Domingo, 20 de diciembre de 2020
HEROICO EPISODIO DE LA 2 GUERRA MUNDIAL
viernes, 19 de enero de 2018
En una heroica acción de la segunda
guerra mundial, un deteriorado buque mercante, armado
con unos pocos cañones anticuados; se atrevió a desafiar a un acorazado alemán de bolsillo.
POR GEORGE POLLOCK
Parte de este material está tomado del libro del autor, The Jervis Bay,
publicado por William Kimber en 1958.
PARA Theodor Krancke, capitán del Admiral Scheer,
acorazado alemán de bolsillo, todo iba saliendo de acuerdo con sus planes. Su
barco, de 10.000 toneladas, era uno de los más
rápidos y potentes del mundo, y hasta el
momento había logrado mantener secreta su presencia en medio del Atlántico.
Aquel día, 5 de noviembre de 1940, su avión de reconocimiento había descubierto
un espléndido objetivo: el convoy aliado HX 84, compuesto de 37 barcos,
navegaba rumbo a la bloqueada y hambrienta Gran
Bretaña.
Amontonadas en las bodegas de los barcos del convoy se apilaban miles de toneladas de mantequilla, tocino
ahumado, jamón, queso, carne y granos, además de 43.000 toneladas de acero para construir
barcos de guerra, así como armas y tanques con que remplazar lo perdido en Dunquerque. El San Demetrio, de
Londres, uno de los 11 buques cisterna del convoy, acarreaba 11.181 toneladas de petróleo, que suponían casi las tres cuartas partes de todo el
que habían usado los cazas de la RAF para ganar la "batalla de
Inglaterra". Otro de los barcos llevaba un escuadrón de aviones de caza
que la RAF necesitaba urgentemente. En fin, refiriéndose al cargamento de los
buques, un capitán de la Marina Mercante había comentado: "Este convoy tiene más valor para Inglaterra que
las joyas de la Corona".
Pero el Scheer, con su mortífero armamento de seis
cañones de 28 centímetros, ocho de 15 y una formidable batería de largo
alcance, avanzaba rugiendo hacia los
desprevenidos buques mercantes a una velocidad que sobrepasaba los 27 nudos.
Krancke ordenó:
—¡Despejen las cubiertas para entrar en acción!
En realidad poco tenía Krancke que temer de la Real Armada, que, a causa de su
escasez de barcos escolta, había tenido que concentrar las defensas principales
de sus convoyes en los accesos occidentales a las Islas Británicas, que estaban
infestados de submarinos alemanes.
Trampa mortal. A bordo del crucero mercante armado Jervis Bay, única
escolta del convoy HX 84, el primer indicio de algo anormal se notó hacia las
3:45 de la tarde, cuando uno de los vigías divisó humo a distancia.
Inmediatamente el capitán, Fogarty Fegen, alto y corpulento, de toscas
facciones y piel curtida, subió al puente de mando. En toda la extensión del
mar, que centelleaba bajo un límpido cielo azul, no se distinguía otra cosa que
el grupo de barcos del convoy. Fegen continuó, sin embargo, su vigilancia, y a
eso de las 4:45 avistó, apenas perceptible en el horizonte, un barco de guerra,
y deseó fervientemente que fuera británico.
Porque el Jervis Bay no estaba en condiciones de defender las 220.000 toneladas
de valiosísima carga que llevaban los mercantes. Desde su botadura en 1922, llevaba 17 años sirviendo como buque de pasajeros y carga de la Aberdeen and Commonwealth Line, en la
ruta de Australia. Diez días antes de estallar la guerra el Almirantazgo lo había requisado para montar en sus
anchas cubiertas siete cañones destartalados, cuya fundición se había hecho en tiempos de la reina Victoria.
Al ver por primera vez aquel barco de 14.164 toneladas de desplazamiento,
insuficientemente acorazado y con unas bordas tan altas que lo hacían
patentemente vulnerable, un joven suboficial de la tripulación farfulló con
rabia :
—¡Este cacharro es una trampa!
Si el capitán Fegen tenía parecidas dudas, se las guardó para sí o las confesó
solamente en sus plegarias. Para él era razón suficiente que el Almirantazgo
juzgara necesario enviar a la guerra barcos como el Jervis Bay. Varias
generaciones de Fegen habían servido como oficiales en la Real Armada, y
Fogarty, hijo de un vicealmirante, hacía ya 36 años que seguía la tradición
familiar, a partir de su ingreso como cadete en Osborne, a los 11 de edad.
Fegen, que con su abrigo de tosco paño gris oscuro presentaba un aire sombrío,
veía acercarse rápidamente el barco de guerra, aunque aún no podía
identificarlo. A las 4:55 Fegen ordenó:
—¡A los puestos de combate!
Y al repique de las campanas eléctricas, el Jervis Bay entró inmediatamente en
febril actividad. El contramaestre Walter Wallis corrió a hacerse cargo del
timón para substituir a Sam Patience, joven de 21 años que
hacía apenas diez días se había incorporado a la tripulación del Jervis Bay, momentos antes de que el barco zarpara
del puerto de Halifax, en Nueva Escocia.
"Estos tipos del Jervis Bay están tan ansiosos de entrar en acción, que
probablemente no hacen más que ver visiones", iba pensando Sam al lanzarse
escalerilla abajo hacia la cubierta principal, para seguir al castillo de proa
y unirse a los artilleros del cañón P.1, de la banda de babor,
fundido en 1895. El suboficial del cuerpo de
señales, Dennis Moore, pensionado en Portsmouth, convino con los artilleros en
que el buque que se aproximaba era inglés, y con una lámpara Aldis le indicó
que se identificara.
—¿No responde ? —le preguntó Fegen.
—No, señor.
El capitán de corbeta, A. W. Driscoll, salvó con
sus poderosos prismáticos los 27 kilómetros que lo separaban del buque
desconocido, y explicó el silencio de este al
decir:
—Es un acorazado nazi de bolsillo.
El reto. Fegen ordenó a través del tubo acústico del puente:
—¡Adelante a toda marcha!
Acelerando poco a poco la velocidad hasta su límite máximo de 12 nudos, el
Jervis Bay se lanzó por el derrotero que separaba las columnas cuatro y cinco
de las nueve de que se componía el convoy, y con el telégrafo de banderas envió
a los barcos una orden que sólo se comunicaba en último extremo y que por
primera vez se daba en aquella guerra: "Dispérsense y continúen adelante a
la mayor velocidad posible".
La maniobra fue muy difícil. La distancia entre cada buque era apenas de unos
350 metros y la que separaba cada columna no pasaba de 550. Arreglándoselas
como pudieron para evitar un choque, los barcos se apartaron unos de otros a
todo vapor y se alejaron del Admiral Scheer, que como una lúgubre
fortaleza se alzaba ya sobre el horizonte. La única esperanza de los navíos
mercantes era ponerse fuera del alcance de los cañones del Scheer al amparo del
anochecer, si Fegen lograba ganar el tiempo indispensable para ello.
—¡Hagan humo! —mandó Fegen. Arrojaron al agua unos flotadores del tamaño de
depósitos de basura, que levantaron una espesa cortina de humo aceitoso entre
el Jervis Bay y los barcos mercantes.
Entonces Fegen dio la orden que siete meses antes, al tomar el mando del Jervis
Bay, había jurado dar si llegaba el caso. Reunidos sobre cublerta sus 262
oficiales y marineros,la mayoría de los cuales, desde pescadores
escoceses a conductores de autobuses de Londres, eran voluntarios o reservistas, que tenían entre
19 y sesenta y tantos años, el capitán les
había prometido en aquella ocasión:
—Si los dioses nos favorecen y topamos con el enemigo, les acercaré a él cuanto
sea posible, hasta tocar banda con banda si es necesario.
Entonces ninguno de ellos comprendió los riesgos a que se exponían ni lo que
les iba en la aventura. Pero un marinero, un calmoso tipo de Yorkshire nada
dado a exagerar, expresó el sentir de todos al comentar:
—¡Seguiríamos a cualquier parte al viejo Fogarty!
Así que todos estaban preparados cuando
los anticuados. cañones del Jervis Bay se elevaron cuanto fue posible para lograr el ángulo de tiro de
máximo alcance y la nave enfiló derecha hacia el Scheer. El patrón sueco de uno
de los barcos mercantes que huían, exclamó pasmado:
—¡Eso es suicida, pero magnífico!
Maniobrando a ciegas. Mirando atentamente por el enorme telescopio del Jervis
Bay, el suboficial Moore gritó a Fegen:
—¡Ya disparan sus cañones, capitán!
Veintitrés segundos después cala la
primera descarga del Scheer a 45 metros de
distancia del Jervis Bay, y mientras un chorro de agua, negra como la tinta, se
elevaba a casi nueve metros de altura por encima de la cubierta, un fragmento de metralla, cortante como un cuchillo le cercenó la cabeza a
uno de los artilleros del P.I.
Centellearon otros tres fogonazos, y una andanada levantó un torrente de espuma a menos de 90 metros a
estribor del Jervis. Instantes después una granada derribó sobre cubierta el
mastelero de proa y otra estalló a popa del puente. Cosa singular, las ventanas
de la cabina del timón permanecían aún intactas, pero el buque había sufrido ya
graves averías. El equipo central de control de la artillería, que
proporcionaba a los artilleros exacta información sobre el blanco, estaba
destruido. Cada dotación de artillería sólo podía disparar independientemente y
hacer fuego cuando tenía al enemigo en su mira.
El alcance máximo de los cañones del Jervis Bay no
pasaba de unos 11.000 metros, o sean dos tercios de la distancia que lo
separaba del Scheer. Viendo que sus granadas se quedaban tan cortas, uno de los artilleros del P.1 exclamó rabiosamente:
—¡Para lo que estamos ganando, sería lo mismo
tirarles con patatas! Pero estaba equivocado. Una carga
que por casualidad tuvo éxito hizo llegar una granada tan cerca del Scheer que
salpicó su cubierta. Mientras el Jervis Bay mantuviera el rumbo y sus cañones siguieran disparando, Krancke no podría desentenderse de él. El capitán del Scheer ordenó, pues, enderezar todo su armamento —pesado, mediano y ligero— contra el ex buque
mercante.
Y el Scheer quedaba envuelto en una pardusca y acre humareda cuando con cada una de sus descargas arrojaba dos toneladas de metralla. Una de las bombas destrozó la articulación del timón
del Jervis.
—¡El mecanismo de gobierno no funciona! —gritó Wallis.
Con las máquinas a toda velocidad, el Jervis Bay resultaba ingobernable y el
plan de Fegen de acercar.se al Scheer peligraba.
—¡Tornad el timón de popa! --ordenó Fegen.
Wallis saltó a la cubierta principal, dejándose
caer desde una altura de más de tres metros, pues la escalera del puente inferior estaba destruida, y a gatas, para evitar ser alcanzado por los trozos de metralla que volaban por todas
partes, se deslizó a toda prisa delante de
la agujereada chimenea y de los botes salvavidas de estribor, que estaban en
llamas, y llegó a la toldilla, donde se había instalado el timón de urgencia.
Llamó tres veces al mando de popa para que le señalaran el rumbo, pero no
obtuvo respuesta: en el puesto de mando de popa todos estaban
muertos.
Incapaz de ver hacia dónde se dirigía el barco, todo lo que Wallis pudo hacer
fue mantener el rumbo hasta que el oficial de derrota, capitán de corbeta
George Roe, que se encontraba herido, se acercó a popa. Desde la toldilla, Roe,
que apenas veía a través del humo de la superestructura en llamas, señaló la
ruta como mejor pudo, y Wallis empezó a timonear a ciegas.
"La intrepidez de Nelson". No había parte del Jervis Bay que no sufriera el nutrido y acertado fuego
de artillería. Una granada que estalló a gran altura sobre cubierta arrancó del
palo mayor la insignia del buque. Espontáneamente un marinero, arriesgando la
vida, trepó por las jarcias e izó otra bandera. Desde su puesto en la proa, Sam
Patience vio el puente envuelto en llamas y al capitán Fegen que, cubierto de
sangre y agarrándose el muñón del brazo izquierdo,
que la metralla acababa de arrancarle, descendía a gatas de las ruinas del puente: Fegen
se mantenía inquebrantable en su decisión de dar a los barcos mercantes tiempo
para escapar. Acompañado por el suboficial Moore,
Fegen se dirigió al timón de popa para maniobrar su nave desde allí. La
tripulación del Scheer, que escuchaba por la radio de su barco los comentarios
de la batalla, oyó lo que parecía significar el fin del Jervis Bay: "El crucero
auxiliar inglés está envuelto en llamas". Pero aun así el destrozado
buque, condenado a hundirse, continuaba avanzando hacia el navío alemán. Uno de
los oficiales de Krancke le dijo:
—Tienen que comprender que están perdidos.
—Su capitán posee la intrepidez de Nelson —contestó Krancke. Sangrando copiosamente,
Fegen llegó a la toldilla y ordenó que los
12 flotadores lanzahumos que aún quedaban, fueran coleados a popa para aumentar
así la cortina de humo que protegía la huida de los barcos mercantes. Después,
dándose cuenta de que el Jervis Bay estaba en peligro de volar, pues el fuego había alcanzado a los explosivos amontonados al lado de los
cañones, mandó arrojarlos al mar. Con celo suicida, uno de los marineros se abrazó a cuatro
cargas de Gordita de diez kilos cada una, capaces de lanzar a una distancia de
más de diez kilómetros cuatro granadas de 45 kilos, y, cuando llegaba a la
barandilla, un trozo de metralla cayó sobre su carga y lo pulverizó en medio
de un fogonazo.
Krancke creyó que el cañón de popa enemigo seguía haciendo fuego.
—¡Aún están disparando! —exclamó maravillado— No se darán por vencidos.
Fueron necesarios 22 minutos y 22 segundos de incesante cañoneo para dejar
fuera de combate al Jervis Bay. Una granada estalló en la sala de máquinas; el
mar entró como una tromba y las máquinas quedaron bajo seis metros de agua. Con
toda su potencia inutilizada, el Jervis Bay ni siquiera podía cambiar de rumbo para escapar de la continua lluvia de bombas incendiarias y de
fragmentación.
Pero corno dijo uno de sus oficiales.
—Mientras nosotros aguantamos, alguno de nuestros barcos escapa.
El plan de Fegen había salido bien.
Sumo sacrificio. Aún trascurrió una hora entera antes de que Krancke se sintiese con las mano libres para abandonar la acción contra el Jervis Bay y dedicarse a perseguir a los dispersos barcos del convoy HX 84, que mientras tanto habían sacado gran partido al tiempo que había ganado para ellos el Jervis Bay. Un patrón, comprendiendo que la velocidad de su buque no podía competir con la de un acorazado de bolsillo, se ocultó tras una densa nube de humo y esperó que el Scheer pasase a su lado a toda velocidad sin advertirlo. Otro capitán se amparó bajo un chubasco. El más grande de los fugitivos barcos mercantes, blanco del fuego del Scheer, engañó a Krancke al simular una "explosión", arrojando por sus chimeneas una enorme nube de humo negro entre la que se veían chispas rojas. Esto hizo creer al capitán del Scheer que, rematado aquel objetivo, podía dedicarse a buscar otra presa.
Otros barcos tuvieron menos suerte. Antes de anochecer los cañones del Scheer habían hundido cinco e incendiado
el San Demetrio, aunque la valerosa tripulación
del barco cisterna se las arregló para llevarlo hasta Inglaterra con cerca de
11.000 toneladas de valioso petróleo aún intactas. Así pues, de los 37 barcos
que formaban el convoy HX 84 pudieron
escapar nada menos que 32.
La mayoría de los tripulantes del fervis
Bay nunca supieron lo que su sacrificio había logrado, entre ellos Fogarty Fegen. Sus ensangrentadas pisadas
terminaban donde la explosión de una granada lo
había matado instantáneamente. Treinu, minutos después de haber dejado de funcionar las máquinas, el
capitán de corbeta Roe ordenó a sus hombres abandonar el barco. Si no hubiese sido por Sven Olander, capitán del
carguero sueco Stureholm, las posibilidades
de supervivencia de la tripulación del Jervis Bay en el Atlántico invernal
habrían sido muy escasas.
A las 9 de la noche, cuando oteaba el mar, Olander vio una luz casi sobre la
superficie del agua, que parecía la de una lancha, lanzando un S.O.S. Olander
reunió a su tripulación.
—Ya han visto ustedes lo que el fervis Bay hizo para salvarnos —les dijo—. Quisiera
volver atrás y ver si hay náufragos en el agua.
Aún estaba hablando cuando las bengalas del Scheer iluminaron la negrura del
cielo. Si el
Scheer lo descubría, la neutralidad de Suecia no salvaría al Stureholm, que
había formado parte de un convoy británico.
—No volveré atrás si no están de acuerdo —añadió Olander—. ¿Qué me dicen?
Todos los tripulantes levantaron la mano en señal de asentimiento.
Cuando al cabo de casi ocho horas el barco
sueco hubo recogido al último sobreviviente del Jervis Bay, Olander anotó en su cuaderno de bitácora: "Se
han rescatado en total 68 hombres, muchos de ellos heridos. Tres estaban
muertos".
A los sobrevivientes se les colmó de honores. La mención del Almirantazgo decía
que debía de haber muchos más "cuyo valor, si se supiera toda la verdad,
les habría hecho dignos de ser condecorados". El capitán Fegen hubiera
ratificado tal afirmación, como también hubiera deseado compartir con los 197
marinos que murieron con él la Cruz de la reina Victoria, que, en homenaje
póstumo, se le otorgó "por su valor en arrostrar una situación desesperada y dar su vida para salvar los muchos barcos que tenía el deber de
defender".
A través del fuego de los cañones del Admiral Scheer,
también el capitán Krancke rindió tributo a la tripulación del Jervis Bay. "Esos
hombres, y
Dios es testigo", dijo el capitán alemán, "se
han hecho acreedores al eterno agradecimiento de su patria".
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