sábado, 25 de febrero de 2023

LA OTRA MADRE DE LINCOLN

 Viernes, 18 de marzo de 2016

LA OTRA MADRE DE LINCOLN
          Por  Bernadine Bailey y Dorothy Walworth   
1942

En la alta delantera de la carre­ta, sacudidos por el incesante tra­queteo, iban los recién casados. Tenía ella treinta y un años cumplidos, lo que en Kentucky y en esa época, la de 1819 equivalía a la edad madura, pues la mayor parte de las mujeres de los coloni­zadores morían jóvenes. El día, para ser de diciembre en esa región de los Estados Unidos, era bastante frío. Los viajeros avanzaban en dirección al norte, hacia una región cubierta de bosques.
Me parece que vamos a tener un tiempo magnífico—afirmó la mujer, que era muy dada a verlo todo siempre de color de rosa.
Tom había llegado la víspera. Hizo a caballo toda  la jornada desde su granja en la distante Indiana hasta Elizabethtown, el hogar de su futura. Y no se anduvo con rodeos para decirle:
-Señorita Sally, no tengo mujer. Usted no tiene marido. He venido a casarme con usted. Nos conocemos desde niños. No tengo tiempo que perder. Si me da el sí, nos casamos en seguida.
Aquella misma mañana bendijo su unión el pastor metodista. En el acta matrimonial hizo constar que la contrayente, Sara Bush Johnston, era viuda desde hacía tres años, y que él, Tom, había enviudado el invierno anterior. Afuera aguardaban los caballos y la carreta que el novio había pedido prestados. La carreta iba tan atestada con el ajuar de la novia, que apenas había lugar para sus tres hijos. Tom, que tenía también dos hijos, no les había dicho que volvería a casa con una madrastra. Cuando Sara pensaba en eso, se le oscurecían los azules ojos de franco mirar. ¿No la considerarían los hijastros una intrusa?
Atravesaron el río Ohío, ya medio helado, en una balsa. El aire cortaba. Las ruedas se hundían en la nieve hasta los cubos. Al cabo de cinco días llegaron a una cabaña de troncos, en un claro a orillas del Little Pigeon. No tenía ventanas. Servía de puerta una piel de venado. La chimenea estaba hecha de palos revestidos de arcilla.
Tom llamó. Salió corriendo de la cabaña un muchachito flaco como un esqueleto. Llevaba una camisa andrajosa y unos pantalones de gamuza hechos jirones. Pero lo que le llegó al alma a Sara fue la mirada de esos ojos infantiles, aunque no hubiera podido decir con exactitud lo que expresaba. Bajando de la carreta, abrió los brazos como dos alas acogedoras y abrazó estrechamente al niño.
-Vamos a ser muy buenos amigos-exclamó-. ¿Verdad, Abe Lincoln?-
 Era la primera vez que se veía así, en medio de la agreste soledad. Había vivido siempre rodeada de las relativas comodidades que ofrece la existencia en un pueblo. Y, ahora se alzaba ante sus ojos, pobrísima y solitaria, aquella cabaña miserable. No había cuartos. No había tabiques El piso era de tierra sin apisonar. Más que sobre suelo firme, se caminaba allí dentro sobre basura acumulada por el tiempo y la desidia. La cama era un rústico armadijo de tablas sostenido por estacas y arrimado a la pared. El relleno del jergón era de hojas de maíz. Por toda ropa de cama había unas pieles y prendas de vestir desechadas. Abe, que tenía diez años, y su hermana, que tenía doce, habían dormido siempre en el desván, sobre unos montones de hojas. Subían allá por unos tarugos fijos en la pared. Componían el mobiliario unas cuantas banquetas de tres patas y una mesa de tablero desbastado a hacha por la cara de arriba, y al natural, con corteza y todo, por la de abajo. Formaba parte de la familia Dennis Hanks, muchacho de dieciocho años, primo de Nancy Hanks, la primera mujer de Tom. Dennis se las ingeniaba para guisar valiéndose de un anafe, un caldero resquebrajado y un par de cucharas de hierro. Aun cuando era de suponer que Sara esperase encontrarse con algo mejor que esta cabaña, las únicas palabras que salieron de sus labios fueron éstas:
-Tom, tráeme un brazado de leña. Voy a calentar un poco de agua.-
 Aquella madrastra de mejillas sonrosadas y rizos dorados era una mujer muy dispuesta. Sin perder minuto, en cuanto empezó a humear el agua, sacó del equipaje una calabaza de jabón casero y llevando a Abe y a su hermana frente a la lumbre, los dejó que no se conocían de limpios, y les desenredó luego las greñas con su propio peine de carey.
Cuando empezaron a sacar todo lo que venía en la carreta, el pequeño Abe,
que no había despegado los labios, pasaba las huesosas manitas por aquellos objetos tan nuevos y maravillosos para él: un escritorio de nogal, un ropero, una rueca, sillas. Y esa noche, al subir al desván, en vez del montón de hojas en que dormía, y que su madrastra había tirado a la basura, encontró Abe un colchón y una almohada de plumas, y mantas con que arroparse para no pasar frío.
Al cabo de dos semanas, la cabaña estaba desconocida. Sara era muy hacendosa. Y no sólo trabajaba: sabía estimular a los demás con su ejemplo.
Hasta el mismo Tom, muy bien intencionado, pero aficionadísimo a dejarlo todo para mañana, se sentía contagiado de su actividad. Por supuesto, Sara, tan lista como prudente, no decía nunca: hay que hacer tal o cual cosa. Pero lo cierto era que Tom hacía hoy una puerta de verdad para La cabaña, y abría a los pocos días una ventana- todo según lo deseaba su mujer. De este modo, entarimó el piso, tapó las hendijas de las paredes, le dio una mano de cal a la cabaña. Abe, viendo tales cambios, no acababa de creer a sus oíos. Y hubo algo más: la madrastra le hizo camisas de tela teñida por ella misma y teñidas con tintes que preparó con raíces y cortezas de las que había por allí; le hizo, también, unos calzones de cuero de venado, muy a la medida; .y un par de mocasines; y una gorra de pieles.Limpió cuidadosamente, para que el muchacho pudiera mirarse bien en él, un espejo que había traído. Y cuando. Abe, que. Jamás se había mirado a un espejo, vio su imagen reflejada allí, exclamó estupefacto: “Pero... ¿de verdad que ése soy yo?”
A veces, mientras encendía la lumbre muy de mañana, Sara pensaba en los caprichos y rarezas del destino. Catorce años atrás, le había dado calabazas a Tom y se había casado con Daniel Johnston. Tom se casó con Nancy Hanks. Estuvieron casados doce años hasta que Nancy murió del "mal de leche". Y ahora, después de tanto tiempo, allí estaban Tom y ella otra vez juntos, criando los hijos de esos dos matrimonios, velando por su salud y su suerte.
La cabaña tenía dieciocho pies cuadrados. Bajo su endeble techo se albergaban ocho personas. Sara se había hecho cargo de los restos de dos hogares, con el aditamento del huérfano Dermis Hanks. Tenía que arreglárselas de modo que todos aquellos seres llegasen a constituir una sola  y verdadera familia, a sentirse como siempre hubiesen vivido juntos. Habían de menudear por fuerza las ocasiones y los motivos de discordia. Imagínese a aquellos dos grupos de muchachos que nunca se habían visto, obligados a convivir en recinto tan reducido. Añádase todo lo que Abe y su hermana habían oído decir de las madrastras y de sus asperezas y crueldades. Sara pasó como sobre ascuas las primeras semanas. La preocupaba principalmente Abe. Verdad que era dócil y obedecía sin chistar en todo 1o que ella le mandaba. Una vez lo sorprendió mirándola fijamente, mientras ella ponía una torta de maíz en el horno.
-Toda mi vida preferiré las tortas de maíz- dijo de pronto y salió disparado por la puerta.
No se sabía nunca lo que iba a decir o a hacer Abe. Había siempre algo extraño e inesperado en él, en su modo de ser u obrar, según decía Dennis. Si no hubiese sido por Sara, puede que aquel niño hubiese muerto antes de llegar a hombre. ¡Crecía tan aprisa y era tan poco lo que comía!
Mas ahora, aquellas tortas de maíz en abundancia, y la carne y las papas bien guisadas, y no simplemente requemadas así, por fuera, le mejoraron el color y lo engordaron un poco. Y se tornó activo, él, que era la estampa de la indolencia. Aquella carne que había echado le quitó el aire de sombría gravedad que tenía. Hasta se volvió de excelente humor. Empezó a gastar bromas y a hacer chas­carrillos, como su padre. Fue con Sara con quien ensayó sus primeros chistes. La buena madrastra se los reía a tiempo. A menudo, cuando Abe decía un chiste que nadie comprendía y que él solo celebraba con una carcajada que a los demás les pa­recía extemporánea, si el padre, un poco contrariado, declaraba que a aquel mu­chacho le faltaba un tornillo, Sara salía en defensa del incomprendido humorista. «¿Por qué no ha de tener Abe derecho a hacer sus chistes », decía medio enojada.
Más de una vez le asaltó a Sara la idea de que quería más a Abe que a sus pro­pios hijos. Pero no era así. Era que algo, allá en el fondo de su alma, cuando sólo Dios y ella sabían lo que estaba pensando, le decía que Abe era un ser excepcional, que no habría de pertenecerle por siem­pre, que sólo podría conservarlo a su lado cierto tiempo.
Cuando Abe era pequeño, Tom con­sintió en que fuese a pie a la escuela ha­ciendo todos los días una caminata de quince kilómetros. Allí aprendían los chi­cos las letras repitiéndolas hasta lo infi­nito en alta voz. Pero Abe era ya mayor. Estaba fuerte. Y Tom pensó que el mo­cito debía quedarse en casa cortando ár­boles, aechando el trigo, o desgranando maíz para los vecinos por treinta centavos al día. Claro está que se esponjaba y en­vanecía no poco cada vez que un vecino venía a que Abe le escribiese una carta con aquella péñola que se había hecho de la pluma de un buitre, y con la tinta de raíz de cerezo. Mas, la verdad, ya pasaba de castaño oscuro aquello de leer a todas horas. Tom le dijo a Abe que no hacía falta «tener tanta letra» para ganarse la vida.
Si Sara no se hubiese puesto de parte de Abe contra el padre, el muchacho no hubiese aprendido, ni aun lo poco que aprendió. Y lo aprendió, como dicen, «a retazos». Se mantuvo firme frente a su padre, aun cuando éste no paraba de de­cirle que estaba chiflado de remate.
A Abe le gustaba más leer que comer. Se ponía a leer por la mañana, apenas había claridad suficiente para distinguir las letras. Leía por la tarde acabados los quehaceres del día. Leía mientras araba, aprovechando los ratos en que el caballo descansaba en el extremo del surco. An­daba 28 kilómetros para ir a buscar libros a la biblioteca circulante de Rockport: las fábulas de Esopo, el Robinsón Crusoe, el Viaje del Peregrino, los dramas de Sha­kespeare, los códigos de Indiana. Una vez la lluvia le empapó un ejemplar de la vida de Wáishíngton de Weems, y tuvo que trabajar tres días enteros para pa­garlo. Otra vez compró en cincuenta cen­tavos un barril y encontró en el fondo los Comentarios de Blackstone. Si hubiese dado con un filón de oro, no se habría puesto más contento. Empezó a leer has­ta tarde al amor de la lumbre. Tom re­funfuñó. Sara le dijo: «Deja al mucha­cho, hombre, déjalo». Ella lo dejaba siempre leer hasta que él quisiera. Si se quedaba dormido en el suelo, traía una sobrecama y lo tapaba sin despertarlo.
Abe hacía todas sus operaciones arit­méticas en una tabla. Cuando la tabla se ponía demasiado negra, la cepillaba y volvía a empezar sus cálculos. Cuando leía algo que le gustaba, lo copiaba. Es­taba siempre escribiendo. Casi nunca te­nía papel. Hacía marcas en una tabla con carbón para acordarse de lo que quería escribir, y cuando conseguía papel, lo es­cribía. Después que Tom y los demás se iban a acostar, se quedaba junto al fuego leyéndoselo a Sara. « ¿Lo he expresado con claridad?» le preguntaba a cada ins­tante. Ella se sentía halagada de que le pidiera su opinión. Y se la daba como po­día darla quien no sabía leer ni escribir.
Sus temas de conversación eran para ellos solos. Le daban a Abe con frecuen­cia accesos de melancolía. Mientras le du­raban, solamente Sara sabía hacerse es­cuchar de él. Eran crisis sombrías en que el muchacho se desesperaba diciéndose que nunca vería realizados sus planes y ambiciones. Necesitaba que lo alentasen. En 1830 Tom se resolvió a trasladarse a Illinois en busca de tierras más feraces. Se fue toda la familia al condado de Co­les, en la pradera de Goose Nest. Abe ayudó a su padre a levantar la cabaña de dos piezas en que Sara y Tom habrían de pasar el resto de sus días. Apenas estuvo terminada, llegó el día que Sara había previsto, el día de la partida de Abe. Era él ya hombre hecho y derecho. Tenía veintidós años. Se le presentó la oportuni­dad de emplearse como dependiente en la tienda de Denton Offut en New Salero. No le quedaba a Sara nada que hacer por Abe. Había afrontado la resistencia de Tom a que el muchacho se ilustrase. Ha­bía hecho todo lo posible por que en la cabaña reinase la tranquilidad que nece­sitaba él para poder leer provechosa­mente.
En los primeros tiempos, Abe iba a visitarlos con frecuencia. Después, cuan­do ya fue todo un señor abogado, iba a Goose Nest dos veces al año. Cada vez que Sara lo veía, le parecía que había cre­cido su talento. Otros llegaban a cierto nivel y de allí no pasaban, pero el saber de Abe aumentaba a ojos vistas. Le ha­blaba de sus pleitos. Pasó el tiempo. Un día le habló de su ingreso en la legislatura de su Estado. Pasó más tiempo, y le co­municó su proyectado enlace con María Todd. Desde 1851, año en que murió Tom, Abe cuidó con celo ejemplar de que Sara no careciese de nada.
Un día Sara supo que Abe iba a Chár­leston a celebrar su cuarto debate público con Stephen A. Douglas. Emprendió via­je, sin que él lo supiera, para oírlo. Le bastaba—siempre le había bastado—ver­lo, contemplarlo. Fue una de tantas per­sonas que se agolparon en la calle para presenciar el desfile. Y por delante de sus ojos pasó un carro tirado por una yunta de bueyes. En el carro iban tres hombres hendiendo maderos a golpe de hacha, debajo de un enorme cartel que decía: "El honrado Abe, el Leñador, el Boyero, el vencedor de Gigantes". ¿Se refería aquello a su Abe? Y en pos del carro venía él en un coche negro charolado, saludando con el sombrero de copa a derecha e izquierda. ¿Era aquél    su Abe?    Quiso empequeñecerse, ocultarse, pero él la vio e hizo detener el carruaje. Fue hacia ella, la abrazó cariñosamente, le dio un beso. Sí, ¡aquél era su Abel No era ella mujer de las que lloran con facilidad, pero el día que lo eligieron presidente, lloró a solas, donde nadie la viera. En el invierno de 1861, antes de ir a Washington, Abe atravesó todo el Estado para verla. Fue un viaje largo y molesto, parte en tren, parte en coche, por entre barrizales y nieve fangosa, para decirle adiós. Le llevó un regalo: un corte de alpaca negra. Era tan bonita aquella tela que Sara vaciló al tomar las tijeras. La guardó; y la sacaba de vez en cuando, la acariciaba y la volvía a guardar.
Abe parecía cansado. Diríase que llevaba un mundo sobre sus hombros. Sin embargo, él y Sara hablaron largamente. Y hasta cuando guardaban silencio, seguían hablando; y , el presidente de los Estados Unidos, le consultaba a ella, co­mo en otro tiempo, sobre muchas cosas.
Al despedirse con un beso, le dijo que volvería pronto. Pero una voz secreta le advertía a ella que no volvería a verlo más. Pasaron cuatro años. Unos señores de aire solemne. fueron a darle la noticia de que Abe había muerto. los periódicos publicaron larguísimos artículos sobre la madre del presidente asesinado. No faltaron unas cuantas personas que llegaron hasta la soledad en que vivía Sara a pedirle detalles y anécdotas de la niñez de Abe. ¡Ella hubiese querido decirles tantas cosas! Pero le faltaban palabras.
,"Abe era muy bueno. No me dio nunca una mala contestación ni me dirigió una mirada dura. Parecía que estuviéramos de acuerdo hasta en lo que pensábamos. Creo que él me quería de veras" . Fue cuanto alcanzó a decirles.
Muchas noches en los cuatro años de vida que le quedaron, recordaba al que se había ido para siempre. Y como sentía que él había sido su hijo, no pensaba en el presidente, en el grande hombre a quien sus conciudadanos dijeran en las notas de un canto entusiasta: Ya venimos, Padre Abraham, ya acudimos trescientos mil de nosotros". Pensaba en aquel muchachito de la cabaña. Se veía a sí misma haciéndole una torta de maíz, cosiéndole una camisa, arropándolo tiernamente con una colcha cuando se quedaba dormido con el libro en la mano; esforzándose, mientras pudo,  por protegerlo    de las inclemencias de la vida.
Sara Bush Lincoln duerme el último sueño en el cementerio de Shiloh, en una tumba inmediata a la de su esposo. Su fallecimiento, ocurrido el 10 de diciembre de 1869, pasó inadvertido. Transcurrieron muchos años sin que ni historiadores ni biógrafos la citasen en sus libros. Sólo en 1924 se colocó en la tumba de Thomas y Sara Bush Lincoln una lápida digna de su memoria.
Últimamente se ha convertido en parque del estado el lugar de Goose Nest en que vivieron. Y se ha levantado allí una cabaña igual a la que Abraham Lincoln ayudó a construir. Hasta fecha muy reciente, la mayoría de los norteamericanos ignoraban que, cuando Abraham Lincoln dijo: 'Todo lo que soy se lo debo a aquel ángel que fue mi madre", a quien en verdad se refería era a su madrastra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA

¿POR QUÉ DEJÉ EL CATOLICISMO? POR LUIS PADROSA - 2-

  ¿POR QUÉ DEJÉ EL CATOLICISMO? POR LUIS PADROSA        Ex sacerdote católico Ex religioso de la Compañía de Jesús Director-fundad...