jueves, 23 de noviembre de 2023

EL TESORO DE LOS INCAS 81-83

  "A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma". ( ( A sus editores)  Suicidio al estilo harakiri - Emilio Salgari- Italia

EL TESORO DE LOS INCAS

EMILIO SALGARI

ITALIA

Un grito de desesperación salió del pecho de los cuatro hombres, que se vieron irremisiblemente perdidos. Rígidos, agrupados unos junto a otros, pálidos de terror los unos, y de rabia los otros, contemplaban impotentes y como fascinados el gigantesco embudo que lanzaba bramidos  formidables, repetidos por todos los ecos de las galerías y cavernas.

—¡Sir John! ¡Sir John! —gritó Burthon.

—¡Socorro, señor! —aulló O’Connor, loco de terror.

—¡A la máquina! —gritó Sir John—. Quizá no esté todo perdido.

Morgan se lanzó a la máquina, abrió el hogar y metió dentro la mano.

—¡Se ha apagado el fuego! —exclamó—. ¡Y además, la hélice está rota!

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No había esperanza de salvación. El bote, falto de todo gobierno, avanzaba rápidamente, inclinado sobre estribor, siguiendo la pendiente rapidísima de aquel monstruoso embudo. La distancia disminuía por momentos, el círculo se tornaba poco a poco más estrecho, era inminente la catástrofe.

El ingeniero, impotente ante aquel monstruo, mil veces más fuerte que él, esperaba con extraordinaria calma a que el bote fuese absorbido. A su

lado rugían O’Connor y Burthon. Morgan, dueño ya de sí mismo, se desnudaba tranquilamente, esperando tal vez salir todavía vivo de aquella tumba.

Los segundos pasaban rápidos como relámpagos. El bote inclinábase cada vez más a estribor, y a la rojiza luz de la lámpara, veíase a su proa hundirse y levantarse sobre las ondas enfurecidas.

No distaba ya más que dos metros del centro, cuando sobrevino a proa un choque, violentísimo.

Sir John comprendió al punto que algo extraordinario había acontecido. Un relámpago de esperanza iluminó tal vez su corazón. Lanzóse a proa; un segundo choque, pero menos fuerte que el primero, hizo vacilar y retroceder unos pasos al bote; inclinóse entonces Sir John hacia fuera, extendió las manos, y tocó un objeto duro y escabroso.

—¡Amigos! ¡Compañeros! —gritó—. ¡Ayudadme!

—¿Qué pasa? —preguntaron todos a un tiempo.

—Aquí hay un escollo —dijo Sir John—. Asíos a él y teneos firmes.

Los tres cazadores se agarraron a los salientes de la roca con desesperada energía, impidiendo así que el bote virase de bordo.

Sir John saltó al escollo. No tenía más que cinco metros de extensión y sólo sobresalían dos pies de las ondas.

—¿Estamos salvados? —preguntó Burthon.

—Así lo espero. Echadme una cuerda, y cambiaremos la hélice.

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Burthon le arrojó una sólida cuerda, y el Huascar fue atado a un saliente de la roca. Las cajas y barriles fueron puestos a proa para levantar la popa, y en seguida Morgan y Sir John quitaron la hélice, que sólo estaba sujeta por algunos espigones, y pusieron la de recambio.

—Enciende ahora la máquina —dijo el ingeniero al maquinista.

—¿Vencerá nuestra hélice la corriente? —preguntó Burthon.

—No te inquietes, amigo. Y apresurémonos, que este remolino me da miedo.

Morgan limpió el hogar del carbón de antes empapado en agua, lo cargó con el seco, encerrado en uno de los barriles, y prendió fuego, ha veinte minutos obtuvo la presión necesaria para poner la hélice en movimiento con el grado mayor de velocidad.

—Todo está preparado, señor —dijo entonces.

—Vosotros coged los remos —ordenó el ingeniero—, y cuando yo os avise, separad el bote del escollo.

La caldera rugía como si estuviese impaciente; la hélice mordía las aguas, que se rompían con irresistible furia entre sus brazos; la chimenea, levantada otra vez, vomitaba nubes de humo, las cuales, cosa extraña, eran absorbidas por el remolino, como si éste fuese una bomba aspirante.

—¡Ahora! —gritó Sir John, asido al timón.

O’Connor y Burthon apoyaron los remos contra la roca, y la hélice giró levantando una ancha capa de espuma. El bote, empujado vigorosamente por estribor, y lanzado hacia adelante por la hélice, hendió el remolino, oscilando violentamente. Su proa, aguda como un cuchillo y fuerte como una roca, rompió aquellos giros concéntricos, se inclinó, y al fin se

enderezó de nuevo saltando sobre las ondas.

—¡A todo vapor! —gritó Sir John.

La batalla había comenzado. La corriente, como si sintiese perder aquella presa, la atacaba con furia y levantábase en rugientes ondas; pero el bote avanzaba ante los vigorosos golpes de la hélice, bamboleándose, subiendo y bajando entre gemidos, como si le hiciese padecer aquella

83 obstinada lucha.

Durante dos , el valeroso Huascar, guiado por la robusta mano del ingeniero, se debatió entre las espirales del remolino; pero, al fin, salió de ellas y se lanzó rápido como una flecha por el río que descendía del Sur. Ancho como el Támesis de Londres, y negro, rapidísimo, flanqueado d gigantes rocas, lisas y cortadas a pico.

—¡Bravo, bravo! —gritó O’Connor, soltando el remo.

—¡De buena nos hemos escapado! —exclamó Burthon, radiante de alegría.

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