viernes, 3 de noviembre de 2023

MI CORAZÓN INQUIETO “ Primer Libro 67-71

 MI CORAZÓN INQUIETO “

Primer Libro 

 MI CORAZÓN INQUIETO    67
Discutieron durante horas, pero yo estaba ya decidida. Al final el Rdo. McPherson me prestó una docena de libros acerca de la oración, la doctrina y devociones, para llevarlos conmigo y Audrey me metió veinte dólares en el bolsillo.
Nos estábamos despidiendo una vez más, pero en esa ocasión no fue tan doloroso porque yo sabía que la mano de Dios estaba en ello.
Salí en el autobús que partía a media noche y fui en él una distancia de seiscientos cincuenta kilómetros hasta Nuevo México. Yo me sentía totalmente segura y feliz de tener ante mi una aventura tan maravillosa.
Pero cuando se abrió la puerta del autobús y me bajé de él, encontrando la camioneta de la misión que me estaba esperando, me entró pánico.
CAPITULO SIETE
Un hombre alto, con una sonrisa amistosa, se me acercó y me dio la mano. —Hola y bienvenida —me dijo.
Me quedé helada y mi mente se quedó en blanco y las únicas palabras que podía recordar eran palabras que había oído decir a mis tíos muchas veces: -- Hola, querido!
El misionero se puso terriblemente colorado.
Me mordí el labio. —i Lo siento, es que estoy tan nerviosa, no sé porqué, será mejor que me vuelva a subir al autobús y me vaya a casa . . . —dije tartamudeando.
Empezó a reírse, recogiendo mi maleta y ayudándome a subir a la camioneta, que tenía el nombre de la misión pintado en el lateral.
El Rdo. Bell me presentó a su esposa, Lola, y mis respuestas les dejaron decepcionados.
—Eres más joven de lo que esperábamos. ¿Cuántos años tienes, Viento Sollozante?
—No lo sé.
—¿A qué escuela bíblica has asistido?
—A ninguna, pero he leído la mayor parte de los Salmos.
—¿Qué estudios tienes?
—Ninguno de los que valga la pena hablar. El Rdo. Bell se atragantó.
Lola comenzó a reírse con nerviosismo. —¿Cuánto tiempo hace que eres cristiana?
—Unos pocos meses.
Su sonrisa era temblorosa y dijo sencillamente: i Ah! El Rdo Bell había recobrado una vez más la compostura. —¿Qué iglesia es la que te apoya?
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—Ninguna, he venido por mi propio gusto.
Pero dijiste en tu carta que hablabas navajo —dijo Lola animándome.
—Sí, acostumbraba a hablarlo, pero se me ha olvidado mucho, pero creo que podría refrescarlo de nuevo.
El Rdo. Bell se puso colorado, pero se quedó callado.
Afortunadamente llegamos poco después a  la misión. Era un edificio de adobe, color marrón, con muchas habitaciones y tenía una capilla junto a él. Yo me enamoré de la misión a primera vista. Era vieja y destartalada, pero a mí me parecía hermosa.
El sol comenzó a ponerse, cubriendo el cielo con su sábana roja. Deshice mi maleta y comencé a guardar mis cosas en mi pequeña habitación. A continuación el Rdo. Bell, Lola y yo paseamos por los alrededores de la misión.
Yo sentía una gran paz en mi corazón y sabía que formaba parte del plan de Dios que yo estuviese aquí, así que ahora le tocaba a él convencer al Rdo. Bell y a Lola.
Estaba tratando, por primera vez en mi vida, con indios cristianos y eso llenaba mi corazón de gozo. Las horas eran largas y el trabajo era duro, y debido a que había venido por mí misma, sin el apoyo de ninguna iglesia, no recibía paga. Una vez a la semana Audrey me enviaba una carta y cinco dólares para mis necesidades personales. Trabajaba durante catorce horas al día, todos los días, y recibía cinco dólares a la semana, pero nunca me había sentido más feliz.
Me agradaban Lola y el Rdo. Bell y ellos me trataban como a una de la familia. Yo ayudaba a Lola en la cocina y con las tareas de la casa, así como algunas otras labores y enseñaba versículos de la Biblia en inglés y en navajo. Varias veces a la semana íbamos a la reserva, visitando a las familias navajos en sus cabañas.
Un día Lola no se encontraba bien y no quería viajar los ciento cuatro kilómetros por carreteras de-

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sérticas, donde hacía muchísimo calor y llenas de baches para visitar las colonias, de modo que el Rdo. Bell y yo fuimos juntos y dejamos a Lola en la misión descansando. Teníamos la camioneta llena de ropa para dársela a las mujeres y caramelos para los niños.
Acabábamos de dejar a la primera familia, cuando al Rdo. Bell se le ocurrió cruzar campo a fin de ahorrarnos trece kilómetros en lugar de ir por la carretera.
No habíamos avanzado mucho cuando pasamos por encima de un montón de hierbajos. Averiguó, cuando
ya era demasiado tarde, que los hierbajos ocultaban una profunda zanja, haciéndonos sentir como si el
mundo se hubiese hundido bajo la camioneta. Volamos por el aire y dimos contra el fondo de la zanja con tal fuerza que los dos nos pegamos en la cabeza contra el techo de la camioneta.
Cuando dejó de levantarse el polvo, salimos de la camioneta e inspeccionamos los daños. Teníamos una rueda pinchada y el tanque de la gasolina tenía un agujero. Taponamos el agujero lo mejor que pudimos con un palo y cambiamos la rueda.
Después de varios intentos, el Rdo. Bell logró sacar la camioneta de la profunda zanja y nos pusimos de nuevo en camino.
Habíamos recorrido solamente unos kilómetros cuando la camioneta se atascó, empezó a hacer ruidos y finalmente se detuvo el motor. El Rdo. Bell le dio varias veces a la llave del contacto, intetando poner el motor en marcha, pero éste solamente dio un gemido.
—Nos hemos quedado sin gasolina —me dijo. —No hay más que unos tres kilómetros hasta la casa de la Mujer Bigotuda y allí podemos obtener ayuda.
Cuando salimos de la camioneta el calor era tan intenso que fue como una oleada que nos golpeaba, tirándonos al suelo. Resultaba difícil respirar y nos lloraban los ojos por causa del reflejo del sol. El caminar por la arena era un proceso lento, teníamos
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muchísimo calor y la boca demasiado seca como para poder hablar.
Yo caminaba delante del Rdo. Bell y cuando me volví me di cuenta de que se había quedado muy atrás. Me senté junto al camino y vi que a muy poca distancia de mí había una lata de cerveza. Agarré una piedrecita y se la tiré a la lata y le dio emitiendo un sonido sordo, pues la lata no estaba vacía. La tomé y la meneé con fuerza. La lata no estaba abierta y estaba llena de cerveza, lo cual me hizo suponer que se debía de haber caído de la camioneta de alguien.
El Rdo. Bell vino hasta mí y me preguntó: —¿Qué tienes ahí? —mirando la lata que yo tenía en la mano.
—Es una lata llena de cerveza, la he encontrado en la arena —le dije entregándosela.
La miró y me dijo: —Creo que voy a evitar que esta lata sea una tentación para alguna persona derramándola en la arena, donde no puede hacer ningún mal.
Agarró la anilla y tiró de ella, pero en ese mismo momento se roció todo él de cerveza caliente. Tiró la lata todo lo lejos que pudo, pero el daño ya estaba hecho y estaba empapado de pies a cabeza y olía como una cervecería.
Me miró muy colorado y encima de su cabeza había espuma de la cerveza.
Yo empecé a reírme, me senté sobre la arena y me reí convulsivamenté, mientras él pataleaba, dejándome atrás, limpiándome las lágrimas que me caían de tanto reírme.
Pensé que lo más apropiado sería caminar detrás de él y era mejor que creyese que el calor del sol había hecho que explotase la lata de cerveza en vez de haber explotado por haberla meneado yo para ver si estaba llena.

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