EL TESORO DE LOS INCAS
EMILIO SALGARI
ITALIA
Capítulo XI. El remolino
La afirmación del ingeniero era muy cierta. Las aguas del río, pocos días antes tan dulces y agradables, habíanse tornado completamente saladas y amargas como las del Océano.
Los desgraciados buscadores del tesoro de los Incas, habían nacido sin
duda con mala estrella. No hacía media hora que se habían librado por
verdadero milagro de un grave peligro, cuando ya otro, no menos grave y terrible amenazaba su existencia. Aquello era para desalentar a hombres de hierro, avezados a los más fieros golpes de la fatalidad más obstinada.
—Decididamente, los tesoros de los Incas acarrean mala suerte —dijo Burthon—. Después del derrumbamiento, la falta de agua dulce. ¿No acabará esto?
—No desmayemos —dijo Sir John, recobrando al punto su energía—.
Nuestra situación no es de las mejores, pero tampoco de las peores. Es imposible que no haya agua dulce en estos subterráneos. ¿Cuánta agua nos queda, O’Connor?
El marinero escudriñó el barril.
—No contiene más que seis o siete litros —dijo con voz de espanto.
—Muy poco es. Debemos partir inmediatamente.
—¿Y a dónde nos dirigiremos? ¿Al Norte o al Sur? —preguntó Burthon.
—¿Cuántos días hace que se llenó por última vez el barril?
—Cinco o seis —respondió O’Connor.
—¿Y desde entonces has probado alguna vez el agua del río?
—No, señor.
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—Seis días es demasiado. Prefiero seguir adelante.
—¿Y la comida? —preguntó O’Connor.
—Tírala, y si tienes hambre, híncale el diente al bizcocho. Apresurémonos, amigos. No tenemos tiempo que perder.
Y después de maridar guardar en seis botellas el precioso líquido
contenido en el barril, y encender todas las lámparas, para obtener la mayor luz posible, dio la señal de partir.
El Huascar, que a pesar de las fuertes oleadas y y de la lluvia de rocas, no había sufrido averías de consideración, púsose de nuevo en marcha y comenzó a hender las aguas con sonoro estruendo.
El nuevo caudal, cuya anchura llegaba a ciento cincuenta pasos, era impetuoso, y al parecer muy profundo.
Flanqueábanle a derecha e izquierda dos inmensas murallas negras, cortadas a pico, sin un solo agujero ni hendidura, y completamente áridas. Sir John advirtió a la primera ojeada que aquellas rocas eran de naturaleza volcánica.
—Si no cambia el aspecto de estas paredes, probablemente no encontraremos una gota de agua —dijo a Burthon, que mordía vorazmente un trozo de carne soca.
—¿Pero cómo es que se ha vuelto salada esta agua? —preguntó el
mestizo.
—No es fácil decirlo. Tal vez tenga el río alguna comunicación con el golfo de México.
—¡Qué mala ocurrencia tuvo el Creador al hacer salados los mares!
—No blasfemes, Burthon. Si el mar no fuese salado, sucederían graves desastres.
—¿Lo decís en serio, señor?
—Muy en serio, Burthon. Sucedería que no siendo posible la circulación de las aguas, la zona polar descendería tanto que convertiría a Irlanda e Inglaterra en dos desiertos de nieve.
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—¡Diablo!
—Y no es eso todo. La zona tórrida tendría, a su vez, una temperatura tan alta, que abrasaría a sus pobres habitantes.
—¡Rayos y truenos!
—Añade, además, que varias regiones serían inundadas por lluvias torrenciales y continuas; que los ríos serían más caudalosos, y el aire estaría más saturado de electricidad.
—Siendo así, me inclino ante la sabiduría del Creador.
—Puedes inclinarte —dijo riendo Sir John.
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