lunes, 13 de noviembre de 2023

VIENTO SOLLOZANTE-CAPITULO DIECISÉIS

 “MI CORAZÓN INQUIETO “

POR VIENTO SOLLOZANTE

Primer Libro

CAPITULO DIECISÉIS

La nieve rozaba las ventanas con un murmullo per­sistente. Don entró envuelto en un torbellino de nieve, cepillándosela de su abrigo de piel y dejando que cayese al suelo.

—Esta vez estaré ausente durante más tiempo —me dijo. Varias veces me había dicho ya eso.

—Ya lo sé. Estaré bien —le repetí.

Iba a volar a cientos de kilómetros al norte, más allá del Círculo Artico, para trabajar en una insta­lación petrolífera.

—Estaré estupendamente. ¡Es sólo que me gus­taría que volviese a salir el sol, es tan difícil vivir en la oscuridad!

Me acerqué a la ventana y contemplé la noche en el invierno de Alaska, que habría de durar meses enteros. Serían meses oscuros, meses durante los cua­les esperaríamos hasta que volviese a salir el sol.

¿Qué es lo que ves, Viento Sollozante? —me pre­guntó Don.

—Nada —le contesté. ¿Cómo podía decirle que veía montañas lejanas y densos bosques? ¿Cómo decirle que veía indios cabalgando sobre caballitos de ojos alocados a lo largo de las onduladas praderas bajo el cálido sol del verano? ¿Cómo podía decirle que veía manadas de búfalos enormes en las nubes? Sus ojos grises no alcanzarían jamás a ver lo que veían mis ojos negros y sus oídos no oirían nunca los antiguos tambores que retumbaban en mi corazón.

Se había marchado otra vez y seguramente pasa­rían semanas antes de que regresase. Yo me acurruqué en la casita calentita con una docena de libros y excluí al mundo de mi vida.

MI CORAZÓN INQUIETO    137

Tres días después el viento comenzó a soplar como si hubiese sido un lobo hambriento y barrió la nieve de las ventanas con tal fuerza que sonaba como si estuviesen dando contra los cristales con piedrecitas. Durante toda la mañana se amontonó la nieve más y más alta y cuando llegó el mediodía me di cuenta de que no iba a amainar. Si la tormenta duraba mu­cho más tiempo me quedaría incomunicada por la nieve y no había comida en la cabaña. Había sido una equivocación permitir que las provisiones se hubiesen casi agotado porque no me iba a quedar más remedio que salir a comprar comida a pesar de la tormenta.

Me puse mi chaquetón de piel y un pañuelo alre­dedor de la cabeza. Salí al exterior encontrándome en un mundo blanco cegador. Los copos caían tan de prisa y eran tan espesos que resultaba difícil ver más allá de unos pocos centímetros de distancia y yo le pedí al Señor que me ayudase para que no me perdiese.

A pesar de que la nieve era profunda no tardé mucho en caminar los dos kilómetros y medio que ha­bía hasta la tienda. Sabía que estaba comprando de­masiados alimentos, pero tenía hambre y necesitaría comida para varios días. Cuando tomé las dos pe­sadas bolsas de comida me tambaleé bajo el peso.

A pesar de que no eran más que las doce ya es­taba oscureciendo. Al caminar rápidamente a la casa las bolsas de comida se iban haciendo más pesadas con cada paso. Al final del primer kilómetro estaba tan acalorada y cansada que me detuve y puse las bolsas sobre la nieve. Me quité el chaquetón, lo tiré al suelo y me senté sobre él hasta recuperarme. Se me quitó rápidamente el calor y me volví a poner el chaquetón y entonces tomé las bolsas y me fui para casa.

Cuando llegué por fin a la puerta de la casita me faltaba el aliento. Dejé caer sobre la mesa la comida. Me dolían los pulmones y tenía una extraña sensa­ción en la garganta. Intenté guardar las provisiones, 138         MI CORAZÓN INQUIETO

pero estaba demasiado débil, así que solamente puse la leche y la carne fuera en un pequeño iglu que ha­bíamos hecho. A continuación calenté una lata de sopa y le di varios sorbos, pero me dolía demasiado la garganta como para tragar, así que me fui a la cama.

Al día siguiente me desperté tarde con la inquie­tante sensación de que-lo que tenía era algo más grave que un resfrío. Sentía el pecho como si un gigantesco búfalo estuviera sobre mis pulmones y solamente podía respirar con una respiración corta y superficiál. Permanecí en cama contemplando cómo la nieve se amontonaba sobre la ventana hasta llegar más arriba de ella y ya no podía ver nada.

Estaba demasiado débil para levantarme de la ca­ma y me mareaba cuando me sentaba, además de que ardía de fiebre y mi respiración sonaba como un estertor de muerte. Me adormecía y me desperta­ba y cuando podía conciliar el sueño me sentía agra­decida porque entonces no era consciente del dolor que tenía en el pecho.

Al día siguiente, después de media noche, dejó de soplar el viento tan de repente como si alguien hu­biese cerrado una puerta. Se apagó la estufa y me quedé sin calor. Intenté orar, pero mi mente vagaba de una manera tan tremenda que solamente podía decir unas pocas palabras cada vez antes de volver a mi pasado, a los días cuando era una niña que ju­gaba bajo el sol amarillo y cálido. Pensé en mi ma­dre que era mujer pequeña y delicada de ojos tris­tes y entonces mis pensamientos volvían al presente.

Sentía como si estuviesen apuñalando los pulmo­nes y al toser vi sangre.

Me estoy muriendo —me dije, en un tono de voz tan ronco que me resultaba difícil creer que fuese mi propia voz. —Me estoy muriendo en este lugar frío y oscuro, lejos de mi hogar.

El hogar, ese hogar donde hacía calor y donde los amigos sonreían.

Entonces, apoyándome sobre un codo, grité un nom­bre que hacía años que no había pronunciado en voz

MI CORAZÓN INQUIETO 139

alta: —Madre —dije sollozando— ¡Madre! ¡Quiero a mi mamá! Volvía a ser de nuevo una niñita que necesitaba consuelo, que necesitaba ayuda, asustada y con frío, hambrienta y enferma. Los años que dis­taban no importaban, nada importaba, yo solamente quería que ella estuviese a mi lado.

Volví a caer sobre la cama —Si logro salir de ésta pienso buscarla —dije en voz baja— quiero ver a mi madre.

Una de las máquinas se había roto y habían en­viado al personal de regreso a sus casas una semana antes y cuando llegó Don me encontró encogida en la cama, bajo los abrigos y las mantas, tiritando y escupiendo sangre.

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