lunes, 27 de febrero de 2023

TRISTE HISTORIA-LA MUERTE ACLARA UN MISTERIO Por Axel Munthe

 Martes, 1 de marzo de 2016

TRISTE HISTORIA-LA MUERTE ACLARA UN MISTERIO Por Axel Munthe

"encontré sentado al chiquillo medio desnudo comiéndo­se una patata cruda. Me miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de sus bracitos malnutridos en ademán de parar un golpe."
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Conmovedor relato
tomado de las memorias
de un famoso médico



LA MUERTE
ACLARA
UN MISTERIO
Por Axel Munthe
Condensado de
«La historia de San Michele»*
                                                                                   1959 

AXEL MUNTHE, médico y siquiatra sueco, fue durante muchos años uno de los galenos más de moda en París. Habiendo desmejorado su salud, abandonó su lucrativa clientela y se refugió en su retiro de San Michele, en la isla de Capri. Más tarde se estable­ció en Roma, donde repitió sus triunfos de París. Ya al final de su carrera volvió a Suecia como médico de la casa real; y en ese período terminó su libro extra­ordinario de memorias: «La historia de San Michele». El Dr. Munthe murió en 1949 a la edad de 92 años.

UNA NOCHE, al regresar tarde  a mi casa y consultorio de Paris, encontré esperándo­me a la puerta un coche que me traía una llamada urgente para que acudiera a cierta casa de la rue Gra­net. Allá fui. Me recibió una muje­rona de aspecto desapacible que dijo llamarse Madame Réquin; era par­tera
Me condujo a una habitación del último piso. Había allí toallas y sába­nas manchadas de sangre esparcidas por todas partes. Sobre la cama ya­cía, más muerta que viva, una joven excepcionalmente bella. Yo no soy especialista en obstetricia pero, des­pués de un rápido examen, me puse a atenderla. Todo salió bastante bien y hasta la misma criatura, que esta­ba a punto de perecer asfixiada, vol­vió a la vida después de un vigoroso tratamiento de respiración artificial.
Se salvaron en una tabla la ma­dre y el hijo. Se me habían agotado absolutamente todos los materiales para contener la hemorragia; afortu­nadamente di con una maleta entre­abierta llena de finísima ropa inte­rior de mujer que rasgué en pedazos para taponar.
Poco después alcancé a ver en el suelo un broche de diamantes que sin duda había caído cuando estuve escarbando la maleta.
—Ma foil —exclamó Madame Ré­quin—. Con eso me pagaré la cuen­ta ... en el peor de los casos. Una nunca está segura con estas damas extranjeras. Podría antojársele marcharse tan misteriosamente como vi­no ... ¡Dios sabe de dónde!
Antes de irme le di a Madame Réquin el prendedor para que lo guardara.
Unas dos semanas después recibí una carta de la partera. Me informa­ba que la dama se había restablecido y que se había marchado —no sabía adónde— después de pagar cumpli­damente sus cuentas. Además, había dejado una suma considerable para
ser entregada a cualquier matrimo­nio respetable que quisiera adoptar al niño.
UNA MAÑANA, tres años después, leyendo el periódico a la hora del desayuno, me encontré esta noticia:
 UN ASUNTO MACABRO. Madame Réquin,  de la rue Granet, ha sido detenida en relación con la muerte de una niña desapareci­da en circunstancias sospecho­sas. Se la acusa también de haber hecho desaparecer otras criaturas que habían sido con­fiadas a su cuidado.
Se me cayó él periódico de las ma­nos. ¡Madame Réquin, rue Granet! Ya había olvidado el incidente. Me sentí satisfecho al recordar que me había sido dado salvar dos vidas. Pero otro pensamiento cruzó por mi mente. ¿ Qué más había hecho yo por ellos? ¿ Qué había hecho yo por aquella madre abandonada por otro hombre en el momento que más lo necesitaba? «¡Juan, Juan!» la había oído gritar cuando se hallaba bajo la influencia del cloroformo.
Obtuve permiso de las autorida­des para visitar a Madame Réquin. La comadrona me reconoció inme­diatamente.
Le pregunté por el niño y me ase­guró que estaba en Normandía muy contento y que sus padres adoptivos —un zapatero y su mujer— lo ama­ban entrañablemente. No creí que me dijera la verdad y presentí que el chico había muerto; sin embargo, le pedí las señas y le exigí que me devolviera el broche de diamantes. Nunca había estado yo en Normandía; era la época de Navidad y resolví darme unas merecidas vaca­ciones. Justamente el día de Navi­dad llaméala puerta del zapatero. Sobre el piso de piedra de una co­cina maloliente encontré sentado al chiquillo medio desnudo comiéndo­se una patata cruda. Me miró- con ojos de terror e instintivamente alzó uno de sus bracitos malnutridos en ademán de parar un golpe. Lo tomé en mis brazos. Lo senté sobre mis rodillas y ahí se quedó quietecito y en silencio absoluto.
EL zapatero me dijo que le gustaría poder deshacerse del chico. Su mujer fue del mismo parecer, puesto que ya tenían un hijo propio y dos más  más en pensión.
C'est un*enfant triste —agregó _. Nunca habla, ni siquiera dice «mamá"; nunca sonríe.
Lo envolví en mi manta de viaje y me lo llevé a París en el tren expreso de la noche. Juanito dormía tranqui­lamente mientras yo me devanaba los sesos pensando qué iba a hacer con él. Por fin decidí llevarlo a mi propia casa.
—Rosalía dije a mi ama de lla­ves cuando llegué—: toma, aquí tienes dinero, cómprate un vestido blanco, un par de delantales y cualquier otra cosa que pueda hacerte falta. Tú vas a ser la niñera de este angelito.
   No HABÍA pasado mucho tiempo cuando me llamaron de Londres pa­ra una consulta. Aunque no conocía a la que iba a ser mi paciente, había tratado con buen éxito a un pariente suyo, lo cual fue sin duda la causa de que me llamaran. Supe que el co­ronel, su esposo, se empeñaba en que debía consultar con un especia­lista en enfermedades nerviosas y, pese a la inexplicable aversión que ella tenía a los médicos, se dispusie­ron las cosas de modo que yo me sentara a su lado a la mesa, con el objeto de que me pudiera formar   al menos una idea del caso
Supe que el marido la adoraba, que vivía rodeada dé lujo y comodidades, que tenían una hermosa casa en Grosvenor Square y una de las más refinadas y antiguas mansiones campestres de Kent; pero ella pare­cía perdida en un constante divagar, como en busca de algo. En un tiem­po se había interesado por la pin­tura. Ahora no le interesaba nada. Digo mal: se interesaba por el bienestar de los niños desamparados y daba buenas sumas de dinero para jardines infantiles y orfanatos.
A la hora de comer descubrí que mi paciente era extraordinariamente bella. Me sorprendiótambién la profunda expresión de tristeza de sus preciosos ojos negros. Había algo así como una total falta de vida en su rostro. Parecía aburrirle mi compañía y no prestó atención a cuanto le dije acerca de la exposición de cuadros de aquel año.
En espera de ser más afortunado, le conté que había pasado toda esa tarde en el hospital de niños de Chelsea: para mí había sido aquello una revelación, no obstante ser asiduo visitante del Hópital des En­fants Trotívés de París. Le hablé de los millares de niños abandonados que inundaban las provincias de Francia. Me miró entonces por pri­mera vez sin aquella expresión in­sensible de antes.
   CUANDO volví a casa, Juan pareció contento de verme, pero estaba muy pálido y delgaducho.

Dos semanas después me sorpren­dió encontrar al coronel en mi sala de espera. Díjome que su esposa ha­bía venido a París de compras y que le gustaría mucho que yo la acom­pañara a visitar uno de los hospitales de niños.
Convinimos en que vendría a bus­carme después de la consulta. La sa­la de espera estaba aún llena de clientes cuando llegó en su elegante landó. Le mandé a decir con Rosalía que tuviera la bondad de esperarme en el comedor mientras yo termina­ba de atender a mis pacientes. Media hora después la encontré con Juan sentado en sus faldas, muy distraída con los juguetes que el chico le en­señaba.
La llevé aparte y le conté que el niño era huérfano, con una historia muy triste. Ahora estaba bien, con Rosalía y conmigo, mas yo no esta­ría seguro de que hubiera olvidado su pasado mientras no lo viera sonreir.
—Es verdad —comentó tristemen­te—. No ha sonreído ni una sola vez mientras me mostraba sus ju­guetes, como suelen hacerlo otros niños.
—Muy poco es lo que sabemos de la mentalidad infantil; desconoce­mos el mundo de los niños —le dije yo—. Solamente el instinto maternal es capaz de penetrar una que otra vez la sutil maraña de sus pensa­mientos.
Como respuesta, se fue derecho hacia donde estaba Juan e inclinán­dose lo besó tiernamente. El chico la miró con ojos llenos de sorpresa.
—Quizás ése es el primer beso que le dan — dije yo.
Cuando llegó Rosalía para llevár­selo a dar su paseo de la tarde, su nueva amiga propuso en cambio que ella lo llevaría consigo en su landó.
   Desde entonces comenzó una vida distinta para Juanito. Todas las ma­ñanas llegaba la hermosa dama con un juguete nuevo; todas las tardes paseaba con él en coche por el Bos­que de Bolonia.
Rosalía me contó que ál regresar de sus paseos, la linda extranjera in­sistía siempre en que debía ser ella misma quien subiera al niño a su cuarto. Después, se quedaba para ayudar a bañarlo y, más adelante, ella misma lo acostaba y no se apar­taba de la camita hasta dejarlo dor­mido.
 El coronel me dijo que habían re­suelto quedarse en París, no sabía por cuánto tiempo, ni le importaba, ya que su esposa nunca había sido más feliz. Y tenía razón: la expre­sión de su rostro había cambiado por completo; en sus ojos brillaba una ternura infinita.
  El chico no dormía normalmente. Con mucha frecuencia, al ir a darle un vistazo antes de acostarme, lo en­contraba con la carita encendida. Rosalía decía que tosía toda la no­che. Una mañana alcancé a oír la fatídica crepitación en la parte supe­rior del pulmón derecho: demasiado bien sabía yo lo que aquello quería decir. Tuve que confesárselo a su nueva amiga. Ella me dijo que ya lo había sospechado. Quizá lo supo antes que yo.
Quise conseguir una enfermera, pero ella no lo consintió; me rogó que le permitiera ser ella misma la enfermera y yo tuve que ceder. En realidad, eso era lo mejor que se po­día hacer: el chico mostraba un gran desasosiego, aun estando dormido, tan pronto como ella salía de la ha­bitación.
Dos días después, Juan sufrió una leve hemorragia, por la tarde le su­bió la fiebre y se hizo evidente que el curso de la enfermedad sería rápido.
—No vivirá mucho —comentó Rosalía llevándose el pañuelo a los ojos—. La cara es ya la de un an­gelito.
 Gustaba de sentarse en el regazo de su tierna enfermera, mientras Rosalía le hacía la cama pára la noche. Juan siempre me había parecido un chico inteligente, de carácter dulce; pero nunca hubiera dicho que era un niño guapo. Ahora lo miraba y
me  parecía que habían cambiado todos los rasgos de su fisonomía; tenía los ojos más grandes y más oscuros. Habíase  trasformado en un  niño be­llo, bello como el Amor.*. o como el Ángel de la muerte.
Observé esos dos rostros, pegado el uno al otro, mejilla con mejilla, y me quedé absorto. ¿Podría ser posi­ble que el infinito amor que irra­diaba del corazón de esa mujer ha­cia ese niño moribundo tuviera la virtud de trasformar los rasgos de su carita en una vaga imagen de ella? La misma frente despejada, la misma curva exquisita de las cejas, las mismas larguísimas pestañas. Hasta el mismo gracioso moldeado de los labios hubiera sido igual, si los hubiese visto sonreir ... como la vi sonreir a ella esa noche en que, en sueños, él, murmuró por primera vez la más dulce palabra en la boca de un niño y la más grata a los oí­dos de toda madre: «mamá, mamá».
Ella lo había metido en su camita. El chico, sobresaltado, no podía dor­mir y ella no se apartaba un momen­to de su lado. Por fin se adormeció. Yo la hice retirar a la fuerza para que se recostara a descansar siquie­ra una hora; Rosalía le avisaría tan pronto como el niño despertara. Cuando volví a la habitación, al ra­yar el alba, Rosalía se llevó el dedo a los labios:
—Shss ... ambos están dormidos —y en un susurro me dijo—: Míre­lo, está soñando.
Estaba completamente inmóvil y tranquilo, los labios entreabiertos en una encantadora sonrisa. Le puse la mano sobre el corazón. Estaba muer­to. Volví los ojos del rostro del niño sonriente al de la mujer que dormía en la otra cama. Ambos eran exac­tamente iguales.
Por la mañana lo bañó y lo vistió por última vez. Ni siquiera permitió que Rosalía le ayudara a colocarlo en el ataúd. Cuando cerré la tapa es­talló en sollozos y me dijo que no podía separarse de él ni dejarlo solo en un cementerio extranjero.
—¿Por qué separarse de él? —le respondí— ¿Por qué no llevárselo a Inglaterra para tenerlo cerca en el precioso cementerio de su parroquia de Kent?
Sonrió a través de las lágrimas. Era la misma sonrisa del chico.
—¿Podré hacerlo? ¿Será posible? — exclamó casi con alegría.
—Puede hacerse y se hará.
Levanté la tapa y ella le dejó un ramo de violetas junto a la mejilla.
No tengo más que ofrecerle —volvió a sollozar.
—Me parece que también le gus­taría llevarse esto —dije yo sacando del bolsillo el broche de brillantes y prendiéndolo en la almohada—: perteneció a su madre.
No respondió una palabra; exten­dió los brazos hacia su hijo y, cayó sin sentido.

HE VISTO la tumba de Juan. Yace en el pequeño cementerio de una de las más hermosas iglesias parroquia­les de Kent: está cubierta de violetas y velloritas y llena de trinos de mir­los que allí van a cantar. A su madre no la he vuelto a ver. Más vale así.

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