sábado, 4 de noviembre de 2023

LOS PIRATAS Cap. II

"A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma". ( ( A sus editores)  Lamentable suicidio al estilo harakiri - Emilio Salgari- Italia

LOS PIRATAS DE MOMPRACEM

EMILIO SALGARI

ITALIA 

Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una tapicería.

—Buenas noches, hermanito —dijo.

Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.

—Quiero ir a Labuán, Yáñez.

—¡A Labuán, tú!

—¿Por qué te sorprendes?

—Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arrojarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.

—¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.

—Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.

Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:

—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito! Capítulo II

FEROCIDAD Y GENEROSIDAD

A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.

Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos.

Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.

—¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.

—Todo está.dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.

—¿Y los hombres?

—En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger

los mejores.

—¡Gracias, Yáñez!

—No me des las gracias; quizá haya preparado tu ruina.

—No temas, seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha regresaré.

—¡Condenada mujer! ¡De buena gana estrangularía al que te habló de ella!

Llegaron al extremo de la rada, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.

Había malayos de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, famosos por su ferocidad; otros de color más oscuro, conocidos por su pasión por la carne humana; dayakos de alta estatura y bellas facciones; siameses, cochinchinos, indios, javaneses y negritos de enormes cabezas y facciones repulsivas.

 

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