miércoles, 22 de febrero de 2023

LA LECCIÓN DE LORETO

LA LECCIÓN DE LORETO

 En una aldea miserable

de Paquistán aprendió  este misionero católico
lo que pueden el valor y la fortaleza
del hombre
 
Por el R. P. George Westwater, O. P. 
Condensado de "The Lion"

 
AMONTONÉ en un jeep mis escasas posesiones mundanas y el 14 de noviembre de 1956 salí de Karachi para recorrer 1000 kilómetros país adentro hacia el desierto del Thar, en el corazón de Penjab, en Paquistán. Mi destino era un villorrio tan pequeño y tan reciente, que su nombre no aparecía siquiera en el mapa; se llamaba Loreto y debía formar parte de un valeroso experimento para introducir un nuevo sistema de vida en Asia.
El gobierno paquistano había terminado una vasta red de canales destinada a llevar al desierto las aguas del río Indo. El oasis de Loreto se repartió entre 250 católicos que habían de encargarse de cultivarlo. Yo, oriundo de Bóston y ordenado recientemente, debía ser su sacerdote.
Mientras cruzaba en el jeep aquellos yermos y ardorosos parajes, llevaba la cabeza henchida de proyectos: una escuela, un hospital, una iglesia, todos rodeados de inmensos campos de trigo dorado. ¡Ah, sí, en Loreto el desierto florecería! ¡Qué desilusión me esperaba! Aun antes de llegar a la vista de la aldea, percibí su olor: un soplo del candente desierto trajo hasta mí un hedor  repugnante, que no podía creer que procediera diera de una habitación humana. En esto avisté a Loreto, y comprendí que de allí venía, en efecto,
 Este "oasis" consistía en una única bomba de mano enterrada en las arenas y a cuyo alrededor se arracimaban las chozas de barro con techumbre de paja. Cada choza estaba ocupada por una familia de ocho o 10 personas, además de la vaca familiar y de varias gallinas escrofulosas. Había estiércol y excremento humano por dondequiera; la bomba no alcanzaba a dar agua suficiente para el baño; el combustible para cocinar estaba a punto de terminarse; las ropas de los habitantes no eran más que andrajos. Me parecía haber retrocedido miles de años en el curso de la evolución humana. Estos seres, apiñados en una promiscuidad imposible de imaginar y en medio de increíble suciedad, ¿ eran cristianos del siglo XX? ¿Era ésta mi parroquia?
Recordé los meses de estudio pasados en el Instituto de la Misión en la Universidad de Fordham. Por los cursos, de administración civil, salubridad y leyes que había seguido, incluyendo aun algunos estudios en urdu, la lengua local, me había creído bien preparado para mi tarea; ahora lo dudaba.
Al confundirme entre aquellos in-felices comprendí que sufrían de algo más que de su pobreza y su degradación. Me miraban con ojos brillantes por la fiebre pero faltos de animación: estaban atacados de malaria.
Tomé asiento entre ellos y les pregunté qué había pasado. ¿Dónde estaban las granjas? ¿Y los canales de riego? Uno de los vecinos se adelantó y me dijo llamarse Mutab, hijo de Heri, y que me llevaría al canal. Se hallaba éste a 100 metros de allí y se extendía, de norte a sur, hasta el horizonte ... pero completamente seco. Las tormentas habían deshecho una parte del canal, lejos del lugar, y aún no había sido reparado. Aquella gente llevaba en Loreto poco menos de dos años en espera del agua que nunca llegaba. Y sin agua, nada había: ni campos de cultivo, ni escuela, ni hospital, ni iglesia, ni esperanza.
Yo iba preparado a hallar allí pobreza y privaciones, mas no la desesperanza. Cerré los ojos y rogué a Dios por que me diera fuerzas para hacer algo por aquellos infelices.
De regreso en el pueblo, me indicaron mi alojamiento: una choza con techumbre de paja, un poco apartada de las demás. No bien había desocupado mi maleta cuando los enfermos empezaron a llegar. Esperaban que yo los curase, ¡y todo lo que tenía era un par de frascos de aspirina! La repartí. Y acababa de tenderme sobre mi estera cuando escuché un suave pisar de pies desnudos acompañado de llanto.
Afuera hallé a una madre que sostenía en brazos a su hijita enferma. Con la cara surcada por las lágrimas, me alargó a la niña. El cuerpecito febril me quemaba la carne al llevar a la chiquilla al interior de la choza.
Logré hacerla que tomara la última de mis aspirinas. Velé a la niña durante toda la noche, deseando ardientemente salvar siquiera aquella vida exigua. Me parecía que si lo lograba sería ello un augurio de esperanza. Pero fracasé. La niña murió a la mañana siguiente.
Había un consultorio médico del gobierno en un pueblo distante 30 kilómetros de Loreto. Impulsado por mi desesperación fui allá y obtuve un libro de instrucción médica, una jeringa hipodérmica y algunas medicinas básicas para combatir los tres azotes principales de la región: el paludismo, la pulmonía y la fiebre tifoidea. De nuevo en el pueblo, aprendí a poner inyecciones de penicilina, de sulfa triple y antipalúdicas. Hasta me convertí casi en un experto en suturar heridas.
Sin embargo el saneamiento era más necesario aún que las drogas. Ordené que, sin apelación, todas las vacas y cabras tendrían que ser llevadas a los campos. Las gallinas deberían mantenerse afuera de las chozas. La gente, aunque sorprendidapor tan desusadas exigencias, las acató. Los vecinos se hallaban tan desesperados que seguían mis instrucciones sin entender lo que yo pretendía ni el porqué.
Empero, una cosa había que ellos y yo sabíamos bien: que nada permanente podría lograrse mientras faltara el agua. Visité al sobrestante de nuestra sección del canal, pero me explicó que su trabajo se limitaba a cuidar un tramo de 50 kilómetros del mismo. El hecho de q ue no hubiese agua en Loreto no le incumbia. Fui a ve al ofiicial de la división. Éste me  dijo que la responsabilidad estaba en manos del ingeniero jefe quien se hallaba en el norte, en Leiah. Llegué hasta él y me tecomendó tener paciencia. Finalmente me dirigí al jefe superior, el ingeniero superintendente, que vivía en Multán, 150 kilómetros al sur. Llevé conmigo a Mutab Khan, aquél que a mi llegada me había mostrado el canal vacío. En este hombre de 30 años de edad, en otro tiempo soldado del ejército inglés, creía yo ver las condiciones de un dirigente local.
Mutab contó al superintendente que él, su esposa y sus tres hijitos habían emigrado a esta tierra dos años antes, contando con el agua prometida por el gobierno, y que sus ahorros se habían agotado. El hecho de que su familia y los otros colonos vivieran aún, se debía al auxilio de emergencia (trigo, leche en polvo y vitaminas) enviado por CARE, UNICEF y el Servicio Católico de Socorro. Mutab habló luego de susconocimientos sobre el cultivo del trigo y de la caña de azúcar; de sus deseos de llevar una vida útil como granjero; y de cómo se había visto defraudado por la falta de agua. Fue el suyo un relato conmovedor.
Cuatro días más tarde el superintendente vino a nuestra aldea. Después de inspeccionar el canal detenidamente, dijo: "Padre, voy a retirar a 200 obreros de otras obras para  ponerlos a trabajar en la total rehabilitación del canal, tendrán ustedes agua en agosto... se lo prometo.
 !Qué estimulante noticia! Como cura párroco me eché cuestas la tarea de formar un consejo  del pueblo, compuesto por Mutab ,y otros cuatro hombres, y trazamos calles, señalamos la situación de nuevas casas, de una escuela, una iglesia y un hospital. Nada pasaba de ser un proyecto, por supuesto, pero pronto esos edificios serían realidad. Mutab conocía un lugar del cercano desierto en donde la tierra mezclada con agua producía un barro adecuado para la fabricación de adobes. Hizo un molde de madera, lo llenó de barro, lo puso a secar al sol, ¡y a poco tuvimos un adobe! Se instruyó a todos los habitantes del lugar para que siguieran su ejemplo. En icuanto una familia había hecho suficientes, el pueblo entero se movilizaba para ayudarle a levantar su casa.
Y vino agosto y con él llegó el agua. Congregados en las orillas del canal, lanzamos gritos de gozo al ver correr con ímpetu aquel torrente lodoso y lleno de vida, que se ramificaba en pequeños arroyos, regando nuestras tierras sedientas. Al ver el agua saturar la tierra seca, sentimos saciada nuestra propia sed, y unos a otros nos sonreímos.
En un año Loreto se convirtió en lo que yo había soñado que debería ser. Cada familia tenía su propia casa, algunas de ellas hermosamente decoradas con frescos hechos con tinturas vegetales. Mutab había plantado árboles alrededor de su campo para conservar el suelo, y muchos siguieron su ejemplo. La gente vestía ropas limpias hechas con nuestra máquina de coser, donada por CARE, y de las calles había desaparecido el estiércol porque ya todos se sentían orgullosos de su pueblo. Y los campos eran ricos en trigo y en caña de azúcar.
Por la primavera de 1959, el gobierno paquistano envió aviso de que iban a celebrarse elecciones locales para elegir representantes para los consejos regionales. Una democracia elemental iba a hacerse efectiva. Era éste un nuevo programa, un intento por dar gobierno autónomo hasta al villorrio más humilde. Cada habitante, supiera leer y escribir o no, habría de votar para elegir un consejo local de gobierno. Los miembros de este consejo, a su vez, elegirían a los componentes de conseJos regionales de más categoría.
El Primer Ministro de Paquistán había dicho francamente que la democracia fundamental era la mayor esperanza del país. Si triunfaba, sería la inspiración de los millones de asiáticos que vienen cayendo bajo el dominio de las dictaduras.
 Me apresuré a ir a la casa de Mutab para hablar con él de las elecciones. Se le brindaba la oportunidad perfecta para demostrar sus condiciones de dirigente. Mas para sorpresa y consternación mías, declaró rotundamente:
—No, padre, no tengo intenciones de ser uno de los candidatos—. Señaló hacia los campos que rodeaban su casa y agregó—: He logrado lo que me propuse hacer. Tengo familia y mis propias tierras. Soy un hombre feliz. ¿Por qué habría de meterme en política?,
—Porque eres un caudillo, Mutab; porque eres aquí el más apto y porque la aldea te necesita.
—Yo no lo veo así, padre. Lo único que el pueblo necesita es, trabajar los campos con empeño.
Estuvimos discutiendo basta bien entrada la noche. Traté de hacerle ver que tenía un deber, no sólo para con Paquistán y Loreto, sino también para con los tres hijos de que se sentía tan orgulloso. Mutab escuchaba y a veces argüía. Lo dejje al fin, sentado en el portalillo de su casa, envuelto en el milenario silencio del desierto.
Al siguiente día Mutab fue a verme para decirme que estaba dispuesto a presentarse como candidato. Le estreché la mano, seguro de que en ese momento habíamos dado un paso adelante hacia un gobierno propio, fuerte y responsable.
Mi júbilo resultó prematuro. Durante las semanas que siguieron fui testigo de una cosa que me dejó atónito: el pueblo empezó a volverse en contra de Mutab. El hecho de que sus campos estuvieran mejor cuidados, no le granjeaba alabanzas y sí envidias y malas voluntades. Fue acusado de administrar justicia con demasiada severidad cuando el consejo del pueblo ejercía las funciones de tribunal. Se le acusó de orgulloso y arrogante. ¡Era increíble!,
Durante todo esto, Mutab guardó hermético silencio. Su esposa le rogó que contestara a sus acusadqres , pe- ro él rehusó. Todos en el lugar lo conocían íntimamente; lo que para decir nada nuevo Si el pueblo juzgaba que no servía para el puesto, al pueblo tocaba decidirlo.
El día de la elección llegó. Todo el mundo acudió a las urnas. Y citando se tomó cuenta de los votos, ¡Mutab Khan había sido elegido por una votación casi unánime!
Cuando me enteré de los resultados, comprendí que, sencillamente, yo no había entendido lo que pasaba: en una democracia el pueblo tiene derecho de criticar a sus dirigentes, y luego votará por el que mejor le parezca. Lo que había causado mis temores ¡no era sino el más saludable de los síntomas políticos.
En la primavera siguiente tuve que abandonar a Loreto pues había dado cima a mi tarea. Ya había llegado otro sacerdote, así como también tres monjas con calidad de profesoras y enfermeras. La iglesia, la escuela y el sistema sanitario eran ya una realidad. Al fin el pueblo podía bastarse a sí mismo, y con ello era feliz.
Los habitantes de Loreto habían
  estado tan íntimamente ligados a mis esperanzas que me creí incapaz de verlos cara a cara para decirles adiós ... Rompería en lágrimas, sin duda. Por tanto, esperé a que cayera la noche; subí en mi jeep y me dirigí hacia el desierto para desandar el mismo camino que me llevara hasta allí tres años antes.
Un kilómetro adelante detuve el jeep,  apagué el motor y volví atrás la mirada, hacia Loreto. Veía a lo lejos las luces temblorosas de las Iámparas  de la aldea, percibía el murmullo del canal de reigo, suave y vivificante. Y un poco avergonzado, recordé mis ratos de desesperanza y poca fe. Los loretanos habían mostrado valor y fortaleza superiores a los míos. La enfermedad y la pobreza los habían obligado a llevar una existencia casi animal, mas no los habían convertido en animales; no habían alcanzado a apagar en ellos la chispa divina de su humana naturaleza. Y leí en esto una lección que nunca olvidaría: jamás volvería a juzgar  adversamente la capacidad del hombre ni su disposición para la bondad.

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