martes, 14 de noviembre de 2023

LOS PIRATAS-X-b

"A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma". ( ( A sus editores)  Lamentable suicidio al estilo harakiri - Emilio Salgari- Italia

LOS PIRATAS DE MOMPRACEM

EMILIO SALGARI

ITALIA

Capítulo X

LA CAZA DEL PIRATA

En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.

Sin embargo, era preciso abrirse paso para llegar al bosque y luego al mar, su único asilo seguro.

Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de

nuevo al saloncito con el kriss en la mano.

Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido.

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—Señor —-dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.

—¿Es decir que el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría

ironía.

—¡Miedo yo! Por supuesto que no, milord. Pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre.

—¡No me importa! ¡Salga de mi casa, o si no...

—Milord, no me amenace, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo curó.

—¡Entonces nos veremos los dos, Tigre de la Malasia! —gritó el lord y desenvainó el sable.

—¡Ya sabía que intentaba asesinarme a traición! ¡Vamos, milord, ábrame paso o me arrojo sobre usted!

En lugar de obedecer, lord James tomó una trompeta de caza y lanzó una

aguda nota.

—¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!

Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.

En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:

—¡Sandokán, huye!

 El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.

—¡Mátame, asesino! —gritó el inglés.

El pirata le ató fuertemente brazos y piernas con su propia faja. En seguida le quitó el sable y se lanzó al corredor.

—¡Aquí estoy, Mariana!

Ella se precipitó en sus brazos y lo llevó a su habitación.

—¡Sandokán, he visto soldados! -sollozó-. ¡Dios mío, estás perdido!

—Todavía no, ya verás como escapo de los solda

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dos.

La llevó hacia la ventana y la contempló un instante a la luz de la luna.


Mariana —dijo—, júrame que serás mi esposa.

—Te lo juro por la memoria de mi madre.

—¿Me esperarás?

—¡Sí, te lo prometo!

—Voy a escapar, pero dentro de una semana, vendré a buscarte a la cabeza de mis hombres.

Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.

Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite.

y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz

que le murmuraba sin cesar: "¡Huye, que te amo!"

A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.

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