martes, 13 de mayo de 2025

AVENTURA EN BIRMANIA *KACHINES * II GUERRA MUNDIAL

 AVENTURA EN BIRMANIA

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST SEPTIEMBRE1945

RALPH E. HENDERSON ha viajado mucho por el Lejano Oriente, y desde antes de la guerra, conocía bien las montañosas tierras de Birmania. En 1944 volvió allí, en calidad de corresponsal de guerra, y viajó con el primer convoy de camiones que fue desde Asara a la China por la entonces recién construida carretera de Stilwell. Ácompa­ñado de un guía kachin, recorrió algunas de las trochas misteriosas que describe en este artículo, para visitar las bases avanzadas de los batidores, o pasar un rato con oficiales norteamericanos que habían descendido en paracaídas a la selva. Es significativo que su guía solamente supiera nom­brar dos cosas en inglés: carabina y ración K (caja que contiene alimentos condensados y cigarrillos para varios días).

Un relato de la lucha en las selvas de Birmania,
mantenido hasta ahora en secreto.

POR RALPH E. HENDERSON

Los batidores kachines -norteamericanos (American-Kachin Rangers) han contribuido con excepcional eficacia al éxito de la campaña en el norte de Birmania. Ope­rando siempre detrás de las líneas enemi­gas, su conocimiento perfecto de la selva les ha permitido desorganizar las comuni­caciones de los japoneses y hostilizar las zonas de su retaguardia. No han dado res­piro al enemigo ni siquiera allí donde podía considerarse más seguro. Las hazañas de estos batidores constituyen uno de los ca­pítulos más pintorescos de la guerra en el Lejano Oriente.»

Teniente general Dan I. Sultan,

jefe de las fue as norteamericanas en el sector India-Birmania.

“Cuando. sentamos plaza de voluntarios para “servicios arriesgados ” , me dijo en Birmania el joven capitán de la barba cortada en punta, «no sabíamos que íbamos a venir aquí, y, por de contado, ignorábamos en absoluto que existiese una tribu llamada de los kachines. En cambio, ahora cono­cemos muy bien a esos amigos. Son los mejores guerreros selváticos del mundo. Ha sido una suerte que los norteamerica­nos les cayésemos en gracia».

Los batidores kachines-norteamerica­nos luchan detrás de las líneas japonesas. Esta circunstancia explica que se haya ocultado su existencia tras el velo de los secretos militares. Me ha sido dable, sin embargo, enterarme en parte de su asom­brosa hoja de servicios.

Estos guerreros de la selva fueron la vanguardia protectora del general Win­gate cuando en febrero de 1943, hizo con sus chindits el primer avance de importancia en tierras de Birmania.* *Véase Audaz incursión en Birmania en SELECCIONES de enero de 1944•*

A princi­pios de 1944 prestaron igual ayuda al ge­neral Merrill guiando a sus merodeadores en la marcha de 1200 kilómetros a través de la selva para apoderarse de la zona aérea de Myitkyina. También actuaron de vanguardia en la carretera de Ledo, hoy de Stilwell, cuando los ingenieros que habían de construirla hacían aterri­zajes violentos en las montañas, para abrir a través de aquel abrupto terreno un ca­mino a la China.

 A principios del año en curso volvieron a servir de avanzada, esta vez a las fuerzas del general Willey, en la operación que acabó de eliminar el po­derío japonés en las montañas del norte de Birmania.

Bastante acción supone tan repetida ayuda. Pero todo eso es sólo una parte de las aventuras corridas y los frutos mi­litares logrados por los audaces norte­americanos que descendieron detrás de  las  líneas japonesas para ponerse en con­tacto con una tribu salvaje.

«La forma en que se hizo el primer en­ganche de hombres para esta empresa», continuó el capitán, «fue muy semejante a la invitación para ingresar a un círculo de camaradas.

Varios oficiales del grupo recorrieron los campamentos de instruc ción de los Estados Unidos en busca de voluntarios. Abordaban a quien les pare­cía apto y charlaban un rato con él.

— ¿Le gustaría tomar parte en una cam­paña muy activa... y un tanto arriesga­da?> —¿Tiene usted la habilidad necesaria para bastarse a sí mismo? Y luego una preguntita que le hacía a uno pensar dos veces antes de contestarla: “ ¿Estaría dispuesto a saltar en paracaídas detrás de las líneas enemigas—completamente solo ?”

«Tuve la primera sospecha del lugar a donde pensaban enviarme cuando me llamaron a una oficina de Wáshington y me pidieron que hiciera una lista de las cosas que creyese necesitar en caso de encontrarme solo en la selva. Sabiendo que generalmente el ejército no le da a uno sino la mitad de lo que pide, pedí con largueza: tres revólveres, dos cuchillos, dos linternas eléctricas, una ametralladora ligera, varias granadas, ropa para camuflaje y otras cuantas cosas que llena­ban media página. Con gran asombro mío, trajeron en el acto cuanto había pe­dido, y me dijeron: “¡Lléveselo!”

Hube de cargar con toda la impedimenta y vol­ver al hotel convertido en una especie (le camión militar humano. A mi paso por el vestíbulo, las damas nerviosas palide­cieron de asombro, los hombres fornidos palidecieron de envidia, yo palidecí sin­tiendo que estaba haciendo el tonto... y en aquel momento y lugar, me enteré de que el tal equipo tenía por objeto que uno hiciese el tonto. Por eso le daban todo lo que pedía.

«Pocos días después me encontré a bordo de un buque. Sólo entonces un oficial me reveló mi destino.»

Las tierras montañosas de Birmania que limitan con Asam son una de las par­tes más salvajes del mundo. Vistas desde un avión, semejan alfombra de verde fel­pa tendida sobre un montón de rocas. En tierra no ofrecen, por regla general, perspectiva alguna. Son una masa de ve­getación y sofocante. Las escasas veredas utilizadas por los montañeses pa­recen aumentar, más que disminuís, la sensación de impenetrabilidad que da la huraña selva inmensa.

Por estas veredas escaparon los aliados a principios de 1942 desde Birmania hasta Asam. A lo largo de ellas se emboscaron los japoneses que iban en su persecución, quitándoles así toda esperanza de retor­no.

Cada sendero se convirtió en la entrada de un pequeño infierno verde, de un fortín japonés, secreto y bien armado

Además, la victoria japonesa había incomunicado a la China cerrando la ca­rretera de Birmania. Si no se encontraba un nuevo camino para abastecerla, China estaba perdida. Así las cosas, se enromendó al general Joseph W. Stilwell la  tarea de arrojar a los japoneses de las montañas septentrionales de Birmania, y asegurar una ruta de abastecimiento que tenía más de 1500 kilómetros de longitud.

Entre las fuerzas a las órdenes de Stilwell, se ha­llaban los batidores kachines-norteamericanos a quienes iba a corresponder la par­te más aventurada y dificil de aquellas operaciones.

El 4 de jullo de 1942, un grupo redu­cido tomó la delantera para establecer en Asam el cuartel general de los batidores. Eran sólo veinte hombres. En apariencia, un curioso ejército  diminuto de once ofi­ciales y nueve soldados. En realidad, un selecto conjunto de especialistas que in­cluía no sólo oficiales duchos en las artes de la guerra sino, también, individuos cuyas habilidades parecían enteramente pacíficas: geógrafos, lingüistas, abogados y hasta un joyero, cuya destreza en el manejo de instrumentos de precisión fue realmente inapreciable para diseñar aparatos de radio pequeños y duraderos.

El plan de operaciones era sencillo; «loco», lo llamaron algunos militares ape­gados a lo tradicional.

Se sabía que la tri­bu guerrera de los kachines habitaba en las montañas dominadas por las fuerzas del lapón y detestaba a los nipones.

El plan consistía en que los voluntarios norteamericanos organizaran a los kachines en grupos de combate, les facilitaran ar­mas y los dirigieran. Durante la noche, un voluntario norteamericano saltaría de un avión bien adentro del territorio do­minado por los japoneses, en las proximi­dades de alguna aldea. Un segundo paracaídas le llevaría comida, armas, medici­nas, algunos regalos para los indígenas y una pequeña radioemisora.

Desde el instante que se lanzaba en el paracaídas (con frecuencia por primera  el voluntario contaba únicamente .Sigo mismo. Tenía que hacer amistades con los indígenas, cuyo lenguaje y costumbres le eran totalmente desconocidos. Tenía que convertirse en su jefe y confiar en que no le traicionarían por una crecida recompensa. Cuando se conside­rase seguro, los aviones le llevarían en vuelos nocturnos más alimentos, armas y suministros. Entonces había de iniciar su pequeña guerra personal, contra los japoneses en forma de emboscadas e irrupciones repentinas.

Ciertamente el plan no carecía de au­dacia. Hasta hubiera podido calificársele de temeridad descabellada a no ser por dos hechos de importancia que le daban base. Primero, la comarca era tan agreste y la selva tan densa que existían muchas aldeas remotas adonde no habían llegado ni siquiera las patrullas japonesas de avan­zada. Segundo, varios refugiados kachi­nes habían hecho reiteradamente la afir­mación de que su tribu quería a los norte­americanos tanto como odiaba a los ja­poneses.

El guerrero kachin — como muchos norteamericanos tuvieron ocasión de des­cubrir más adelante con asombro—no co­rresponde al romántico salvaje, alto, for­nido y resuelto, que suele forjarse la imaginación popular. Generalmente su estatura no excede de metro y medio, tiene el cabello cerdoso, los dientes torcidos y  cierto retraimiento que le hace parecer imbécil.

 Sus ropas ofrecen el as­pecto de harapos que les hubiese regalado hace años un pariente pobre.

Diría uno que desde entonces nunca se han atrevido a lavarlas por temor de que se les desha­gan. No hay en su apariencia nada que desmienta el tradicional gusto de los su­yos por las sangrientas enemistades here­ditarias, dentro de la tribu, y la rapiña fuera de ella.

El doctor Gordon Seagrave, «el cirujano de Birmania» se reconoce deudor de los kachines por haber sido los primeros que se prestaron gustosos a las operaciones quirúrgicas. Tal es la afición de esa gente a los cuchillos que aceptan con placer todo lo que implique tajar y cortar, aun cuando sea en su propia carne.

 El gusto de los kachines por la sangre es hereditario y natural; su simpatía por los norteamericanos es adquirida y tiene sus puntos y ribetes de historia.

EN 1878, cuando Birmania estaba go­bernada por el rey Thibaw, un misionero norteamericano, llamado William Henry Roberts, solicitó de él una audiencia y fue admitido en el palacio real de Man­dalay. Cuando se halló ante la Augusta Presencia, anduvo con las rodillas y las manos hasta el trono del Pavo Real, tocó el suelo con la frente, según requería el protocolo, y pidió una gracia.

En el norte remoto habitaba una raza atrasada y belicosa, que los birmanos co­nocían por el nombre de kachines o «la­drones», en cuyo territorio ningún via­jero podía considerarse seguro. El misio­nero norteamericano pidió permiso para entrar en aquella tierra peligrosa, y el rey Thibaw se lo concedió. No era de su in­cumbencia que un extranjero quisiera de­dicar la vida, que prometía ser muy corta en aquellos andurriales, a la propaganda de su locura religiosa.

Los trabajos de Roberts entre los ka­chines tuvieron dos consecuencias nota­bles que habían de influir sorprendente­mente en futuros acontecimientos. En primer término, ganó la gratitud de gran número de miembros de la tribu. Aquel su primer amigo desinteresado, aquel ex­tranjero, dispuesto a vivir con ellos y ser­virles de maestro, procedía de una tierra distante llamada Estados Unidos. Con sencilla lógica primitiva, los montañeses hicieron extensiva su amistad a otros nor­teamericanos que siguieron a Roberts y Rgradualmente la transfirieron al gran país que nunca habían visto.

 En segundo lugar, Roberts dotó a los kachines de lenguaje escrito. Como no tenían alfabeto propio, fue representando tan fielmente como pudo los sonidos de las voces indígenas con letras del alfabeto inglés, y estableció escuelas en algunos villorrios para ense­ñar el abecedario. Este hecho, es decir, el que los dos alfabetos sean iguales, faci­litó mucho el dar instrucción a los opera­dores kachines de radio.

Los primeros voluntarios norteameri­canos que se aventuraron a dar aquel salto nocturno y lanzarse hacia lo desco­nocido tuvieron miedo, y así lo recono­cen. Miedo a perderse en la selva, sin es­peranza de auxilio; miedo a las heridas, a las serpientes, a la enfermedad; miedo, sobre todo, a ser sorprendidos y tortura­dos por los japoneses.

«Mi primer salto», me relató uno de ellos, «salió a la perfección. Aterricé sin tropiezos cerca de una aldea, y fui ha­llado por los kachines a la mañana siguiente. Me trataron como a un amigo, dándome de comer arroz cocido y huevos. Pero yo sabía que andaba por allí una fuerza japonesa y no daba cuatro cuartos por mi vida. En aquella hosca y profunda selva no hallaría sitio alguno donde ponerme a salvo. Ignoraba aún, por supuesto, que todo cuanto uno necesita es agarrarse al cinturón del kachin que esté cerca para que lo guíe a un sitio donde ni el japonés más listo puede en­contrarlo. Tal vez el kachin no entienda una sola sílaba de las pocas frases que uno ha procurado aprender. Eso nada impor­ta. El lo esconde a uno, lo alimenta, y lo acompaña hasta que ya no hay peligro

Al principio, los voluntarios no se cui­daron de combatir. Tenían bastante tra­bajo con aprender a subsistir en la selva,establecer comunicación por radio con sus bases, e ir adquiriendo algún conoci­miento de la lengua y las costumbres de sus huéspedes. Cada uno de los volunta­rios se familiarizó con todas las trochas de su respectiva zona, con los caminos utili­zados por los japoneses, y con los estre­chos senderos y las veredillas de caza que solamente los kachines conocían.

 Para en­tonces los japoneses estaban ya adverti­dos de su presencia y, a veces, hasta de su posición exacta. Con frecuencia pudie­ron perseguirlos de un lugar a otro las patrullas japonesas; pero nunca consiguieron darles alcance.

Los kachines acogieron con júbilo la idea de pelear al lado de los norteamericanos. Gradualmente cada uno de éstos organizó su banda de guerrilleros, no por pequeños menos feroces, y comenzó a equiparla. Las radios dieron cuenta de las posiciones y pidieron aprovisionamiento que los aviones de transporte fueron de­jando caer en arrozales de las montañas, o claros secretos de la selva. La cantidad media de abastecimientos era como un tercio de la normalmente necesaria para tropas regulares. Se calculaba que los ba­tidores cubrirían dos terceras partes de sus necesidades con productos del terreno en que operaban.

Para los kachines, despojados de casi todo lo necesario por los años de guerra, aquella munificencia de los cielos era un verdadero milagro: arroz, sal (imposible de obtener en las montañas y valorada como la misma plata), medicinas, tabaco, petróleo para lámparas, rifles, ametralla­doras y magníficos cuchillos de caza.

Poco tardaron estas fuerzas en estable­cer contacto unas con otras e infiltrarse hasta muy adentro en el territorio japo­nés. Abrieron en la selva reducidas pistas ocultas, donde pudieran deslizarse peque­ños aviones de enlace para transporte de

enfermos o heridos.

 Empezaron a pagar a la fuerza aérea la ayuda que le debían, devolviendo vivos y en buena salud a pilotos cuyos aviones se habían estrellado en terreno enemigo. Cazaron a un piloto japonés, casi en el mismo aeródromo ni­pón, y lo enviaron al cuartel general. Resultó ser un prisionero valioso, el pri­mer oficial japonés capturado en Birma­nia desde la retirada británica.

Los muchachos norteamericanos que saltaron a lo desconocido eran ya ague­rridos veteranos; habían hecho grandes progresos en el arte de vivir en la selva y conocer a los kachines. Sírvanos de ejemplo, más o menos típico, el joven capitán que entró cargado como un ca­mión al hotel de Wáshington.

Cosa de dos meses después de haber descendido en su paracaídas, recibió órdenes por radio de «iniciar la lucha».

«Tenía para entonces», dice, «un pe­lotón de guerreros kachines a mis órde­nes, y me había formado una idea bastan­te completa de los caminos y trochas de las inmediaciones. Empezamos a armar emboscadas en las veredas, a dinamitar puentes y a volar depósitos de municio­nes de los japoneses.

«Cuando preparan una emboscada en la selva, los kachines causan estrago con estacas de bambú aguzadas. Las clavan en ambos lados de la vereda escondiéndolas hábilmente entre la maleza. Cuando una patrulla japonesa sobre la que hacíamos fuego se dispersaba, lanzándose a la espe­sura para guarecerse... me cuesta trabajo contar lo que pasaba. Baste decir que después de que cayeron en unas cuantas emboscadas de este tipo, los japoneses no volvieron a buscar abrigo al recibir nues­tros disparos.

«Claro está que los japoneses trataron de tomar represalias. No estaría yo contando esto si mis hombres no hubieran estado diez veces más alerta que el mejor japonés de la selva. Simplemente, pare­cían saber cuando el enemigo nos rondaba. Cómo se las arreglaban es cosa que ignoro, porque yo nunca pude ver, ni oír, ni oler nada que me anunciara la proximidad de un japonés.

«Solamente una vez, en los largos me­ses de aquella lucha <al escondite>, nos sorprendieron los japoneses. íbamos a vo­lar un puente y quizás estábamos dema­siado absortos en la tarea. Sea lo que fue­re, nos hicieron una descarga cerrada a muy corta distancia. La única explica­ción de que nos marraran, fue, creo yo, lo incierto y difícil que es hacer puntería en la selva. La circunstancia que acabó de salvarnos fue todavía más extraña.

«El kachin es un cazador selvático que nunca ha dispuesto sino de armas de fue­go rudimentarias que se cargan por la boca. Naturalmente, tira siempre a la me­nor distancia posible y luego avanza co­rriendo para rematar a cuchillo la pieza herida. En aquella ocasión, todos los ka­chines que me rodeaban se lanzaron en dirección al enemigo como en la caza después del disparo. Los emboscados ja­poneses creyeron que se les venía encima una carga a cuchillo y se pusieron en pie para resistirla. Entonces los kachines se echaron a tierra y los acribillaron con las ametralladoras ligeras.

«Sin embargo, no fue solamente ese ardid lo que nos salvó. Los japoneses tenían carabinas; pero cada batidor lleva­ba un rifle automático de tiro rápido, de modo que nuestra superioridad de fuego era relativamente abrumadora. Siempre hemos procurado dotar a los kachines de las armas más modernas, las cuales los en­tusiasman como los juguetes nuevos a un muchacho. Aprenden a montar una ametralladora con rapidez que asombra.

«Tal vez sienta usted curiosidad por saber lo que hice con todo aquel equipo que pedí en Wáshington para emprender la guerra por mi cuenta. Bueno. La ma­yor parte quedó, por supuesto, en la base. Pero un buen cuchillo siempre viene bien en aquellas tierras. Cuando en tiem­po de monzón las sanguijuelas se multi­plicaban y nos cubrían las piernas, nos las <afeitábamos>, por decirlo así, con la hoja del cuchillo, y si ya habían clavado hondo la cabeza, usábamos la punta para escarbar la carne y sacarlas.

Como las ra­ciones no siempre llegaban a tiempo, los kachines me enseñaron a comer algunas cosas que en vano pediría en los mejores restaurantes. Raíces, bayas y frutas ex­trañas, por de contado, pero también ex­celente carne de mono, tigre y elefante. La fritada de hormigas blancas y crías de abeja, también blancas, crujía un poco al masticarla, pero no era un mal bocado. Hay una cierta variedad de ratas cam­pestres, limpias y regordetas, que son de­liciosas.

«Yo, en cambio, enseñé a los kachines a gustar de alg6 que nunca ha sido de mi completo agrado: las raciones K. Una vez nos dieron dulces de Whitman en una lata que tenía impresa una vista de los rascacielos neoyorquinos. Les gustaron mucho y hablaron durante varios días de las grandes pagodas norteamericanas estampadas en la lata.

Cierto día, dos de ellos me trajeron una cuyo contenido acababan de devorar, y me preguntaron cuándo volveríamos a recibir aquella ra­ción nueva. Di un salto, al ver la lata roja que llevaba la inscripción: “veneno>. Era alcohol sólido, <fuego enlata­do>. Pasé unas horas muy preocupado, pero no les hizo otro efecto que alegrar­los. Lo cual me autoriza para decir que los kachines son amigos no solamente muy fieles sino, también, muy durables.»

Añada el lector algunas variaciones a las aventuras del capitán, multiplíquelas   luego por cincuenta y empezará a darse una idea de la magnitud que alcanzaron las operaciones de estas guerrillas en las zonas de la retaguardia enemiga. Fue una horrenda destrucción en gran escala de­trás de los 1000 kilómetros del frente japonés.

En febrero de 1944, cuando los mero­deadores de Merrill, fuerza norteamericana adiestrada especialmente para la lu­cha en la selva, atacaron en dirección a la base japonesa de MyItkyina, los bati­dores formaron la cortina de avance de la columna. Tres meses después, cuando los merodeadores cayeron sobre su obje­tivo, después de una estupenda marcha, fue un kachin quien les sirvió de guía. Este kachin había sufrido aquella mañana la mordedura de una culebra, pero no quiso darse por enfermo hasta no haber llevado a los norteamericanos, por una de esas veredas que sólo los kachines pueden seguir, a la sorpresa y toma del aeródromo. La desesperada batalla que siguió, aquella horrenda pesadilla de lodo y san­gre en que los batidores tomaron parte, fue un momento decisivo de la campaña. Mvltkyina cayó al fin, porque los que habían capturado el aeródromo resistie­ron allí, sin ceder, los reiterados ataques del enemigo.

Los archivos del cuartel general nos permiten conocer algunos detalles refe­rentes a la acción individual de los bati­dores. Figura allí, por ejemplo, un mu­chacho del sur de los Estados Unidos que ha pasado varios meses completamente solo en la selva. Ahora habla kachin a la perfección. Entre otras proezas suyas, se cuenta la captura de diez elefantes a los japoneses. El elefante es de un valor ina­preciable en la selva, pues hace las veces de camión y tractor.

Figura también un sargento que se ha hecho especialista en volar puentes y has­ta tiene en su haber la destrucción de un tren de tropa. Ha caminado a pie cerca de 2500 kilómetros, la mayor parte por empinados senderos escabrosos, y pasó largas temporadas alimentándose con arroz robado en los depósitos japoneses.

Hablan también los archivos de un médico y cirujano de la armada, que, aunque parezca extraño, fue voluntaria­mente, como los demás, a prestar sus ser­vicios en aquellas regiones. Lo acompa­ñaban cuatro amigos, farmacéuticos de la armada. Entre caso y caso—buena parte de los cuales hubiera sido difícil de aten­der hasta en un hospital moderno—te­nían que esconderse o que huir según las circunstancias lo requerían. Muchos in­trépidos guerreros norteamericanos y ka­chines deben la vida a este valiente equi­po sanitario.

Uno de los detalles más confortadores de esta asombrosa aventura es la excelente asistencia médica que se dio con absoluta igualdad a norteamericanos y kachines. Ahora hay en Asam un hospi­tal de primera clase, atendido en parte por antiguas enfermeras de las famosas fuerzas del coronel Gordon Seagrave.

Muchas de estas excelentes enfermeras son muchachas kachines convertidas al cristianismo. Los pilotos de la minúscula fuerza aérea arriesgaron a diario la vida para transportar con el mismo afán a heridos kachines que norteamericanos.

NADIE que no pertenezca á la organiza­ción se atreverá a negar que los batidores kachines-norteamericanos son dignos de los honores más altos que se conceden al valor; nadie que a ella pertenezca osará negar que todos y cada uno de sus miembros viven completa y maravillosamente fuera de este mundo.

En el cuartel general tuve cierto día ocasión de charlar con un joven oficial de elevada estatura y ojos azules que poco antes había regresado de la selva.



Llevaba una gorra maltrecha, que no correspon­día a uniforme alguno, adornada con una pluma de faisán al estilo Roban Hood. Su fina barba rojiza cortada en punta brillaba al sol.

—¡Hermosa pluma!—exclamé—. Pa­rece haber algo en el espíritu de este cuerpo que induce a los muchachos a ponerse plumas en las gorras y vestir uniformes extraños.

—Sí—me contestó—, algunos de estos chicos se ponen cualquier cosa. —Evidentemente él se consideraba un modelo de sobriedad en el vestir—. Algunos escasa­mente llevan algo más que las botasconcluyó diciendo.

—Esta vida solitaria de la selva—apun­té yo—, es propicia a las excentricidades.

Ya lo creo—repuso—. ¡Tipos más locos que éstos no ha visto usted nunca! A veces creo que yo soy el único que no tiene la cabeza en las nubes.

Entiendo que usted ha desarrollado un interés especial por las supersticiones de los kachines... ¿Creerá acaso en los malos espíritus, la adivinación por medio de huesos de pollo y otras cosas pareci­das?

Sin duda—contestó—. Todo el que haya hecho un experimento serio de adi­vinación convendrá en que la cosa tiene su sentido. Por ejemplo, los kachines se valen de huesos de pollo para escoger un sendero seguro. Si me hubiera permitido desdeñar sus consejos, habríamos dado de narices en emboscadas japonesas más de una vez. No estoy de acuerdo con su te­mor a los malos espíritus, pero es muy prudente arrojar algunas monedas al agua antes de cruzar un río.

¡Vaya, vaya!—dije por todo comen­tario—. Y ¿es cierto—pregunté luegoque algunos chicos se han vuelto un tanto excéntricos?

—Ya lo creo—dijo—. Algunos tienen la borrachera de la selva. Hay, por ejem­plo, un oficial, procedente del ejército in­glés, que siempre se pone el monóculo para saltar en paracaídas. Hay otro que no puede afeitarse, ni siquiera en el mis­mo corazón de la selva, sin que un asis­tente lo enjabone y le dé la navaja. Hay, en fin, otro chico que se ha especializado en asustar a los prisioneros para Hacerlos hablar. Usa una barba enorme, negra y cerrada, tiene una cicatriz que va del ojo al mentón, y lleva la cabeza rasurada. Realmente es la cara más horrible que se puede encontrar en la selva. Japonés que cae en sus manos, no tarda en soltar la lengua y contar todo lo que sabe.

—Pero recuerde usted—siguió dicien­do—que esta fuerza se compone de indi­viduos cuidadosamente escogidos. Para la audaz empresa proyectada se necesitaban hombres que se atreviesen a todo, que tu­viesen confianza en sí mismos, y que supieran resolver -las cosas a su modo. Las «originalidades» y «rarezas» a nadie da­ñan; no hacen sino dar mayor interés a la vida.

—Lo que requiere vigilancia y cuida­do es otra cosa enteramente distinta. El hombre puede perder la razón en la sole­dad de la selva. Los árboles se cierran en torno hasta que uno se siente falto de espacio, de luz y de aire. Le parece que está en una prisión de la que ansía escapar sin conseguirlo nunca.

Tal estado de ánimo se agrava en los meses del monzón. La mayor parte del tiempo está uno calado por la lluvia. Sanguijuelas, mosquitos y un millón de bichos más, se ensañan en uno. La niebla parece hacer más estrecha y más sombría aquella cárcel formada por los árboles ylas montañas, donde nunca penetra un rayo de sol. Se llagan las piernas, se sien­ten a veces escalofríos de fiebre y va uno perdiendo el color hasta quedar lívido como un cadáver.

 No hay ni siquiera el alivio de tener a quien contarle las penas. Estos hombres no han podido nunca es­cribir unas pocas líneas a sus esposas di­ciéndoles lo que hacen. Poco a poco se va apoderando de uno la idea de que nadie se ha visto antes en infierno semejante...

—La tensión llega a ser insoportable. Se encuentra uno en el lado difícil de una interminable caza de hombres. Los japoneses le siguen la pista y no hay mo­do de librarse         Insomnio... pesadillas...

Por sus mensajes de radio conoce uno cuando un hombre ha llegado a esa condición. Entonces hay que retirarlo de su puesto. Un pequeño descanso lo pone en condiciones de volver a la lucha, más seguro de sì mismo que nunca.

Los JAPONESES han sido ya desalojados de las montañas y arrojados a las llanuras de Birmania. En enero de este año, con­voyes de camiones empezaron a rodar por la ya terminada carretera de Stilwell, en su larga jornada hacia la China. Son muchos los obreros y soldados que heroicamente contribuyeron a esa victoria. Entre ellos—aunque la fama no ha _pregonado sus nombres—desempeñaron los batidores kachines ­norteamericanos, un papel de la ma­yor importancia. Sacaron al enemigo de sus escondrijos y sembraron sus propias trochas de terror y muerte.

—Una de las cosas más extraordi­narias de toda esta operación de guerra—me dijo el jefe de los bati­dores—, son las muy pocas bajas sufridas por los norteamericanos. De todos los muchachos que se deja­ron caer detrás de las líneas japo­nedas, y fueron muchos, solamente siete murieron en acción. Es un milagro que sólo puede explicarse por la lealtad y pericia de los kachines. Para que nuestros muchachos no sufrieran daño, se pro­pusieron descubrir todas las emboscadas japonesas... y lo consiguieron.

—Los kachines — dije — merecen una medalla especial.

—Ya tienen una, la medalla «CMA». Por cierto que su origen es muy curioso.

Mi interlocutor me contó entonces que la medalla fue creada a causa de un error de interpretación de uno de los ofi­ciales que se hallaban en la selva. Parece que éste recibió un mensaje oficial por radio en el cual se le informaba que, para premiar un acto de extraordinaria valen­tía de los kachines a sus órdenes, se les enviarían alimentos y ropa nueva. Des­pués de la palabra «alimentos» aparecían en el mensaje las letras CMA, abreviatu­ra de COMA. Pero el oficial olvidó que aquello era un simple signo de puntua­ción, y al leer «alimentos CMA ropa nueva » creyó que se trataba de una me­dalla especial. Muy contento por ello reunió a sus subalternos, y en una sen­cilla ceremonia les notificó que serían condecorados con la medalla CMA, la cual estaba ya en camino.

Cuando el cuartel general supo lo ocurrido, se vio en un aprieto. No podían dejar incumplida la promesa de un oficial norteamericano a sus soldados, pero tampoco podían crear condecoraciones. Luego, pensándolo mejor, resolvieron que tal vez sí podrían. Echáronse entonces a buscar un significado para las siglas «CMA », y uno de los presentes sugirió «Cita­tion for Military Assistance» (Ci­tación por Auxilios Militares). El problema quedó resuelto. Ahora existe una hermosa medalla de plata

tque lleva esas palabras y pende de una cinta verde con pavos reales blancos bor­dados. Es una recompensa norteamericana especial para los kachines, que tal vez no esté muy dentro de lo convencional, pero que es extraordinariamente apreciada por quienes han sabido ganarla, expo­niendo una y otra vez la propia vida.

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