domingo, 19 de febrero de 2023

SOLAMENTE UNA VEZ.. "Angustiosa historia de Amor"Por FULTON OURSLER 1947

Domingo, 16 de Octubre de 2016
SOLAMENTE UNA VEZ..
Por FULTON OURSLER
1947 
ESTA narración parecerá increíble a quien no haya experimentado en su  propia vida el milagro de ver el amor humano triunfante del tiempo y la dis­tancia. Voy a contar escuetamente, sin añadir nada de mi cosecha, lo que le ocurrió a Linda Watkins, a las tres de cierta madrugada invernal del año de gracia de 1927.
A decir verdad, la aventura de Linda empezó meses antes en Nueva York una  tarde de octubre cuando la muchacha cruzaba Washington Square bajo la lenta lluvia multicolor de las hojas arrancadas por la brisa. En dirección contraria avanzba un organillo de ruedas empujado por un viejo de cara como tallada en nogal, que llevaba posado en el hombro un  taciturno papagayo. Mientras daba vueltas al manubrio del asmático instrumennto, cl viejo entonaba cierta canción sentimental de una opereta romántica ya muy  apolillada:
Solamente una vez en la  la vida podemos  el amor...
interrumpiose al ver a Linda y, som­brero en mano, ofreció con una sonrisa:
—¿La buenaventura, señorita? Sólo cuesta cinco centavos.
Apenas había abierto Linda la bolsa, cuando el papagayo hundió la cabeza en un cajón del organillo para sacarla en seguida con un sobrecito azul en el pico. Pero una ráfaga de viento arrancó de los dedos de Linda el sobre, que voló por el aire y fue a posarse en la elevada horqueta de un árbol.
—¡Le daré otra buenaventura, seño­rita! —ofreció el viejo.
¡No, no, de ningún modo! — excla­mó alguien a su espalda con una Voz de claro timbre.
Fue la primera vez que Linda oyó y vio a Juan. Era un joven alto y fornido que miraba embelesado los cabellos do­rados de Linda, sus ojos azules y su som­brerillo verde adornado con una pluma roja.
Sin cuidarse de que ello estaba pro­hibido, el joven trepó árbol arriba hasta llegar a la horqueta, alcanzó el sobre y bajó de un salto-- con un hermoso rasgón en una rodilla de los pantalones.
Linda extrajo aguja e hilo de su bolsa y propuso sonriente:
 —Si quiere sentarse en este banco... 
—¡Lea usted antes la buenaventura, por favor!
Linda sacó del sobre un papelito que tenía, pobremente impresas, estas seis palabras del Nuevo Testamento:
«Amaos los unos a los otros».
Aquella frase, por supuesto, era una flamante coincidencia. Mas para Linda y para Juan, el encuentro casual en el cre­púsculo de otoño, y el golpe de brisa que arrebató el sobrecito azul, significaron una colisión con el misterio de la vida cuyos unicos indicios fueron las palabras ,de la Escritura y la canción de la luna azul.
Todas las tardes que siguieron a aqué­lla, Linda y Juan vagaron cogidos del brazo por las ruidosas calles próximas a Washington Square. Empezaron por con­tarse sus vidas. Linda estudiaba dibujo industrial y vivía sola en el primer piso de una casa de ladrillo rojo que daba al parque. Su madre era \ viuda y residía en Wáshington. Juan, según su propio con­cepto, era escritor, pero aún no había vendido ninguna de sus producciones; mientras llegaba el día venturoso, ganaba lo bastante para vivir, y hasta para mandarle algún dinerillo a sus padres, escribiendo en una revista comercial dedicada a la propaganda de bebidas gaseosas.
Cuando arreció el frío, la pareja aban­donó las calles para sentarse ante la llama azulada del carbón que ardía en la redu­cida chimenea de Linda, y forjar inge­niosos ardides con que hacer frente a la carestía de la vida. Ya empezaban a pensar en casarse, cuando la madre de Linda tuvo una conversación privada con Juan.
—Bien sabe Dios — le dijo — que, si ustedes insisten en casarse inmediata­mente, nada podré hacer para impedirlo.
Pero Linda tiene sólo diecinueve años; es todavía demasiado joven. Solamente les pido que esperen. Quiero que Linda esté bien segura de sus sentimientos. Si espera hasta cumplir los veintiún años, me propongo hacerla independiente para toda la vida. Hablando con franqueza, Juan, ¿le parece bien hacer que Linda sufra los rigores de la pobreza, cuando una pequeña espera puede darle la cer­teza de su amor y, además, el bienestar material? Y en cuanto a usted, tengo un proyecto estupendo.
Juan se quedó mirando a aquella dama tan mesurada, tan segura de sí misma, y sintió que su felicidad se derrumbaba. «No le parezco bien para su hija », pensó. «Cree que el tiempo puede desbaratar nuestro amor». Luego preguntó:
—¿Qué proyecto es ése?
—¡Hay un puesto excelente para usted en la oficina que mi marido tenía en Londres.Usted y Linda pueden escri­birse tanto como quieran; pero no han de verse en dos años. ¡No es eso pedir mucho tratándose de una madre previsora!
Linda manifestó el más absoluto des­precio al dinero y el bienestar. Pero Juan creyó que la mamá tenía razón: Linda era demasiado joven.
La muchacha se obstinó  en vencer la resistencia de su novio; media hora antes de salir el barco luchaba aún por conven­cerlo de que saltase a tierra.
— ¿Por qué no dejas ahora mismo el barco? ¿Por qué no nos casamos inmediatamente ?
—Suponte — respondía Juan — qu sigo fracasando toda la vida. Suponte que llega un día en que te cansas de ser pobre y me lo reprochas.
—¡Nunca me importará! ¡Nunca me importará, Juan!
Por un instante, Linda vio que la vacilación asomaba a los ojos de su novio,
 En aquel instante subió dc1 muelle áspera voz de mando:
«¡Todos los visitantes a tierra!»
Linda se encontró sola en el muelle, viendo cómo levantaban la plancha y cómo iban recogiendo los largos cabos. Se oyó un ruido seco, que para Linda fue Cruel, y el hermoso barco iluminado em­pezó a flotar libre de trabas, río abajo. Aún vio un instante a Juan, que saludaba casi montado en la barandilla. Luego se lo tragó, la oscuridad.
De vuelta en su cuarto, Linda se sintió presa de acongojadora convicción. Juan no la quería de veras porque de otro modo no la hubiese dejado. Su partida era un sacrilegio contra el don que solo se recibe una vez en la vida. Dejaría que  su amor por él muriera lentamente, aun cuando fuese sólo para vengar tamaña traición. Un gemido desgarrador se esca­pó de los labios de Linda; un gemido que pareció perforar la noche y lanzarse hacia el mar.
Se tendió, sin fuerzas, en el lecho y permaneció allí inmóvil e insomne mien­tras la campana de un reloj distante marcaba las horas, una tras otra. Cuando logró dormirse tuvo una pesadilla en la que el barco de Juan, víctima de una maldición, perdía el rumbo y vagaba desorientado sin hallar puerto. Súbitamente, Linda se incorporó en el lecho... Alguien estaba silbando al pie de su ven­tana la tonada:
Solamente una vez en la vida podemos hallar el amor...
¿Estaba despierta o seguía soñando?
 El silbido era de desconcertante realidad. Se calzó las frías chinelas y corrió a la ventana. Vio a un policía parado en la acera de enfrente.
—¡Oiga!—le gritó. — ¿Estaba usted silbando algo'
—No señorita. Siento que ese tipo la haya molestado. Ya le dije que se callara.
¿Qué tipo? — preguntó Linda ¿Dónde está?
El policía se acercó a la ventana.
—Es muy extraño — explicó—. Le di la espalda por un momento y al volver a mirar ya no estaba allí. No sé donde puede haberse metido.
Despidiose el policía y atravesó la calle en dirección a Washingtort. Square. Linda encendió todas las luces del cuarto. Se sentía presa de indecible congoja. Aquella música no podía ser mera coin­cidencia.
Cuando oyó nuevamente el silbido se puso una bata, abrió la puerta y se lanzó a la calle.
¡Allí estaba Juan¡
CUANTO más pienso en Linda y Juan, estoy más seguro de que los que aman apasionadamente tienen el milagroso don de la telepatía. ¿Qué otra causa pudo arrancar a Juan de la barandilla cuando el barco estaba ya surcando la bahía?
Sintió adueñarse de él espantosa triste­za que más parecía aguda enfermedad. No era la simple herida de la ausencia que empezaba a dolerle; era una íntima urgencia, un torturante malestar físico que le llenaba el corazón de un terror indefinible y extraño.
Cuando el hombre siente con tal intensidad es porque está bajo el imperio de fuerzas más persuasivas que la razón. No había lógica alguna en esa su con­vicción repentina de que le era indis­pensable volver junto a Linda inmediata­mente y a toda costa, si no quería perderla para siempre. Tampoco había lógica en la veloz carrera con que atravesó la cubierta y subió la escalera del puente. Como un poseso, agarró al capitán del barco por los hombros.
—Capitán—dijo mintiendo con aplo­mo —. Tengo la misión de llevar a Lon­dres importantísimos documentos. Pero he dejado la cartera que los contiene.
¿Qué quiere usted que yo haga, señor ¿Subir el río otra vez, atracar en el mueelle y esperar a que usted busque papeles? contestó de mala guisa el capitán.
—¡Yo tengo que salir de este barco! —rugió Juan.
—Está bien — repuso el capitán-. Lo único que se me ocurre es esto. Den­tro de poco bajará el práctico y usted puede volver con él a Nueva York.
Eran las tres de la madrugada cuando Juan vio brillar entre la niebla las luces de Washington Square; apostose bajo la ventana de Linda, y se puso a silbar la canción.
Casi en seguida apareció el policía. Juan simuló seguir adelante y cuando el guardia volvió la cabeza se escondió en la entrada de un sótano. Cuando ya no se oyeron los pasos del policía, volvió a silbar.
Linda abrió la puerta y buscó ansiosa­mente en la penumbra con ojos ilumi­nados por la fe.
Ya llevaban un rato en el cuarto, ca­lentándose al fuego de la reducida chi­menea y esperando el café que Linda preparaba, cuando ella recordó súbitamente:
—Mi madre va a llegar de Wáshington a las seis.
—¿Qué dirá?
—¡Oh! — dijo riendo Linda—. No conoces, a mamá. Cuando te vea aquí, te pedirá que nos casemos inmediatamente. Y no pasará mucho tiempo sin que te perdone.
Linda estaba en lo cierto, pero el. perdón de mamá no fue efectivo hasta que Juan obtuvo aquel premio literario por...
¡Caramba! ¡Poco me faltó para decir quien era!

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