viernes, 17 de noviembre de 2023

EL TESORO DE LOS INCAS -EL AGUA SALADA-(b)

 EL TESORO DE LOS INCAS

EMILIO SALGARI

ITALIA

 Capítulo X.

 EL AGUA SALADA

Había momentos en que la proa desaparecía del todo en el seno de las aguas espumosas, mientras la hélice giraba en el vacío.

Burthon, O’Connor y Morgan, aterrados, ensordecidos, cegados por el agua, precipitaos ya contra una banda, ya contra la otra, no sabían en qué mundo se hallaban. Sólo el ingeniero conservaba un poco de calma en medio de aquel horrendo torbellino de agua y de aquella granizada de rocas que llegaba a obscurecer la rojiza luz de las linternas.

Después de haber sido derribado, había lanzado a popa y aferrándose a la barra del timón. Su voz resonó como un trueno entre el mugido de las aguas y el estruendo de las rocas al derrumbarse.

—¡Morgan, a tu máquina! ¡Animo, amigos!

El maquinista, a pesar de las furiosas oscilaciones del bote, se precipitó hacia el hogar, que estaba a punto de ser apagado por el agua. Cogió tres o cuatro pedazos de carbón, los echó en el hogar, y cerró la portilla.

La máquina, que estaba a punto de pararse, alimentada de nuevo, comenzó a funcionar rápidamente. El bote, agitado siempre con violencia, huyó hacia el Sur, saltando sobre las olas que le atacaban por todas partes, rugiendo como bandadas de fieras.

El derrumbamiento aun no había terminado. A proa y a popa, a babor y a estribor, oíanse caer las rocas y hundirse agitando las aguas por todas partes.

Habría ya recorrido el bote cuatrocientos medros, cuando una nueva convulsión agitó la bóveda de la inmensa caverna. Enormes fragmentos se precipitaron sobre el lago, cuyas aguas se hincharon con nueva furia. De allí a poco ofrecióse a los ojos del ingeniero y sus amigos un extraño espectáculo.

A un lado y a otro, por arriba y por abajo, aparecieron puntos luminosos.

Parecían estrellas, pero estrellas locas que danzaban desordenadamente, ora lanzándose a lo alto, ora trazando largas trayectorias horizontales, ya apareciendo, ya desapareciendo. Y cosa extraña, inaudita e increíble; aquellos puntos luminosos, aquellos fuegos, estrellas o lo que fueran, salían todos del agua, y en ella caían para volver a salir y caer nuevamente.

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—¿Qué es esto? —exclamó el mestizo—. ¿Ha llegado quizá el fin del mundo?

En aquel mismo instante oyóse a O’Connor gritar:

—¡Morgan, da contra máquina!

—¿Qué pasa? —preguntó Sir John.

—Que estamos delante de la orilla.

—Vira, y sigámosla.

El Huascar viró de bordo y empezó a correr paralelamente a la costa.

Quince minutos después hallábase ante una gran galería, en la cual se descargaban las aguas del lago. Sir John ordenó penetrar en ella. Ya era tiempo; un instante después sobrevenía un nuevo y mayor derrumbamiento, levantando monstruosas oleadas.

El Huascar recorrió quinientos o seiscientos metros; después se detuvo ante una elevada orilla que parecía inaccesible.

—¡Estamos en salvo! —exclamó O’Connor, que temblaba todavía—. No creí salir vivo de aquella caverna.

—¿No hemos perdido el camino? —preguntó Morgan.

—Espero que no —respondió el ingeniero.

—Pon a hervir el puchero, O’Connor —dijo Burthon—. El miedo me ha abierto un hambre feroz. No olvides las tortugas que hemos pescado.

El marinero se puso al punto a la faena, y puso a cocer las tortugas con legumbres y pemmicam.

Dos horas después ofrecía a sus compañeros el almuerzo, que exhalaba un aroma capaz de abrir el apetito al más estropeado tísico del orbe terráqueo, como decía el mestizo.

Sir John, Burthon, O’Connor y Morgan, se sentaron en tomo de la olla; el

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segundo, que era el más hambriento, la metió mano en seguida, pero a la primera cucharada hizo un gesto de disgusto.

 —¡Eh, marinero! —gritó—. ¿Has echado un kilo de sal en esta sopa?

—¿Por qué lo dices? —preguntó O’Connor sorprendido.

Está horriblemente salada —dijo Sir John, que la había probado.

—Pues no he puesto más que un poco de sal, señor.

—¿Qué agua has empleado?

—La de este río.

—¿La has probado primero?

—Yo, no.

—Lléname un vaso.

El marinero cogió una taza, la sumergió en el río, y se la llevó llena de agua al ingeniero, que en seguida la probó.

—¡Amigos! —exclamó al punto, con viva emoción—. Esta agua está más salada que la del mar.

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