Don ANTONIO JOSE IRISARRI,
FILÓLOGO
Por RICARDO MONTANER BELLO
Discurso de Incorporación a la Academia Chilena» correspondiente de la Academia Española
Publicado en la Revista " A t e n e a" de la Universidad de Concepción
SANTIAGO DE CHILE
1922
I M P R E N T A U N I V E R S I T A R IA
¡SEÑORES:
La benevolencia de ustedes, que no tengo manera de agradecer bastante, me ha dado un lugar en este instituto, que es la extrema expresión de la civilización y de la cultura. Reconozco y aprecio todo el favor que me habéis hecho, sobre todo, si lo comparo con mis modestos títulos de cultivador de las bellas letras.
Es cierto que las he amado siempre y que siempre he vivido seducido por ellas; pero ha sido con amor de intimidad y con pocas expresiones públicas, porque la mayor parte de los frutos que han salido a la luz, andan por allí dispersos y anónimos, sin paternidad y sin hogar.
Pertenezco a una generación que ha tenido la desgracia de vivir en los tiempos de las mayores transformaciones del mundo, sin reposo ni quietud para trabajar con el espíritu libre de preocupaciones o con el corazón desahogado de presentimientos.
Los tiempos han cambiado continuamente: casi ningún día se ha parecido al otro, y se ha vivido siempre a la espera de nuevas sorpresas. Mi generación ha tenido que reformar y corregir casi todos sus conocimientos para seguir de cerca la rápida evolución de las ideas,
y este trabajo mental, que consiste en levantar todo el peso del pasado, ha consumido gran parte de la vida. No ha encontrado ambiente favorable y el mal ambiente produce la esterilidad.
Pero aquí, el contacto con ustedes y el estímulo que recibo con la honrosísima designación que en mí habéis hecho, harán que reanude trabajos suspendidos y dé término a cosas empezadas.
Vengo, pues, con el doble propósito de hacerme digno del sillón que voy a ocupar y también de honrar la buena memoría de mi antecesor, don Manuel Salas Lavaqui.
El señor Salas fué un hombre de mucha cultura intelectual y dotado de condiciones excepcionales para el ejercicio de la enseñanza superior de las ciencias, jurídicas. No se dedicó a trabajos de mero carácter literario, porque la tendencia de su espíritu era preferentemente el estudio de las ciencias sociales en sus relaciones con el derecho, la economía y la vida política de los pueblos. Fué bajo este aspecto un excelente profesor universitario, cuyas lecciones de filosofía del derecho merecieron los honores de la publicación. El señor Salas tradujo del francés la obra de Courcel Seneuil, titulada Principios del Derecho, adaptándola a la legislación chilena como texto de su cátedra en la Universidad de Chile. Dió a luz un estudio de Derecho Marítimo relacionado con las capturas bélicas, o sea, sobre Presas Marítimas, que ha sido considerado como un trabajo completo de investigación sobre esta materia.
Y en lo que atañe a las funciones propias de esta Academia, el señor Salas se singularizó en el estudio de nuestro sistema ortográfico, que tuvo oportunidad de conocer a fondo en su puesto de profesor de castellano en el Instituto Nacional. En 1913 publicó un folleto sobre Ortografía y Neografía, en el que, si no pueden señalarse puntos originales y nuevos de doctrina o de filología, se notan observaciones atinadas y juiciosas que dan méritos verdaderos a su trabajo.
El señor Salas no era partidario de las reformas ortográficas propuestas en años anteriores por Bello y Sarmiento, por considerarlas excesivas y porque, a su juicio, habrían producido un aumento en la anarquía ortográfica del idioma español. La idea de la reunión de un Congreso Ortográfico, que se propuso en Chile en épocas pasadas, fué combatida por el señor Salas por encontrar poco seguro el buen éxito de ese arbitrio. Temía el señor Salas que la política de los partidos, que nada tiene que ver con la gramática, entrara a hacer más irreconciliable esa anarquía, como dice que sucedió un tiempo en Colombia, en donde los llamados conservadores usaban la ortografía de la Real Academia, y los llamados liberales, la reformada, de tal modo que bastaba leer una carta, un folleto o un libro para determinar la fe política del autor. «Lo que persiguen los neógrafos, escribía el señor Salas, con las constantes modificaciones que proponen en la escritura, es llegar a tener un alfabeto perfecto. ¡Ilusión vana! El alfabeto perfecto es una utopía semejante a la del idioma universal, mil veces soñado por filósofos e idealistas, jamás ha podido ser puesto en práctica. Es, por todos aspectos, imposible de realizar».
El señor Salas pedía la adopción sin demora de la ortografía de la Academia Española, en nombre, principalmente, de la uniformidad en el uso y de la necesidad de obedecer a una autoridad superior que dé la norma y las reglas que deben seguirse.
Estas razones de unidad y de autoridad son realmente decisivas y no sé de otras mayores que puedan oponérseles. Mientras se hable un mismo idioma en América y en España, es lógico y obvio que exista una autoridad común que gobierne esta materia, a no ser que se quieran establecer secciones independientes del mismo idioma.
Don Manuel Salas, sin desconocer ni menospreciar las reformas propuestas, se pronunció por la autoridad central de la Academia española, y no hizo cuestión de amor propio nacional, porque declaró que a nosotros los chilenos debía bastarnos con el honor de que varias innovaciones de Bello hubieran sido adoptadas por aquella Academia.
Rindo, pues, homenaje de consideración y de respeto a la memoria de don Manuel Salas Lavaqui, cuya vida, recogida y modesta, dedicada a la meditación y al estudio, merece los recuerdos de esta Academia chilena, de la que fué miembro y colaborador tan entusiasta como constante.
Y aquí quiero tomar pie para deslizarme a tratar de un hombre que fué consumado maestro del habla española, que se ocupó también de asuntos de ortografía, que sin ser chileno de origen, tuvo participación importante en los sucesos de la política interna y externa de los primeros años de la República, y a quien las generaciones actuales, por razones de otro orden, tienen relegado casi al olvido.
Me refiero a don Antonio José de Irisarri, de quien ha dicho con razón Barros Arana, no se ha escrito todavía la historia imparcial y completa.
Fué tan singular aventurera y compleja la existencia de este hombre, que si se pudiera trazar en la pizarra, gráficamente, el curso de su vida, las líneas marcarían violentos zigzags de su cuna al sepulcro. El destino prolongó sus años más allá del término ordinario concedido a los hombres, acaso para hacerlo desempeñar en la comedia humana los papeles más heterogéneos y contradictorios, de tal modo que es más fácil a los historiadores decir qué cosa no fué Irisarri, que referir todos los acontecimientos en que tuvo participación más o menos activa.
Esta variedad de circunstancias, hace de Irisarri un tipo de hombre excepcional, sin unidad de tiempo, de lugar ni de acción, increíblemente móvil y capaz de los más fuertes contrastes.
Puede afirmarse que la fisonomía de su espíritu escapa al análisis, porque no hay continuidad ni persistencia en ninguna de sus obras, así en el campo de la política como en el de las letras. En este último, por ejemplo, salvo su Historia Crítica y la Defensa de su Historia, relativas al asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho, todas sus obras quedaron inconclusas y a medio hacer.
Fundó y publicó como catorce periódicos en las diversas ciudades en que tuvo alguna residencia, hojas que servían de desahogo a su genio combatidor, y que interrumpían siempre sus continuos viajes.
Irisarri, para decirlo de una vez, fué comerciante, agricultor, militar, funcionario público, ministro de Estado, agente diplomático, empresario de minas, empresario de colonización, financista, Comandante general de Guatemala, su patria, Director Supremo de Chile, durante una semana, caudillo revolucionario en Centro América, prisionero de guerra condenado a muerte y escapado de la prisión, abogado y perito en leyes, periodista, historiador, crítico, polemista, filólogo y hasta poeta, bien que, como poeta, no alcanzó al aurea mediocritas de Horacio.
Le tocó vivir en los tiempos más a propósito para el empleo de su carácter; tiempos turbulentos y revolucionarios, de acción y de reacción, en que se agitaba, por decirlo así, en medio de dolores públicos, el alumbramiento de nuevas generaciones de ideas, no sólo en el extenso continente americano, sino en todos
los países civilizados.
Un hombre como Irisarri no habría prosperado en épocas de calma y de letargo, como en los tiempos coloniales; su existencia habría sido imposible en ese mar de sargazo, porque el diablo con que nació dentro del pecho, no teniendo en qué emplearse, lo habría conducido a la desesperación.
Llevó, como puede inferirse, una vida vagabunda y errática, lejos de su hogar legítimo de Chile, y solamente cuando estuvo viejo y postrado, tomó forzado reposo en el desempeño del puesto de representante diplomático de Guatemala ante el gobierno de los Estados Unidos de Norte América. Y aun este descanso
material fué relativo, porque le sobrevinieron polémicas históricas, más agrias que nunca, en que tuvo que defender su nombre de los ataques que de todas partes le hacían, ataques en que hubo excesos de pasión en su contra y también excesos suyos en su defensa. Irisarri sólo descansó realmente desde el día de su muerte.
En esas polémicas es en donde se manifiestan las genuinas cualidades de su espíritu, rápido, mordaz, valiente, desenfadado, diestrísimo para presentar el aspecto que le era favorable de sus actos y habilísimo argumentador.
Y lo decía todo en el más envidiable lenguaje por su facilidad, corrección y elegancia.
El idioma español en sus manos parecía blanda y plástica arcilla, que él modelaba, aplicaba y ajustaba con extraordinaria destreza, sacando de las palabras efectos sorprendentes de viveza, colorido y sutilidad.
No puededecirse que tuviera un estilo propio suyo, porque Irisarri poseía el arte de todos los estilos, usando a veces frases cortas y volanderas, como saetas, y a veces párrafos largos y macizos, como de los clásicos castellanos.
El buscaba la forma de la construcción, como el guerrero elige las armas según las necesidades de la contienda.
¡Cuesta creer que tan hábil y agresivo polemista fuera un hombre que estaba por cumplir ochenta años de edad!
A esta avanzada edad, pudo repetir Irisarri lo que había dicho treinta años antes en Santiago de Chile, cuando defendía las condiciones bajo las cuales había contratado en 1822 el famoso empréstito de Londres:
«Yo salgo a la defensa de mi obra y de mi conducta, dijo, presentándome en una arena en que pueden entrar a combatirme los gigantes y los pigmeos, y cuantos crean que tienen armas contra mí, y si en esta lucha alguno piensa que no doy pruebas de ser el menos atrevido, no me negará a lo menos que soy ahora lo que he sido siempre, amigo de la buena guerra y enemigo de traidoras artes. Yo quiero a mis contrarios de frente para recibir sus heridas en la cara, y no me gusta aquella hipócrita moderación que asesina por la espalda».
Sabía Irisarri que tenía muchos y poderosos enemigos, pero se calmaba pensando filosóficamente que era preciso tenerlos, como los tienen siempre todos los que hacen algún papel en la administración de un país.
La posteridad ha absuelto a Irisarri de algunos cargos que se le hicieron en vida, porque los hombres de ahora están dispuestos a perdonar las flaquezas de los hombres que nos dieron la independencia nacional, e Irisarri fué uno de los protagonistas de esa grande empresa. En ella puso sus primeras energías de
individuo de acción y de escritor, en ella gastó generosamente buena parte de su hacienda personal, y vivió lo bastante para ver el afianzamiento de la libertad política de todo este continente, realizado, es cierto, a través de inauditos contrastes y de sangrientos acontecimientos. Sus principios sobre la libertad de los pueblos, bebidos en fuentes de la revolución francesa, se modificaron mucho con el transcurso del tiempo y con el espectáculo de las naciones americanas, conmovidas por luchas internas y fratricidas. No renegó de la independencia ni fue reaccionario en este punto; pero llegó a decir que muchos Es
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tados americanos habían perdido con ella, y que, no teniendo educación para el ejercicio de la libertad, mas les hubiera valido no haber roto con el pasado.
Sea como fuere, dejando a un lado su asendereada vida política, y considerando aquí a Irisarri únicamente como escritor y en particular como filólogo, la verdad es que la admiración que produce su talento y su extraordinaria agilidad mental, le ganan muchas simpatías.
Sus escritos se leen con placer y dan motivos para sabrosos comentarios. Pocos autores cautivan la atención y despiertan el interés como supo hacerlo Irisarri, y sea por su lenguaje, sea por sus salidas ingeniosas, sea por su valentía en el ataque, o sea por su fina y astuta dialéctica en la polémica, Irisarri impone su indiscutible superioridad intelectual
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