominio de aquel niño mil veces superior a todos ellos.

Las torres rusas, altas y doradas, sobresalen en Jerusalén, ciudad donde los rusos y los armenios reciben hospitalidad, especialmente los niños huérfanos después de la Guerra Mun­dial. Hay establecimientos destinados para ellos. Ahí viven y estudian y todos son internos, teniendo uniforme de kaki parecido al de diario de los soldados franceses. Los rusos tienen una casa amplia para hospedar a sus peregrinos, quienes fácilmente distinguen sus templos, aún desde muy lejos, por la peculiaridad ya dicha.

La población ocupa un terreno accidentado y está rodeada de barrancos, que parecen una huella de las fuertes tempestades que allá hay durante el Invierno; precipicios que son como una defensa natural y, a pesar de haber sido destruida varias veces y de las luchas sangrientas que ahí han habido, de las tremen­das matanzas humanas, la ciudad se conserva. Parece que en todos sus sitios se lee un detalle de los dramas allá ' desarrollados de los asaltos, de los días aciagos en que Jerusalén ha sido sitiada; como que tantísima sangre ahí derramada ha lava­do, en parte, la de Jesucristo ahí vertida.

 Recorriendo algo de sus altas e imponentes murallas, llega­mos a las puertas de Oro, de Jafa, de David, Judicial o Judi­ciaria y de Kattanin. La ciudadela queda en dirección del ca­mino que va a Belén.

Andando por la población notamos que las calles son angos­tas e irregulares, como las que ya dejamos descritas, existien­do otros callejones tan angostos que terminan como en bóvedas obscuras. Varias de las primeras y muchos de los segundos sin empedrar siquiera, dificultan el paso aun de los pedestres.

Las iglesias y los conventos son numerosos y a ellos con­vergen, en su mayor parte, las vías de comunicación de la ciudad.

Por las plazuelas y los suburbios hay muchos mercaderes ambulantes que llegan en sus camellos y dromedarios o sean "las naves del desierto." Son muy típicos los grupos de estos comerciantes al detalle, máxime entre los árabes, moros y mu­sulmanes. Otros lugares hay que dan la apariencia de las ferias porque perennemente tienen ganado vacuno, cabrío, caballar y lanar a la venta, al cuidado de los pastores, que allá hacen bien su oficio y forman una especie de entidad considerable. Vendedores y compradores van y vienen a caballo, en sus Asnos

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y a pie, produciendo gran bullicio a la hora de sus negocios. Los bíblicos rebaños de ovejas no faltan ni en las orillas de la ciudad, para negociarlos, ni en los campos, para la-pastoría.

En las casas del barrio cristiano hay muchas ventanas ; es una de sus características, así como la alegría que da la abun­dancia de encinos, cedros, álamos, abedules y acacias, que ador­nan los patios y hacen sombra a los jardines. Las tenerías tam­bién están en crecido número en dicha sección.

En los arrabales notamos cercos de piedra, como los que después vimos en otros fundos dl Palestina, y que sirven como mojones, divisiones parciales, toriles, chiqueros, etc.

Se nota la presencia de colonias europeas que en parte han modificado las costumbres y están modernizando la ciudad poco a poco. En las oficinas públicas se habla Inglés y la ins­trucción militar en los cuarteles es a la inglesa también, pues como se sabe, la Palestina está bajo el dominio británico desde la Guerra Mundial.

Estuvimos en la parte de la ciudad por donde entró Jesús el Domingo de Ramos viniendo del "Monte de los Olivos," montado en un asno y seguido de sus discípulos y de una con­siderable multitud. Allá reconstruimos en nuestra memoria, al mismo tiempo que un bondadoso Sacerdote del Convento de San Salvador nos explicaba, los simpáticos pasajes de su vida públi­ca desarrollados un día de la Semana Santa: la nitidez del cie­lo, la claridad de la mañana, el canto de las aves, los hosannas y los ramos recién cortados con que la Naturaleza y los jerosoli­mitanos recibían al Divino Maestro que entraba triunfalmente a la ciudad de David; las alfombras floridas, brillantes por el rocío, extendidas por donde El tenía que pasar, el entusiasmo de sus adoradores—que era la generalidad—y el coraje de sus enemigos; las azucenas, los lirios, los pétalos de rosa, las pal­mas, el mirto y las inmortales con que a su paso glorioso le agasajaban quienes le amaban. En las inmediaciones de este lugar vimos varios jardines en plena florescencia; la suavidad del aire que besaba las corolas donde se posaban mil mariposas al cesar su raudo vuelo nos llevaba ondas perfumadas; ahí tambien algunos árboles parecidos a los álamos y viejos cedros mo­vían sus ramas -al compás de la brisa que soplaba.

De regreso distinguíamos la suntuosa tumba de David, don‑

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de no falta el funerario ciprés ni el símbolo de la paz y de la gloria (el olivo.)

Fuimos también al lugar de "la última cena," que ocurrió el Jueves Santo en casa de José de Arimatea, a donde llegó el Señor después de subir el graderío de la colina de Sión y en cuyo acto Cristo lavó los pies de sus Apóstoles, quienes se sen­taron sobre tarimas. Se diría que todavía resuenan ahí sus poderosas palabras con que les invitaba a tomar el vino, que era su sangre, y a comer el pan ázimo, que era su cuerpo; sangre y cuerpo que, El dió para el sacrificio, para redimir a toda la Humanidad; nos parecía verle salir después hacia el Huerto de los Olivos, meditando, pensando en los graves acontecimientos que ya se le aproximaban para dar comienzo a su Pasión.

Sobre el propio sitio del "Cenáculo" se ha construido (antes de la Guerra Mundial) una bella iglesia con dinero que obsequió el ex-Káiser. Es la más moderna entre las iglesias jerosoli­mitanas y una de las mejores de toda la Palestina.

La casa que ahí existía era de José de Arimenta y de Nicode­mus el Fariseo, quienes la compraron en sociedad y la habían da­do alquilada a Helí—cuñado de Zacarías, el de Hebrón—el padre de familia, persona que invitó al Maestro y a sus discípulos a cenar en su habitación. Jesús, saliendo de ella, encontró a la Virgen y a la Magdalena que, de rodillas y gimiendo, le espe­raban en el dintel de la puerta y fué ahí donde, en medio de enternecedores sollozos, dió el último beso en la frente a su Santa Madre bien amada, después de haber permanecido ambos abrazados un instante.

Vamos ahora a mencionar algunos de los alrededores que se relacionan con Jesucristo y que también visitamos llenos de una emoción muy profunda: "El Huerto de los Olivos," que le sirvió de pedestal en su ascensión, que contiene la Iglesia de la Magdalena, la Capilla de la Ascensión y en una de sus lade­ras un cementerio, nos recordó la oración que lleva su nombre por ser el sitio donde Jesús oró acompañado de 3 de sus após­toles: Santiago, Simón y Juan. Al pie queda Getsemaní, que es uno de los puntos más encantadores de Jerusalén y cuyo jardín está atendido por los Capuchinos, donde cultivan lindas flores entre olivos, que se supone ya existían desde en vida de jesucristo; aun siendo seculares, milenarios, producen buena cantidad de aceitunas, y fué bajo su sombra y mirando a la ciudad que El exclamara: "¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los Profetas, que apedreas a los que son enviados a ti; cuántas

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POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

veces he querido juntar a tus hijos, como la amante gallina a sus polluelos bajo sus alas; mas, ¡ay!, tú no has querido!"

Allí fué su última oración, cuando los 12 apóstoles le aban­donaron momentáneamente porque se durmieron, antes de que le prendieran los soldados, y cerca se ven el barranco del Cedrón, donde están las tumbas de Absalón y de Zacarías, el Valle de Josafat y la Colina de Scopus, distinguiéndose, así mismo, la mezquita de Omar, las doradas torres rusas y gran parte de la población.

Los bíblicos olivos—que han dado su nombre al huerto—son los pobladores que dominan los tres parajes donde alternan las acacias, mirtos, cipreses y canelos. Viéndolos, se apoderó de nosotros una gran tristeza al considerar cómo Jesús, al conjuro de sus últimas plegarias dirigidas a Dios, en medio del suave perfume de las flores y de la majestad del silencio—desde donde iba habitualmente a orar—tenía un sufrimiento indescriptible (al regreso del Cenáculo), condensado en las lágrimas, en las gotas de sudor frío y de sangre que de sus ojos y de su frente caían mezcladas sobre sus secos labios como para amargarle más el cáliz de su dolor infinito!

Luego rememorábamos el beso de Judas y el instante en que San Pedro cortó una oreja a Maleo, a quien Jesús se la puso incontinenti, dejándosela tal como antes la tenía, cuando los judíos iban a prenderle.

El camino que va para Betania y Jericó pasa por el indicado "Huerto de los Olivos" o "Monte Olivet," llamado igualmente "Olivete," por "El Jardín de Getsemaní" y por "El Valle de Josafat" o sea "del Juicio de Dios," en cuyas vecindades el Torrente del Cedrón deja oír algunas veces el rumor de sus escasas aguas.

En las orillas de aquel raro Torrente—que separa la ciudad de Sión, del "Olivet"—hay muchos sepulcros, y, no lejos de su lecho existe la Iglesia de la tumba de la Virgen María y la Gruta de la Agonía y Getsemaní. Fué atravesado por Jesús y sus apóstoles, por última vez, la noche del Jueves Santo, como un preludio de la Pasión. Sus aguas, finalmente van a confun­dirse con las del Mar del Desierto, después de pasar las sinuosi­dades y pendientes de su curso.

Recorriendo los históricos lugares de Jerusalén, pasamos por donde estuvo el Pretorio—el Palacio de Herodes en que vivía Pilatos—que recuerda la noble figura de Cláudia Prócla, joven y bella esposa del segundo, intercediendo por Jesucristo ante el Gobernador Romano de Judea, con tanto empeño que

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obtuvo el anillo de su marido (Pilatos) como prueba de la pro­mesa de que no firmaría sentencia de muerte contra el acusado; que recuerda la ingratitud e insolencia con que los judíos trata­ron ahí al Nazareno. Apenas si se puede concebir la crueldad con que procedieron contra El, después del falso proceso que formuló el Sanedrín y que dió por resultado la aplicación de la pena capital : ahí le vendaron los ojos, le ataron las manos, le dieron empellones, le golpearon con palos, le azotaron, le escupieron el rostro, le dijeron improperios . . . ; se burlaron de El poniéndole una corona de espinas a la fuerza, con brus­quedad para que las púas le hirieran; le pusieron una túnica blanca y una caña, a manera de cetro, para llamarle sarcásti­camente "Rey de los Judíos."

Así llevaban a Jesús "de Herodes a Pilatos" y "de Pilatos a Herodes" porque ni el uno, que era Tetrarca de Galilea, ni el otro, que era representante del César en Judea, querían orde­nar la ejecución de la sentencia contra el Justo.

Se encontraba ahí, pues, Jesucristo, sin nadie que abogara por El: su defensor legal, Nicodemus, nada pudo hacer; aque­llos desalmados que le rodeaban eran como fieras; sus discípulos a quienes trataba como amigos, le habían abandonado; los otros hombres que estaban convencidos de su inocencia, no tenían el valor para defenderle ni de protestar contra aquella iniquidad que se cometía. Y sin embargo, con sólo su mirada, con sólo su mansedumbre, venció al Tetrarca, a Herodes, a Pilatos y al populacho enfurecido, a la chusma sedienta de sangre, incitada por los ricos que le llamaban enemigo del negocio y del tem­plo. Su poder infinito de Redentor estaba muy por encima de aquella larva maldita para siempre.

Todo esto nos recordó aquel funesto lugar y, sus vecinda­des nos rememoraron el Sanedrín, que era una especie de Asam­blea o Corte Judía que juzgaba de los hechos delictuosos y legis­laba en tiempos de Jesucristo y se componía de Sacerdotes, Es­cribas y Sabios, quienes representaban a los ricos, burgueses y mercaderes adinerados que extorsionaban a los pobres, al pueblo, en beneficio de aquellos pocos que eran como un pulpo. He aquí por qué los del Sanedrín decidieron asesinar al Naza­reno; estaba diametralmente opuesto a ellos, porque defendía y protegía a los pobres y ponía coto a la avaricia y a los abusos de los ricos. Ellos—los sanedritas—conocieron de las acusa­ciones contra el Divino Maestro y lo condenaron injustamente a muerte como lo hizo José Caifás (quien accedió por las ma­quiavélicas intrigas de su suegro Anás, el Sumo Sacerdote que

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también presidió el Tribunal para condenarle,) lo mismo que Herodes y Pilatos. Desgraciadamente este último no tenía carácter y no hizo valer la fuerza de su convicción con la fuer­za de las armas de que disponía.

Ocasiones extraordinarias ha habido en que la ciudad asiento del Santo Sepulcro, ha reunido hasta 3,000,000 de pere­grinos, tres millones de almas piadosas: ¡bello e imponente conjunto mundial que la fe ha congregado como para compartir la riqueza y para cimentar más la creencia tan indispensable en la vida humana!

Aquí es propio decir: que, habiendo subido a uno de los más elevados y sólidos muros de la antigua Sión para ver otra vez sus edificaciones, sus ruinas y sus campos, y dirigiendo una mi­rada retrospectiva para remontarnos hasta unas cuantas centurias de los tiempos pretéritos, asaltó a nuestra mente la huella de las Cruzadas que, además del asunto religioso, suscitaron hechos militares, políticos y comerciales de vital importancia, no sólo en Europa, sino en todo el Continente Oriental y que, en cierta forma, igualaban a los nobles y plebeyos, a los reyes y vasallos mediante la Cruz, el más bello de todos los símbolos. Conside­rábamos cómo las Cruzadas, cuyos ejércitos numerosos y suce­sivos estaban formados de voluntarios únicamente, contribuye­ron con toda eficacia al desarrollo de los conocimientos humanos al mismo tiempo que aseguraban más la fe cristiana.

En una especie de revista militar, en una solemne y gallar­da parada, desfilaban las prolongadas columnas tras de sus cau­dillos, tras de todos sus héroes, desde Pedro el Ermitaño—el primer cruzado—y Godofredo de Bouillón, quien no quiso ce­ñirse la corona que de Rey de Jerusalén se le ofrecía después de sus resonantes triunfos, sino sólo llevó el título de Barón y Defensor del Santo Sepulcro, hasta San Luis, Rey de Fran­cia, que expiró el año 1270 en Túnez, víctima de la peste que se desarrolló en aquella ciudad africana, cuando iba camino de Jerusalén para libertarla.

                        Anduvimos también por el Campo "Had ed Adomf que quiere decir "Precio de la Sangre," o sea el Monte del Mal Consejo, donde se enterró a Judas avariento, no lejos del punto en que él mismo—que era Tesorero del Colegio Apostólico y que andaba siempre atrás de los demás, solo y lleno de envidia—se dió muerte.

Se dice que el sicomoro que le sirvió de horca al traidor que vendió a su Divino Maestro por 30 siclos de plata, estuvo vivo 1400 años, durante los cuales nadie pasó cerca de él.

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J. M. DELEON LETONA

Del Campo "Had ed Adom" nos dirigimos a los cementerios de los mahometanos y de los judíos, que están separados entre sí y de los otros. Son sencillos, no tienen cruces y sus nume­rosas lápidas contienen nombres, leyendas en hebreo sobre las sepulturas que llenan casi por completo esas ciudades de los muertos, hasta las cuales han llegado las divisiones de religio­nes y de razas que el hombre ha establecido, sin embargo de tener el mismo origen y de formar un sólo género (el humano). ¡Aun la verdadera casa del hombre—como se llama al cementerio—está aislada! Desde el perímetro de una de aquellas necrópolis judías se divisan las tumbas de Zacarías, Absalón (a las que ya hicimos mención) y de Santiago, que no se alteran con el correr incesante de los siglos 

Fué en Jerusalén donde vimos a los señores Abdo, Matta, David y otro Abularach, originarios de Palestina, que por largos años han tenido tiendas en Centro-América y que se muestran reconocidos a este país, donde la suerte les sonrió.

Visitamos el "Convento de San Salvador," residencia de los Padres Franciscanos, entre los que tuvimos el honor de conocer y tratar a los Frailes Don Antonio Aracil y Don Juan Alventosa, apreciables españoles que nos acompañaron también en algunas de nuestras salidas por la ciudad.

El Secretario respectivo nos refirió que en esos días de nuestra estancia en Tierra Santa había recibido una carta del Padre Sánchez, de Guatemala, quien tenía a su cargo la Iglesia de San Francisco. ¡Rara coincidencia!

Los olivos, sicomoros, corderitos y ovejas se herma­nan en Palestina son de sus peculiaridades, mas en las campiñas jerosolimitanas tienen doble encanto. Así lo cons­tatamos cuando, yendo para Betania, encontramos infinidad de aquellos verdes árboles y de aquellos animalitos de lana blanca. En el camino que conduce a la aldea-que recibiera las copiosas lágrimas de la Magdalena, los clásicos olivos crecen, se desarro­llan tanto que los cortadores, en tiempos de cosecha, se ven obligados a subir en altas escaleras para alcanzar y cortar las aceitunas.

Bajo la sombra de esos bíblicos árboles extienden largas sábanas, sobre las que van echando grandes canastas de olivas, que emplean para hacer magnífico aceite. Vimos que, a lomo de camello, las conducen a las viviendas donde se valen—hom­bres y mujeres—de pesadas piedras cilíndricas que hacen girar

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a mano sobre losas para machacar las frutitas, que son de color verde, morado y azul-negro.

Esta manera de elaborar da trabajo y dinero a muchos cam­pesinos y moradores de esas latitudes y de Palestina en gene­ral. Por lo rutinaria, parece incipiente.

Tales observaciones hacíamos cuando, al cabo de 10 kiló­metros que desde Jerusalén habíamos andado sobre la vía que va a Jericó y al Mar Muerto, a Betania llegamos.

Betania, es el lugar donde María Magdalena hizo la paté­tica demostración de reconocimiento a su Salvador, después del profundo arrepentimiento y de la conversión operados en ella y cuya obra milagrosa se realizó por el gran poder espiritual del Nazareno.

En efecto, ella realmente se arrepintió de sus pecados; no hallaba cómo corresponder a quien la había librado del terri­ble castigo, de las afrentas de sus acusadores que querían matarla a pedradas. Allá, la Magdalena llegó muy emocionada a casa de Simón el leproso y—a presencia de los 12 apóstoles y de otras muchas personas, temblando, sin poder hablar, sin proferir una sola palabra, bebiéndose las lágrimas que su agra­decimiento incontenido hacían brotar y desahogando su pecho con sollozos y suspiros—perfumó la cabellera del Divino Maes­tro con la mitad de la esencia de nardo que ella llevaba en el mejor vaso alabastrino que tenía; lavó los pies de su Bien­hechor, secándolos con sus propios cabellos y derramó la otra mitad del nardo sobre ellos.

Aquel acto fué como embalsamamiento en vida para Jesús y una felicidad para Magdalena, porque había dejado de ser mala: sus nuevas lágrimas, confundidas con el perfume sobre los pies del Redentor, eran vertidas por el viejo dolor de haber pecado y en prueba de su arrepentimiento.

He ahí cómo su fe la salvó y el Justo le concedió su perdóDespués de haber estado en las ruinas de la casa en dondesé bañó en su llanto la Magdalena, fuimos al otro bíblico lugarde Betania en que, como es bien sabido y reza en el NuevoTestamento, resucitó Lázaro y, cuando conocimos la tumba enque yacía su cadáver, pensamos cómo su resurrección fué apresencia de sus dos hermanas Martha y María (virtuosas y piadosas personas en cuya tranquila casa solía hospedarse Jesús al ir a Betania), de los 12 apóstoles y de muchos judíos. La gruta—que está bajo el nivel de las casas vecinas—tiene acceso directo e inmediato a la calle; es estrecha y obscura. Más de alguna vela arde en su interior, sin que el aire mueva su llama

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rojiza, y una que otra piadosa mujer se acerca a repetir sus oraciones al modesto sepulcro donde uno de los más sorpren­dentes y reveladores milagros del Divino Maestro se verificara.

Aquí cabe recordar que Lázaro, posteriormente a su resu­rrección, predicó las doctrinas de Jesucristo, viniendo a Europa con ese fin y llegando a ser el primer Obispo de Marsella, ciudad en que fué sacrificado y murió  por segunda vez.

Un viernes tuvimos oportunidad de ver, en Jerusalén, a varios franciscanos que, seguidos de una devota muchedumbre, corrían el Vía-Crucis.

Todos rezaban fervorosamente y caminaban con gravedad, como olvidándose del mundo para sólo concretarse a sus ora­ciones. Los franciscanos, con su cabeza descubierta y sus pies con sandalias, eran los más distinguidos de aquella ceremonia que comenzaba en plena calle y terminaba dentro del Calvario.

La práctica de esta devoción donde fué la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, es de las más eficientes de la cristiandad.

Agregándonos, estuvimos en las 14 estaciones que están impregnadas de los crueles, inhumanos martirios que torturaron al Divino Salvador. A medida que se pasa por ellas se recuer­da con profunda pena el conjunto de hechos que el Viernes Santo precedieron a su muerte. Iba en la Vía Dolorosa con su corona de espinas que herían su divino rostro y su dolorida cabeza y con la cruz a cuestas, llevando pendiente del cuello y de orden de Pilatos, un rótulo en tres idiomas, latín, griego y hebreo, que decía: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos." Co­mienza en la Capilla de la Flagelación, cerca de las ruinas de la Fortaleza Antonia, frente al muro del Cuartel Turco, donde fué atado y azotado. ¡Cómo se contrista el corazón al imagi­narse la fúnebre comitiva precedida por el Centurión, la cual caminaba al tétrico resonar de los clarines, llevando la escalera, los clavos, el martillo, etc., hacia el monte de las Calaveras!

Sigue el Arco del "Ecce Homo," lugar en que Pilatos, diri­giéndose a los judíos y mostrándoles a Jesús les dijo: "He aquí al Hombre," donde las "Hijas de Sión," desde el interior de su convento, cantan salmos contestando a los de afuera, que rezan; luego donde cayó por primera vez, debido al enorme peso de la cruz y de sus dolores, yendo sin aliento, agitado, cuando el Judío Errante (que se llamaba Samuel Belí-Beth), que no permitiéndole siquiera unos pocos minutos de desean­so—le dijo: "Arriba, Arriba y anda de prisa!", negándole tam‑

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POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

bién un simple poco de agua, a lo que el Mártir contestó: "Y tú andarás sin cesar hasta que yo vuelva;" a continuación la casa del mal rico frente a la cual encontró a su Santísima Madre; desde ese punto ya siguieron la Virgen, las Marías y San Juan tras el Divino Maestro, acompañándole en la Vía Dolorosa sufriendo con El y sin poder defenderle ni ayudarle; después donde era la "puerta de los Jardines," en que Simón el Cirineo, campesino que acertó a pasar por ahí, ayudó a cargar la cruz, de orden del Centurión, que iba a caballo; luego donde apare­ció la Santa Verónica que le enjugó su rostro divino: así iba el Más Grande de los Mártires, camino del suplicio, del Cal­vario!...

En seguida, la Puerta Judiciaria o Judicial, donde cayó por segunda vez, teniendo una llaga mortal en el hombro derecho; adelante, cuando les dijo a las mujeres piadosas que lloraran por ellas mismas y nó por él, compadeciéndolas; después, donde cayó por tercera vez; más adelante, pasando sobre puntiagudas y numerosas piedras pequeñas que herían y sangraban sus pies y ya en el Calvario, donde le desnudaron para crucificarle, ha­ciendo derroche de crueldad al quitarle su túnica casi despelle­jándole, pues las llagas y la sangre hacían que aquella estuviera pegada a su doblegado cuerpo; y donde le clavaron y cru­cificaron, haciendo uso de una escalera, poniéndole nuevamente la corona de espinas y dándole a beber vinagre mezclado con hiel, cuando El dijo que tenía sed. Es el mismo lugar en que Longinos hizo una herida con su lanza en el costado del Már­tir Divino, cuya sangre al caerle sobre sus ojos le curó la vista, pues era casi ciego, convirtiéndole en cristiano también. El mismo en que, poco antes de expirar, pero siempre haciendo el bien, dijo, refiriéndose a los verdugos y a todos sus enemi­gos: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!", (frase que había repetido tantas veces) ; y donde, muriendo en la cruz colocada sobre la roca solitaria e indeferente del Monte Cal­vario, entre Dimas y Gestas, redimió a la Humanidad!

Cerca, el lugar en que los soldados judíos y romanos se dividieron los despojos del Crucificado en cuya ocasión, como la túnica era de una posa pieza, sin costura, y para no rasgarla ni cortarla en cuatro pedazos ni inutilizarla y a fin de que siem­pre le quedara entera a uno de ellos, un soldadote jugador, viejo y mañoso, dispuso que la jugaran a los dados entre sí, y así lo hicieron porque el funesto vicio del juego, como la lepra, roía sus manos y su conciencia!

Después, cuando ya muerto, lo bajaron dejándole en bra‑

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zos de la Virgen. ¡Cómo estarían sus cabellos, que por el pol‑vo, el sudor y los coágulos de sangre parecían una masa! ¡ Cómosu cuerpo ensangrentado, macerado, sudoso, mutilado y llagado!Y, finalmente, el lugar en que, cerrando los ojos del Salvador, ojos que habían derramado por doquiera piedad, amory caridad, fué sepultado por José, de Arimatea y Nicodemus apresencia de las tres Marías, después de haber sido lavado con
a
gua que el primero llevó de su propio pozo; perfumado con mirra y óleo y envuelto en una sábana blanca, cubriendo el rostro y la cabeza con un sudario.

 ¡El dolor incomparable de su Santa Madre está en todos los corazones bien nacidos! No hay, en los mil idiomas y dia­lectos, palabras para expresarlo. Tales fueron las escenas que rememoramos durante las oraciones del Vía-Crucis en Jeru­salén.

Una tarde triste, nublada, casi obscura en que ya caían las primeras briznas de la lluvia; que no veíamos a nadie en las calles y hacía un viento que en su rapidez silbaba y des­viaba el débil vuelo de las desparpajadas golondrinas, no pudi­mos menos que pensar en la semejanza de ese cuadro macabro con la soledad y el vacío inexplicables que allá sucedieron al postrer suspiro del Redentor.

La mezquita de Omar, que es el más bello templo que existe actualmente en Jerusalén, está construida en el mismo sitio en que estuvo el templo de Salomón. En su bóveda hay algunas inscripciones tomadas del Korán. Su pintura exterior es muy vistosa predominando los colores verde, dorado y azul.

Ahí guardan los musulmanes la roca santa.

Al contemplar de lejos la Ciudad de Sión por el lado N., es dicha mezquita lo que más sobresale y ella sirve de reli­cario a la roca sagrada donde fué el sacrificio de Abraham. Está rodeada de muros y tras éstos se ven piedras sobre piedras, que son de las viejas ruinas, como también se observan en los otros ángulos exteriores de la propia ciudad, donde se cumplió la terrible predicción, pues hay sitios desolados sobre los cuales no se ve absolutamente nada, ni siquiera piedra sobre piedra, no obstante que ahí la soberbia y la avaricia de los feroces enemigos de Jesucristo, edificaron ricos palacios.

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Printed in the United States of America.

 

 

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