sábado, 6 de agosto de 2022

DE TIERRAS AFRICANAS A TIERRAS ASIÁTICAS -“POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

 POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

CAPITULO XII.

De Tierras Africanas a Tierras Asiáticas.

De la estación central del Cairo salimos en un tren de la mañana hacia Kantahara, población situada en una de las riberas del Canal de Suez, donde hace entronque el ferrocarril militar que va para Asia.

Mientras íbamos cruzando los suburbios del Cairo, vimos cerca del desierto varias fábricas de teja y ladrillo así como algunas de cemento pertenecientes a los ingleses. Como exis­ten allí enormes cantidades de arena, barro, rocas, etc., mate­riales abundantes en las orillas del Nilo, dichos establecimien­tos tienen un gran acopio de elementos para su industria, que abastece toda esta zona del Egipto, especialmente al Cairo.

En la línea férrea siempre observamos el desierto, que de este lado del país toma el nombre de Líbico o Libiano y que es una prolongación del Sahara. Muy raras veces veíamos algún valle de pobre y escasa vegetación. En ciertos parajes se hacen notar las plantas propias de los terrenos secos, como tunas, magueyes, cactus, etc. Entre el Cairo y Kantahara se ven algu­nas fincas, en las que se cultiva el algodón en grande escala, y haciendas de ganado vacuno. El terreno es generalmente plano, pues las pocas colinas que presenta el camino son pequeñas y carecen de importancia.

Desde antes de llegar a Kantahara íbamos percibiendo a mano derecha y de cuando en vez, una faja de agua de color verde-azul resaltando sobre la arena del desierto. Era el Canal de Suez que en aquellas cálidas regiones lleva confundidas las aguas del Mediterráneo y del Mar Rojo, como intentando disminuir lo pesado y caliente de la atmósfera. A poco rato estábamos en Kantahara, última ciudad africana que habíamos de conocer y lugar que, por su proximidad a la frontera, es asiento de las aduanas y de las oficinas de inmigración y emigración.
A orillas de este canal estuvimos reflexionando largas horas
sobre el importante papel que el Continente Africano desempeñara antiguamente en el concierto de todos los pueblos de la Tierra: las recientes impresiones que habíamos recibido en

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los museos egipcios, el estudio de las costumbres de sus habi­tantes, las observaciones de su suelo, de su industria y de su cultura, nos daban la clave para establecer por escalas las trans­formaciones que su raza ha ido teniendo hasta llegar al punto en que se encuentra actualmente. Nos parecía ver cómo la regeneradora ola de la civilización bañó aquellas vastísimas latitudes, cuya vida algunos remontan hasta 10,000 años!

El tren que nos condujo hasta Kantahara continuó a lo largo del Canal de Suez con dirección a Puerto Said, que queda en el punto en que el Canal junta sus agrias a las del Medite­rráneo.

Después del reconocimiento de nuestro pasaporte y demás papeles de identificación, cruzamos el Canal en una balsa que se movía muy lentamente: el traslado se operaba por medio de cadenas que manejaban cuatro hombres al mismo tiempo.

Ya íbamos hacia Palestina, esa pequeña faja de tierra en que Dios ha concentrado tantos y tan trascendentales aconte­cimientos de la historia. Esa tierra cuyo nombre sólo basta para conmover las fibras más íntimas de nuestro espíritu.

En Kantahara nos demoramos como siete horas a conse­cuencia de un retraso del tren que debía de conducirnos a Jeru­salén. Entre tanto, nos ocupábamos en recorrer los alrededo­res de la estación y de conocer la ciudad.

La fuerza del sol africano, unida a la circunstancia de haber muy pocos árboles y aumentada por la reverberación de aque­llos áridos arenales, hace insoportable la temperatura en ciertos momentos.

Situados en el punto en donde las balsas atracan después de atravesar y viendo nosotros para Africa, teníamos : a la derecha, Puerto Said ; a la izquierda, Suez; en frente, el Canal; y detrás, el Desierto Arábigo.

A nuestros pies teníamos el hilo de plata formado por las aguas del Mar Rojo y del Mediterráneo unidas en este punto por el genio del galo Fernando de Lesseps, quien dirigió a los franceses en esta obra colosal que necesitó de muchas energías, de muchas vidas y de muchos millones de francos para reali­zarse. Es el mismo genio que comenzó el Canal de Panamá, obra utilísima, no menos titánica. El Canal africano, que fué inaugurado en 1869, tiene 100 millas de largo y las embarca­ciones lo recorren en 7 horas, siendo de advertir que van des­pacio. Parte considerable se hizo cavando en la arena.

Sus aguas son tranquilas y comunican el "Manzala" y otros lagos entre sí; apenas se nota una leve corriente inte‑

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rior, pero al pasar las embarcaciones, nacen pequeñas olas en la estela que aquellas van dejando y que van a besar las cálidas arenas en ambas riberas del Canal.

Viendo a derecha e izquierda y siguiendo con nues­tra vista las aguas del repetido canal hasta donde parecen per­derse confundidas con el amarillento color de la arena, allá muy lejos, distinguimos pequeños penachos de humo que al acercarse a nosotros iban aumentando. Después de algún tiem­po de esperar, comprendíamos que era el humo escapado por las chimeneas de los barcos que ya aparecían a nuestra vista. Más tarde, el áspero ruido de las máquinas llegaba a nuestros oídos y por último los transoceánicos navegaban frente a noso­tros, pasando a pocos metros del suelo africano que pisábamos. Así, fácilmente nos dábamos cuenta de pormenores de los bar­cos que venían de lugares muy lejanos del globo y que, en esos momentos teníamos a la mano, después de haber navegado millares de leguas para luego (sin pararse donde nosotros está­bamos) seguir con gravedad su ruta, en la cual tenían aún muchas millas que avanzar. Nos parecían aquellos buques como símbolos del destino. ¡Cuántos miles de almas vimos pasar a bordo durante algunas horas por el Canal de Suez, almas a quienes dijimos "adiós" por primera y última vez al mismo tiempo!

Admirando en el propio lugar esta maravillosa obra de Ingeniería, no pudimos menos que pensar en la enorme econo­mía de tiempo y de dinero que representa en la navegación oriental, pues antaño para ir de Europa al Imperio de la India —por ejemplo—había que costear toda el Africa, pasando por el Cabo de Buena Esperanza, y luego el Océano Indico, em­pleando meses en esta larguísima distancia, mientras que ahora es asunto de pocos días mediante esta vía de comunicación.

Es un espectáculo emocionante el que ofrecen las embar­caciones que vienen con rumbos opuestos; se juntan momen­táneamente y se cruzan para proseguir su destino, pasando unas sobre las aguas que ya las otras han surcado. No se ven dos que pasen a la par. Se nos figuran las opiniones de ciertos hombres en desacuerdo o los relojes que siempre tienen algunos minutos o segundos de diferencia si se les compara con otros. Las que hacía tres horas se encontraban en el Norte, ya se hallaban en el Sur y viceversa. Otras asomaban del punto opuesto en series no interrumpidas para completar la vida acti­va del canal, que no tiene reposo a ninguna hora del día ni de la noche. Es muy agradable participar de esta vida en el

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teatro de los hechos, aún cuando sea por corto tiempo, y ese gusto, lo tuvimos nosotros felizmente después de haber estado viajando en 2 continentes.

Como allá los barcos pasaban tan inmediatos a nosotros, a nuestra mano, por así decir, pronto averiguábamos su procedencia, su bandera, el país a donde iba, su calidad, etc. La tripulación y los pasajeros cambiaban algunas frases con nosotros, que estábamos en tierra. El ruido producido por su maquinaria es muy raro, debido a la poca agua (relativamente) de que van rodeados.

En Kantahara existen oficinas que, por medio de aparatos parecidos a los mástiles de los buques, dan a conocer la entrada y salida de éstos, mediante señales. Tales oficinas se comunican a su vez con Puerto Said y Suez por telégrafo y por teléfono.

Recordamos, entre otras tantas embarcaciones que vimos pasar, las siguientes: "C. López y López"-9-Barcelona, "Alexandria"-97, "British Grenadier," Londres; "Canal du Suez," "Poleric"-Glasgow-Gary y "Desert Blanc Rivier."

Durante la noche también es muy interesante el paso de los buques por el canal: los reflectores iluminan sus aguas, el crujir de las máquinas aumenta el ruido de las hélices; la carrera de los trenes que van a toda velocidad a sus orillas, produce un estruendo más intenso en el silencio de la noche.

Las líneas telegráficas y telefónicas tendidas sobre el canal tienen en constante comunicación todas sus oficinas.

Como es sabido, cada embarcación que atraviesa dicho canal paga derechos en relación a su tonelaje. Las entradas monetarias producen a la compañía respectiva pingües ganancias; la mayor parte de las acciones pertenecen a los franceses y su principal oficina financiera está en París.

Según varias opiniones que oímos, el Canal de Panamá, desde pocos años después de su inauguración en 1915, ha superado al de Suez en el registro de tonelaje y, en consecuencia, en las entradas efectivas. Desde luego, el primero fué construido en otras condiciones y cuenta con valiosos elementos modernos, siendo más ancho y más profundo que aquel.

En ambas orillas del Canal de Suez vimos infinidad de árabes y musulmanes que en grandes caravanas pasaban de uno a otro lado, sobre las referidas balsas, conduciendo grandes partidas de camellos y dromedarios, tan útiles para su comercio.

Cada cierta distancia hay grandes dragas que constantemente limpian el Canal para mantenerlo expedito en el servicio.

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Grandes tubos conectados a estas máquinas dan salida al lodo,piedras y arenas extraídas del fondo y que son arrojadas en la superficie de la tierra. Lo mismo hacen en Suez y en Puerto
Said, es decir, en los extremos del canal, funcionando las dragas con toda regularidad y trasladándolas a otros diferentes puntos mediante las balsas sobre las cuales están emplazadas.
Lo angosto de la obra no permite que pasen dos buques aparcados; tienen que ir de uno en uno, habiendo lugares a_propósito, cada cierto espacio, para el cruce correspondiente

Todo el canal posee un magnífico alumbrado eléctrico y sus apacibles aguas son surcadas constantemente por naves de diferentes naciones. Durante la noche sus paisajes son muy atractivos; convidan a visitarlos a pie para admirarlos con deteni­miento y gozar de aquel raro conjunto del suelo africano.

El Canal de Suez constituye la vía de comunicación más importante de Africa.

 En una noche de luna muy brillante proseguimos nuestro camino hacia la Tierra Santa, yendo en un tren de la "Sia Sinaim Military RaiIway," que tiene parte de sus líneas férreas sobre el Desierto Arábigo.

Tratamos de descansar en nuestro vagón acomodándonos

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para dormir, pues ya el sueño nos vencía, unido a la fatiga mental causada por las muchas raras impresiones que habíamos tenido en aquellas apartadas latitudes.

Eran como las cinco de la mañana cuando el ruido del tren y el movimiento continuo de nuestro dormitorio de una noche, nos despertaron ex-abrupto y maquinalmente corrimos la cortini­lla para observar lo que ocurría. Vimos el océano de arena, que siempre era el fondo de todos los cuadros que contemplábamos, aunque en esta ocasión era a través de la naciente luz del día. La tranquilidad del alba nos hizo gozar y estar atentos. A lar­ga distancia aparecían claridades como en lucha con los obscu­ros velos de la noche que moría, predominando los colores opa­cos. Algunos minutos después y siempre fija nuestra vista en aquel espacio, los tintes cambiaban y un punto luminoso de ricos matices dominaba. Así comenzó a distinguirse un arco de fuego que se dibujaba en el firmamento y luego la forma de la luna en cuarto creciente, pero de un color rojo vivo, en vez del plateado de aquella. Algunos relámpagos vislumbraban. Todo a lo lejos era silencioso. Aquel regular fragmento de disco crecía y se elevaba de una manera rapidísima como sur­giendo de la arenosa inmensidad. De pronto, aquella fulgu­rante masa se había tornado en una media luna y ya nuestra vista no podía resistirla, pues era muy fuerte y no era posible verla frente a frente. Finalmente, el globo que radiaba oro y plata, estaba ya completo y ascendía majestuoso como una enor­me esfera cuyo color rojo vivo se cambió de repente para ilu­minar con sus poderosos rayos el resto de la Naturaleza que despertaba: era el sol triunfante que daba vida a la bella aurora de que disfrutábamos en medio del desierto. . . La mañana era fresca, el cielo despejado, el sol magnífico: habíamos corrido toda la noche anterior y nuestro tren seguía devorando kilmetros y más kilómetros.

Un negrito cubierto con su turbante rojo y que usaba traje apretado y bien tallado, nos sirvió el desayuno, llevándonos en­carnadas y dulces naranjas sin semillas y unas cuantas delicio­sas mandarinas que compró al pasar por una de las estaciones de Arabia.

En el nuevo trayecto veíamos a mano izquierda el Medite­rráneo y algunas palmeras que de cuando en cuando aparecían como soldados desplegados en guerrilla. El Desierto Arábigo, siempre a la vista, a la derecha. Las caravanas, entre las cuales cubiertos con una especie de iban muchos moros con sus típicos trajes blancos—descalzos algunos y otros con sandalias—cubiertos con una especie de

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túnica, gentes que llegaban desde Marruecos, Túnez y Argelia con el fin de hacer su comercio con Palestina y otros lugares del Asia, cruzaban esas enormes superficies cubiertas de arena. Los camellos y dromedarios, indispensables en tales travesías, cargados de mercancías y vituallas, iniciaban o cerraban la marcha de esos bíblicos grupos que dan animación a los desier­tos. Algunos caminantes se sirven de los borricos también, para viajes cortos. Otros van en magníficos caballos.

Por buena suerte durante el tiempo que fuimos huéspedes del desierto en el Egipto no ocurrió ninguno de esos terribles clones            trombas que son el espanto de desiertos y mares y que a veces toman tales proporciones que causan verdaderos desastres

Pero más tarde al cruzar el Nubio o Nubiano, último de los  desiertos que vimos, presenciamos el curso de un clásico "simoun" o simún.

 A lo lejos se veían levantarse las olas de arena como las de agua de un mar embrabecido. Parecía que devoraban las caravanas aprisionadas, como sin saber qué hacer

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entre sus torbellinos, en su loco y abrasador movimiento. Hasta el lugar en que el tren corría llegaban suspendidos en el viento vertiginoso, arenas y pequeñas piedras mezcladas con raíces y palitos secos que iban a estrellarse, a estallar en las ventanillas de nuestro carro. En ciertos momentos era tal la fuerza del aire que casi interrumpía la marcha del tren al ser azotado por sus rápidas corrientes. Las nubes de polvo se elevaban a gran altura como intentando poner una pantalla opaca para privar­nos de la luz solar. Añicos de tiendas de campaña, vestuario y otros objetos de las caravanas sorprendidas por la tempestad volaban en distintas direcciones, a manera de ligeras plumas, como un juguete del destructor elemento. En algunos momen­tos la corriente de esta tremenda tempestad parecía seguir y alcanzar nuestro tren y otras veces se replegaba para acometer de nuevo la rapidez del vapor y de la electricidad.

Como quince minutos duró el terrible fenómeno. Pudimos observar a los sorprendidos pedestres que veíamos a lo largo del ferrocarril, despojados de casi todos los objetos que. lleva­ban así como a los asnos, dromedarios y camellos que andaban diseminados, aterrorizados, en plena fuga; todo causado por la furia del tremendo "simoun," capaz de hacer diabólicas espira­les con los mismos titanes o colosos. Así nos explicamos cómo tales fenómenos, llegan hasta sepultar dentro las blandas moles arenosas, caravanas enteras

A medida que avanzábamos hacia el interior encontrábamos muchos terrenos cultivados de trigo a orillas del desierto. Más adelante, vimos algunas fincas donde los naranjos y limoneros constituyen preciosos cultivos: como todos estaban en  flor, semejaban una interminable sábana blanca sobre un fondo verde esmeralda, obsequiándonos con su fragante aroma y trayendo a nuestra memoria los ricos cafetos de América, cubiertos de azahares.

Llamaron nuestra atención ciertos parajes a donde se ha llevado tierra vegetal

_ora en las playas del mediterraneo ora en el desierto_para mezclarla con la estéril y con la arena, a fin de que las tres juntas, produzcan los medios de subsistencia para millares de gentes que luchan contra la aridez de aquellos mares de arena y de polvo, contra el fuego del sol que las quema. Naturalmente, labradores y cultivadores tienen que recurrir a la irrigación y a toda clase de abonos para completar su obra.

Como a medio día alcanzamos el punto donde entronca el ferrocarril que, viniendo del puerto de Jafa, llega hasta Jeru

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salén. Esta estación es la ciudad de Ladao, que tiene mucha importancia por todos los trenes que ahí convergen y por la densidad de su población. Ahí hicimos cambio de tren y pro­seguimos hacia el Norte, camino de Jerusalén

Horas después de ir en el nuevo tren, las eternas planicies desaparecían, algunas colinas dejaban ver sus escuetas cimas y ya comenzábamos a ascender. Pasamos por estaciones y esta­cioncitas en que apenas veíamos al Agente del ferrocarril y otras en que uno o dos finqueros, con sus típicos trajes de campesinos y teniendo sus caballos atados del cabestro cerca de la línea, parecía que venían sólo en el momento de la pasada del tren, como para tener señales de vida, recoger su corres­pondencia, saber algo de lejanas regiones y regresar pronto ­galopando—a las soledades en que moran.

Mientras nos acercábamos al lugar más notable de Tierra Santa, el tren iba lentamente porque el terreno sigue siendo accidentado y nosotros subíamos en esta ocasión. Hay unas pequeñas partes completamente desoladas, tristes, donde el camino de hierro está tendido sobre las rocas, sobre montañas de piedra que apenas si tienen algo de musgo y una hierba raquítica, seca, y que se pasan pronto para ya sólo ver lindas praderas, prolongados valles, que en el reverdecer de los cerea­les de que están cultivados, parecen mares a la luz del sol com­binada con el movimiento del aire. Al mismo tiempo que íba­mos en las nuevas planicies veíamos numerosos rebaños de ovejas que andaban y pacían en las extensas sabanas cubiertas de grama. Los pastores, todavía vestidos como en tiempos de Jesucristo, cuidaban de ellas, ayudados de perros lanudos.

Ya habíamos ascendido a una altura considerable y tenía­mos un campo de visión enorme; allá, muy lejos, comenzaban a distinguirse algunos puntos blanquizcos, brillantes y rojizos, que en el horizonte bosquejaban la silueta de una población: Jerusalén!

 ¡Cómo resplandece este nombre emergiendo de las profun­didades del pasado! Casi creeríamos que vamos a profanar la delicadeza de sus recuerdos sacros, que vamos a empañar el brillo impoluto de sus tradiciones, que vamos a obscurecer la luz que emana de todos los lugares benditos que guarda esta ciudad, al referirnos a ella, esbozando las hondas impresiones que tuvimos poco antes de entrar a su seno, santificado por la sangre del Redentor del Mundo.

Después de muchas millas a través de campos de cebada, interrumpidos aquí y allá por trechos plantados de asfodelos, (Los asfódelos o gamones constituyen un género de plantas vivaces herbáceas, bienales o perennes, oriundas del sur y centro de Europa;  información . De Internet  Nota del  autro del blog- 18 de Abril de 2019)

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entramos a un hermoso valle que nos trajo a la mente las pala­bras de la Biblia, al referirse a la Tierra Prometida: "que mana leche y miel" ... Porque ubérrimo, en verdad, es este precioso paraje formado por extensas praderas verdes, donde, a la fresca sombra de magníficos árboles rumian los ganados, evocando la vida pastoral en toda su sencillez y su grandeza.

Allá, detrás de nosotros muy a la distancia, los campos de cebada y de trigo; y más allá todavía, ya cerca del confín del horizonte, desplegaba su estrecha cinta de color amarillento el desierto.

El fuerte viento peculiar de esta zona de Palestina azotaba los costados del tren y arremolinaba en alto arenas y pedriscos.

Poco a poco, a través de aquella atmósfera un tanto turbia por el polvo, una gran ciudad comenzó a presentarse a nuestra vista; una gran ciudad en donde los altos edificios y las ergui­das torres doradas reflejan todos los estilos conocidos, la ciudad triste y solemne en la cual se ha desarrollado el supremo drama de los siglos.

Los viajeros nos asomábamos por las ventanillas ávidos de mirar los alrededores que pasábamos y la inquietud por arribar a la meta era ilimitada, sin descripción: un hálito de felicidad saturaba el alma de los peregrinos. Nosotros veíamos que se cumplían los sueños que desde niños habíamos tenido y nos sentíamos ya en el punto más lejano de la Patria, al final de nuestro viaje de ida. Reavivando filialmente sus recuerdos le rendíamos pleito homenaje a través de esa enorme distancia.

Una bella joven originaria de Belén—que regresaba aquel día de Africa, en nuestro propio tren,—con voz llena de energía y de candor a la vez, dijo: ¡Jerusalén, Jerusalén!

Cuando el tren se detuvo en la estación de aquella deseada ciudad, nos encontramos rodeados de una multitud aún más heterogénea que la del Cairo y Alejandría: árabes, turcos, - sas, rusos, beduinos, indios, moros y muchos semblantes europeos.

A pie y tratando de defendernos de los muchachos que se disputaban la conducción de nuestro equipaje, nos dirigimos a la población para hospedarnos, bordeando en el camino una colina y penetrando por la puerta de Jafa.

¡Cuántas millas habíamos recorrido y navegado por tierras y mares desconocidos para llegar hasta Jerusalén!

Printed in the United States of America.

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