jueves, 4 de agosto de 2022

CAPITULO X. Egipto- “POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

POR TIERRAS SANTAS Y POR TIERRAS PROFANAS”

POR J. MOISÉS DELEON LETONA

(El escritor es tio abuelo del autor del blog- un huehueteco apasionado por lo de antaño.)

IMPRESIONES DE UN GUATEMALTECO EN SU VIAJE
ALREDEDOR DEL MUNDO DURANTE LOS AÑOS DE
1922 A 1924.

Es el libro que a continuación leeremos y es debidamente apreciado a nivel mundial. Se encuentra en las siguientes bibliotecas

Librería del Congreso de  los Estados Unidos de América

Biblioteca Teológica "Lorenzo Boturini" de la Basílica de S.M. de Guadalupe. Ciudad de México

Bibliotheca Generalis Custodiae Terrae Sanctae-Ciudad de Jerúsalen

Libro que forma parte del Patrimonio Literario de España-. -Dedicación del autor a S.M. el Rey D. Alfonso XIII-XIV.

  CAPITULO X.
Egipto: Alejandría. De Alejandría al Cairo, por Ferrocarril.
El Cairo.
Alejandría.

 Alejandría, cuyo número actual de habitantes llega a 500.000, ha visto aumentada la importancia que desde los más remotos tiempos tiene, a partir de la época en que el genio de Lesseps réalizó su magno proyecto de cortar el Istmo que unía el Egipto con Arabia. Se ha convertido este puerto en una especie de estación proveedora de carbón, aceite, agua y víveres, tanto para los barcos que recorren las costas de Europa, Asia y Africa como para los que llegan de la lejana Oceanía pasando por el Canal de Suez. Por estas razones y por ser Alejandría el puerto de salida de los productos del rico Egipto, su comercio es activísi­mo. En la rada se ven perennemente numerosos barcos que llegan desde los países más remotos. Es un continuo zarpar de embarcaciones que se dirigen a los puntos o puertos más leja­nos, cargando los ricos productos del suelo egipcio. Predomi­nan entre estos barcos, los de la vieja Albión, siempre Señora de los mares, que se procura en Africa materias primas para las industrias de la metrópoli, especialmente algodón, trigo y otros cereales.

 En los muelles aturde el ruido de las maquinarias subiendo y bajando mercaderías y el ir y venir de los trenes. Se ven por doquiera los inspectores ingleses que ejercen el control de las aduanas y que van en sus "gasolinas" de un punto a otro del puerto. Sobre los enormes muelles se ven hacinados grandes lotes de maquinaria importada de Europa para la Agricultura e industrias egipcianas. A pesar de que ya hay muchas y muy grandes bóvedas, se construyen constantemente otras para ensanchar las aduanas.

 En la ciudad de Alejandría se ve ya la marcada influencia de la civilización europea tanto en las costumbres como en los trajes, aunque, sin duda obedeciendo a un sentimiento patriótico,

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 todavía las gentes, aun las más cultas, conservan el traje nacio­nal, siendo el principal distintivo el turbante rojo en los varones, y el velo que cubre más de la mitad de la cara en las damas.

 El más marcado sello de cosmopolitismo se observa en Alejandría, sin duda por estar colocada en la conjunción de tres continentes y por las grandes riquezas que atesora el Egipto.

 

El color de los habitantes de aquella región es moreno obscuro, más bien negro, un negro típico del árabe. La mujer egipcia es alta y gallarda, robusta sin llegar a la opulencia de formas ; sus líneas son sueltas y armoniosas. Andan con cierta lentitud soñadora y elegante las egipcianas, y en sus pupilas, dulces y suaves, hay una llama apacible que no quema sino que vivifica. Sus cabellos son negros, sedosos y ondulados y se hacen muy atractivas "toilettes."

 Además de sus otras alhajas, por lo regular todas usan brazaletes y pulseras (en los brazos) y ajorcas entre la panto­rrilla y el pie. Todas las egipcias llevan la cabeza cubierta y usan un velo que cubre parte de la faz; y algunas de ellas lle­van sobre la nariz una pieza de oro, plata u otro metal, en la que aquel va prendido (el velo). El resto del traje, generalmen­te muy lujoso, es a la europea, aunque queden algunas que toda­vía usan túnicas semejantes a las que usaban las judías del tiempo de Jesucristo.

 La moneda corriente en Egipto es la libra egipciana que equivale a 21 piastras, teniendo la libra inglesa una deprecia­ción, pues sólo equivale a 20 piastras. La moneda más abundan­te es la de plata con valor de 1, 5 y 10 piastras y las de frac­ción de piastra. Es raro ver billetes circulando en el comercio. Desde luego, hay muchísimas casas bancarias tanto de las que tienen aquí sus oficinas centrales como muchas sucursales de todas partes. Se distingue el edificio del Banco del Imperio Otomano.

 Sus calles están cruzadas por tranvías, automóviles, carrua­jes, motocicletas y toda clase de vehículos. En aquellas hay gran animación, existiendo también muchos y muy modernos establecimientos de comercio pertenecientes, en su mayoría, a extranjeros.

 Como saben nuestros lectores, los 17 millones de egipcianos, no obstante tener un rey propio, están bajo el protectorado inglés. Y fué cosa que llamó nuestra atención el ver en "Main Guard" (La Guardia Principal), el centinela inglés que hace el servicio de vigilancia, que en vez de estar a pie como todos los centinelas, estaba montado en un soberbio caballo, con un equi‑

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 po flamante y listo al parecer para cualquier momentánea emer­gencia.

 Un año más tarde tuvimos ocasión de ver en Londres otro cuartel inglés en el que también hacía la vigilancia un centine­la exactamente igual al que habíamos visto en Egipto, siempre a caballo.

 Visitamos un célebre museo arqueológico que se encuentra en los alrededores de la ciudad y que contiene infinidad de obje­tos que revelan la civilización que en aquellos remotos tiempos había alcanzado esa raza que algunos han llegado a creer que proviene de la antigua Atlántida.

 Asimismo, conocimos muchas antiguas ruinas en los subur­bios de la ciudad, conteniendo grandes columnas que dan una idea de lo sólido y grandioso de la ciudad desaparecida, que contaba el año 641 antes de jesucristo, con 4,000 palacios, 12,000 jardines y 400 paseos públicos.

 Vimos también algunos jardines en los cuales, además de gran variedad de flores, hay muchos árboles de diferentes espe­cies, muy desarrollados y frondosos, que demuestran la feraci­dad de aquella tierra.

 Hay algunos canales que llegan hasta las orillas de la ciu­dad y que tienen comunicación con el Nilo, y sobre ellos hay varios puentes modernos. De los canales, el más importante es el de Mahmudia cuya construcción se debe a Mahemet-Alí, uno de los más célebres caudillos egipcios. Este canal, muy bien dispuesto para la navegación, tiene 20 metros de anchura y 6 de profundidad.

 

Entre los establecimientos que pudiéramos llamar de diver­sión, existe un espacioso casino del lado del mar y no lejos de los jardines.

 Los edificios de Alejandría son modernos, de elegante arquitectura y hay casas hasta de 5 pisos. Posee varias iglesias, habiendo nosotros tenido el gusto de visitar la de Santa Catalina, donde conversamos con el Padre Martínez, un amable sacerdote español. A este propósito recordamos que aquí en Alejandría. nació San Anastasio, el Gran Patriarca que combatió y venció la herejía de Arrio en el siglo IV y Santa Catalina, mártir de, Alejandría y defensora de la fe católica contra las escuelas de filosofía pagana.

 Alejandría ha sido desde los antiguos tiempos un emporio de riqueza y cultura. En ella estaba la célebre biblioteca de Alejandría, que fué quemada por Omar en el siglo VII por creer que contenía obras contrarias a la fe musulmana. "Si esos

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 libros repiten lo que dice el Korán, son inútiles; y si lo con­tradicen, son impíos"….. Estas palabras fueron la sentencia
que apagó aquel faro de civilización en donde estaba conden­sada la cultura del mundo antiguo.

 Alejandría ha sido, tanto en tiempos antiguos como en épo­cas recientes, la víctima de repetidas agresiones. Los turcos la saquearon en 1517, Bonaparte la tomó por asalto en 1798; y cuando en 1806 Mehemet-Alí se sublevó contra el dominio euro­peo, la orgullosa Alejandría no contaba más que con 7,000 habi­tantes que vivían en miserables chozas. La escuadra inglesa bombardeó sus fuertes en 1882 y la ocupó militarmente. Desde entonces ha seguido la suerte del Reino de Egipto permane­ciendo bajo el control inglés.

 Alejandría posee desde 1830 un Municipio en el que tiene representación el elemento europeo—del cual los griegos forman la mayor parte—y el elemento indígena.

 Hay en esta ciudad un Tribunal de Apelaciones y residen en ella: el Ministerio de Marina, la Dirección General de Co­rreos y la Dirección General de Aduanas, Puertos y Faros.

 Hay también una Escuela Salesiana de Artes y Oficios y varias otras instituciones católicas. Muy importante es el Mu­seo de Antigüedades Greco-romanas, que se debe en gran parte a los esfuerzos del Jedive actual y que contiene preciosas obras de cerámica, bronce y mármol; lámparas, vidrios antiguos, mo­mias, estatuas, papiros y un curiosísimo monetario alejandrino; todo de un gran valor artístico e intrínseco.

 Alejandría es una ciudad que guarda un grandioso pasado-, pero su porvenir como el principal mercado de la costa meridio­nal del Mediterráneo y la confluencia de las corrientes comer­ciales de Europa, Asia y Africa, le reserva un portentoso desarrollo cuya magnitud nadie puede imaginar.

 En la actualidad Alejandría tiene anchas avenidas, teatros, clubs, jardines y todas las comodidades y refinamientos de la vida europea. Hace pocos años las condiciones de las calles dejaban mucho que desear; pero los comerciantes más influyen­tes de la ciudad tomaron a su cargo el asunto y se convino en un pequeño impuesto sobre cada bulto de algodón, azúcar, trigo y maíz exportado, para formar "un fondo de calles." Los re­sultados espléndidos y en pocos años todas las vías im­portantes de la ciudad estaban perfectamente pavimentadas.

 

Los mahometanos de las clases bajas en Alejandría y en todo el bajo Egipto son esclavos del vicio del "hachich." Es verdad que hay rígidas leyes prohibiendo la importación de este

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 nocivo producto del cáñamo indio, pero el contrabando se veri­fica en grandes cantidades.

 El Korán prohibe estrictamente el uso de vinos y licores; y la mente popular de los devotos de Mahoma ha escogido "el hachich" como un substituto de aquellos estimulantes, substituto que es mucho peor que el más embriagante de los licores y que conduce con frecuencia a la imbecilidad y la locura.

 De Alejandría al Cairo, por Ferrocarril.

 Con nuestro improvisado amigo y fiel intérprete árabe Alí Karalaniam, emprendimos el viaje de Alejandría al Cairo. Nuestras valijas las llevaban dos negritos africanos que lucían su traje blanco y su turbante rojo. Cuando nos dirigimos a la estación ferroviaria, un sol verdaderamente africano lanzaba desde el cenit sus implacables rayos sobre las calles de la ciudad. Casi sólo el árabe se oía por todas partes; y los trajes típicos del lugar parecían decirnos constantemente: "estáis en otro continente; estáis muy lejos de vuestra Patria."

 El tren comenzó a caminar y nosotros nos dedicamos a es­tudiar los arrabales de la ciudad de donde íbamos saliendo. No se parecían en nada a los flamantes barrios que habíamos recorrido. Pobres y sucias viviendas y todos esos sórdidos detalles que hay en los alrededores de los grandes centros de población se presentaban por doquiera. Unos 25 minutos des­pués de haberse iniciado la marcha, ya nuestro tren iba muy lejos y apenas se distinguían las últimas casas de los suburbios.

 Mientras corría el tren, atravesando aquellas ubérrimas tie­rras, contemplábamos las inmensas planicies que aparentemen­te se juntaban a lo lejos con el cielo, formando horizonte; y venían a nuestro recuerdo el horizonte marino del cual gozamos pocos días antes en el Mediterráneo.

 Veíamos deslizándose suavemente sobre los canales tan nu­merosos del Nilo, embarcaciones de blancas velas. Muchas de ellas remolcaban grandes balsas cargadas de algodón, de trigo y de azúcar.

 El calor era sofocante; nos sentíamos como con un gorro de plomo en la cabeza. Parecía que la reverberación solar se introducía a nuestro compartimiento e impregnaba de fuego todas las cosas. Nos sentíamos cercanos a la insolación.

 De pronto, un crujir fragoroso de aceros nos hizo salir de nuestra somnolencia; atravesábamos sobre un inmenso puente el primer brazo del Río Nilo. Las aguas del misterioso río se

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 deslizaban muy quietas, bajaban muy lentamente, como ener­vadas por aquella abrumadora temperatura. Diríase que estas aguas iban, en virtud de alguna influencia milagrosa, a apagar las encendidas tierras de los alrededores.

 Apenas uno que otro cocotero o alguna palmera gentil se balanceaban lentamente, movidas por las escasas ráfagas del aire y proyectaban en el suelo—tan plano como una mesa de billar—sus escuetos abanicos.

 Después de largo rato, otro nuevo crujido nos advirtió la presencia del segundo brazo del Nilo—que cruzábamos también —más ancho y cuyas aguas son tan sucias como las del primero.

 

Pocas fueron las poblaciones que vimos a lo largo del cami­no, pero la falta de impresiones de afuera fué compensada sobradamente con la compañía de una linda egipciana que regre­saba de Suiza, donde había sido educada, y que se dirigía a su ciudad natal, El Cairo. Nos refería que a su paso por Alejan­dría, había tenido el placer de saborear una excursión en aeroplano para contemplar la ciudad a vista de pájaro. Con gran entusiasmo nos daba a conocer todas las agradables impresiones que había recibido: la emoción al iniciarse el vuelo, la del ate­rrizaje, la de las sacudidas nerviosas que experimentaba cuando el aparato ondulaba en el aire haciendo sinuosidades parecidas a las de un pez que remonta una corriente. Como sólo nos hablara de agradables emociones, la interrogamos así:

 —Pero bien, ¿fue todo alegrías,? ¿no hubo nada desagrada­ble en la excursión?        

 —i Oh¡ Ya lo creo que sí—nos contestó sonriendo—hubo algo desagradable.

 ¿Y qué fué ello?

 —Pues, la conclusión del paseo aéreo y la tristeza de encon­trarnos nuevamente en la tierra…..   

 Por esta contestación se puede inferir la chispeante menta­lidad y el alegre temperamento de esta adorable compañera de viaje que contribuyó a hacernos menos largas las horas del ferrocarril entre Alejandría y El Cairo, la hermosa ciudad qua los poetas orientales comparan con "un precioso diamante engas­tado en el mango del abanico del Delta."

 Al entrar a la capital del Egipto, lo que más llamó nuestra atención—sin duda por el contraste con la bulliciosa Alejan­dría—fué la quietud, la gran quietud característica de sus alrede­dores, en los que hasta el tren que nos llevaba pareciera desli­zarse silenciosamente para no interrumpir el reposo de tantos recuerdos que ahí duermen un sueño de siglos.

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