CUARENTA
AÑOS DE LUCHA
MOISÉS TORREGROSA
SANTIAGO DE CHILE
1921
107-116
Convidáronle a comer con ellos.
Su mente estaba llena de recuerdos. Acudían a su memoria las escenas tristes desarrolladas poco tiempo atrás,
cuando pasó por el Escorial, en calidad de reo. ¡Qué cambio! Se encontraba sentado a la mesa, junto al carcelero que, pocos días antes, le había tratado como a una bestia. Ahora era afable para con él; le trataba como su amigo íntimo, como su hermano.
Al terminar, le suplicó le llevase a donde estaban los presos, porque deseaba hablar un momento con ellos.
Accediendo a la petición de don José el carcelero tomó un gran manojo de llaves, y acompañados de un perro grande y bravo, se dirigieron al interior de la cárcel. Llegaron a una pieza, en la que había unos veinte presos.
Daba pavor ver aquellos hombres, con sus cuerpos macilentos y sus caras demacradas. Unos paseábanse cabizbajos, otros estaban echados en el suelo, teniendo un trapo sucio por todo arreglo de cama.
El carcelero tenía que hacer y salió, cerrando tras sí la puerta. :
Se encontraba don José en medio de aquellos desalmados. Al principio se asustó, porque todos le acosaron, para ver si tenía algún dinero, y de seguro le habrían saqueado, si no se hubiera apresurado a hablarles y a explicarles quién era, que era un compañero de prisión; que pocos días antes, se encontraba en las mismas condiciones que ellos.—Al conocerle le abrazaron y comenzaron a hacerle preguntas, lo cual fué para él una puerta abierta, para darles explicaciones y predicarles el Evangelio.
Estuvo habiéndoles como dos horas, hasta que vino el carcelero a buscarle.
Después de haber recibido de aquellos presos las mejores palabras de agradecimiento y derramar lágrimas con ellos, les distribuyó algunos tratados y Evangelios y salió tras el carcelero.
Durmió en una cómoda cama, que el carcelero hizo arreglar en una de las piezas de su propia casa.
Al día siguiente, después de aceptar el desayuno, que tan voluntariamente le ofrecieron, y en seguida de haber orado, despidióse del carcelero y su familia y se dirigió al pueblo inmediato.
Siguió predicando en varios otros pueblos, de cárcel en cárcel, y siendo muy bien recibido en todas partes.
En Madridejos, el recibimiento que le hizo el carcelero fué muy diferente al de los otros pueblos que había visitado. Se dió a conocer a él, como en los casos anteriores, y fingió no conocerle ni recordar su nombre. Pidióle permiso para ver a los presos; no se lo concedió. Insistió en que quería entrar y hablarles de la injusticia del encarcelamiento que había sufrido. Todo fué inútil.
Se fué a recorrer el pueblo y a buscar alojamiento apropiado a su bolsillo.
En los suburbios encontró un restaurant. Allí se metió. Entró al comedor, en donde había unos veinticinco pasajeros, comiendo y entretenidos en
amena charla.
Buscó un lugar vacío y, sentándose, pidió comida.
A los pocos minutos, se le acercó un desconocido y, al ver la maleta, le
preguntó qué negocio llevaba.
—El negocio del alma, llevo—le contestó.
Pronto se acercó un segundo y un tercero, los cuales se sorprendieron de su extraña respuesta. Le hacían muchas preguntas. Pronto dejó a un lado la comida y empezó a dar explicaciones.
Se reunieron cuarenta personas.
El les notaba deseosos de escuchar algo más y les leyó la parábola
del hijo pródigo; Lucas 15; dando, en seguida, una corta plática, de acuerdo
con su escasa preparación para anunciar el Evangelio.
Notó que el pueblo estaba preparado para recibir la Palabra de Dios, y resolvió quedarse un día más en Madridejos. Al día siguiente, temprano, salió
a recorrer las calles, ofreciendo de casa en casa la Biblia.
Entró en una casa y un cuadro repugnante se presentó ante su vista.
Era una cantina, y sentados alrededor de una mesa, estaban el cura romano, el alcalde, el secretario y el tesorero de la Municipalidad. Jugaban una encarnizada partida a las cartas.
Ya estaba dentro. No podía retirarse.
Cobró ánimos, se acercó a ellos y les ofreció la Biblia. El secretario se puso de pie y le habló a gritos:
—Una bala tengo para Ud., señor, si no se va, al instante, de este pueblo,
—dijo—poniendo su revólver en el pecho del señor Torregrosa.
Indignado por tamaño insulto, abrió don José su paletó y le contestó:
—Dispare Ud., señor. Aquí estoy. No me he movido.
El cura se levantó y, echándose sobre el secretario, le quitó el arma.
CUARENTA AÑOS DE LUCHA
—Bueno, señor, dice el secretario, quince minutos le doy para que abandone el pueblo y, por su bien, le ruego no venda ninguna Biblia aquí.
—Señor, respondióle don José,—yo pensaba seguir viaje hoy mismo, pero no me iré hasta que venda un cajón de Biblias que tengo en el restaurant.
Y diciendo esto salió.
Así fué.
En día y medio vendió todas las Biblias y abandonó aquel pueblo, gozoso por el triunfo que Dios le había concedido.
Siguió de pueblo en pueblo hasta que llegó a Ciudad Real. Allí encontró un cajón de Biblias, que desde Madrid había enviado el señor Palmer.
Tres días permaneció en esa ciudad.
Anunció el Evangelio y vendió un buen número de Biblias.
Continuó su viaje sin novedad, y, a los 18 días de camino, llegó a su pueblo, Alcoy. Al entrar por sus calles, derramó abundantes lágrimas de gozo y gratitud hacia el buen Dios, por el cuidado que tuvo de él; después de tantas penurias conseguía llegar a su pueblo, conducido por su mano paternal.
Su primer deseo fué llegar a su casa y ver a su esposa y a sus hijitos.
Dios puso en su mente otros pensamientos.
Debía ver al cura y hablar con él, antes de ver a su familia.
Al llamar a la puerta, salió el ama a recibirle y le condujo a la sala de estudio,
en el segundo piso, en donde estaba el cura.
—¿Se puede entrar?—interrogó don José. —Sí, adelante.
Entró. Le conoció en seguida. —¡Ah! ¿Ud. es? ¡el protestante! —Sí, señor, por la gracia de Dios, —Pero, ¿no se encontraba Ud. Fuera de Alcoy?
—Sí, señor, por insinuación suya continuó el señor Torregrosa,—se me hizo conducir por la guardia civil a Madrid. Ud. estaba seguro de que yo no volvería, pero Dios protege a los suyos. Aquí estoy, gracias a El, otra vez, y vengo vendiendo la Sagrada Escritura.
—Yo le pondré a Ud. en otra parte, de donde no saldrá tan pronto, acentuó el cura.
Y don José: —Muchas gracias. Donde quiera que yo esté. Dios estará conmigo, cumpliendo su promesa.
—Es que le haré poner en el castillo de Alicante,—dijo a grandes voces — y de allí no saldrá más. Retírese.
—Muy bien, señor, respondióle don José.—Dios sea con Ud. Pero quiero decirle una cosa y es ésta : si alguna vez Ud. viene a mi casa, tenga por cierto que yo le haré un recibimiento cristiano.
—Váyase al infierno, y no venga más por aquí,—fué la despedida del cura.
Pocos momentos después, se encontraba don José en su hogar. Dios había
cuidado de los suyos. Sus hermanos en la fe no tardaron en llegar. Tenía mucho para contarles.
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