martes, 13 de mayo de 2025

UN SALVAJE DERROTA A LOS PISTOLEROS

 ¿QUIÉN ES EL AUTOR?

Hace como diez años tropecé en una anto­logía con este cuento, escrito evidentemente sin propósito de desarrollar tesis alguna, ni más objeto que el de servir de pasa­tiempo. Aunque no recuerdo el título, ni siquiera el nombre del autor, me pareció entonces, y sigue pareciéndome, una obra maestra en su género

UN SALVAJE CONTRA LOS PISTOLEROS

 (Condensado de «The Saturday Review of Literature»)

Por Edison Marshall
Autor de «Benjamín BIake»,«The Jewel of Malabar» y otras obras

SELECCIONES DEL R.D. NOVIEMBRE 1942

SINTIENDO aproximarse la vejez, un misionero norteamericano, cuyo nombre era James Wetherby o algo parecido, decidió abandonar la Nueva Guinea e ir a pasar sus últimos años en Detroit, su ciudad natal. Llegó acompañado de Moki, el muchachuelo indígena que le servía de criado, y dis­puesto a combatir el bandolerismo por cuantos medios le sugiriese su celo.

Aunque respetaba y quería al mi­sionero, Moki no había alcanzado nunca a ver en él nada que lo igualase con hombres tan extraordinarios como eran los brujos de su tribu. Y en cuanto a ese afán de su amo por limpiar de ma­leantes a Detroit, resultaba cosa total­mente incomprensible para el negrito.

Pero no pasaron muchos días sin que ocurriese algo que le pareció muy natu­ral, sin que por ello dejara de lamentar­lo.

 El jefe de una de las cuadrillas de maleantes, un tal Louey, se entró en el jardín de la casa, y disparando a man­salva contra James Wetherby, lo hirió gravemente.

 Desde el árbol en una de cuyas ramas más altas estaba, como de costumbre, encaramado, Moki presen­ció la escena. Y aunque no logró bajar lo bastante aprisa para echársele encima al asesino, sí logró verlo muy bien y grabar sus facciones en la memoria.

Con su amo en el hospital, Moki dis­ponía de tiempo sobrado para recorrer los barrios donde sospechaba pudiera hallarse Louey. Como su aspecto de muchacho que vagaba por allí sin más ánimo que el de curiosear no infundía sospechas, no le fué dificil meterse por todos los rincones, hasta dar con la pista del que buscaba.

A poco de esto, cierta noche en que la cuadrilla de Louey salía de robar una quinta, le sorprendió que el jefe, que había quedado de centinela, no acudiese a reunirse con sus compañeros. Envia­ron, pues, en su busca a uno de los ladrones, el cual no tardó en llamar, di­ciendo con voz temblorosa: «¡Aquí es­tá Louey, pero lo han dejado sin cabe­zal»

Aquello de que, no contentos con haberles matado el jefe, le hubieran cortado la cabeza y se la hubieran lleva­do, puso a los ladrones fuera de sí. Juraron vengarse; y, en efecto, quedó de­clarada entre su pandilla y las otras ri­vales una-guerra a muerte.

A todo esto, el autor de la hazaña, que no había sido otro sino Moki, se afanaba por convertir la cabeza de Louey en trofeo del cual pudieran sen­tirse orgullosos tanto él como el mi­sionero.

Algunos meses después lanzó una ojeada al trabajo ya terminado, y sus labios se dilataron en una sonrisa de aprobación. Sólo podía reprochársele un leve defecto. No había logrado con­servar el color de la piel de Louey que parecía a la sazón casi tan oscura coma la del propio Moki. En todo lo demás había acertado: las broncas característi­cas de la fisonomía del bandido eran las mismas. Desde luego, el tamaño de la cabeza resultaba mucho menor, pero en ello estaba el arte de la cosa.

Llevó el trofeo al hospital y se lo en­tregó a su amo. Aunque éste se limitara a darle las gracias, el tono de sinceridad con que lo hizo llenó de satisfacción a Moki, el cual vió en la misma tranquili­dad con que el misionero recibía la ca­beza de su enemigo una prueba eviden­tísima de que el señor Wetherby era to­do un hombre, un verdadero jefe.

Lo cierto del caso era, sin embargo, que el señor Wetherby no tenía la menor idea de quien le había herido, ni había visto algo que le fuese familiar en la oscura cabeza, ni podía sospechar otra cosa sino que Moki hubiese traído consigo aquel trofeo desde Nueva Guinea.

Cuando Wetherby estuvo en condi­ciones de volver a su casa,

 regaló la ca­beza al museo de la ciudad, donde la colocaron en un sitio de honor.

 Días después, uno de los camaradas de Louey se refugió momentáneamente en el mu­seo para evitar un peligroso encuentro con uno de la pandilla rival. Al ver la nueva adquisición, se le dilataron de espantado asombro los duros ojuelos y abandonó el lugar a todo correr.

A la semana siguiente el conservador del museo vió sucederse numerosos visitantes de fruncido ceño, cara patibularla y ostentosa vestimenta, que despues de lanzar extrañas miradas de te­rror a la craneana curiosidad, salían de estampía.

 El hombre se barrenaba inútilmente los sesos para dar con la razón de aquel súbito interés que mostraban los maleantes de Detroit por la etnografía de la Nueva Guinea.

Una tarde, el jefe de bandidos más famoso de la ciudad se llegó al museo y trabó plática con el conservador.

— ¿De dónde han sacado ustedes ese membrillo ?—preguntó.

— ¿Qué membrillo ? ¡Ah! ¿Se refiere usted a esa cabeza? Es un regalo que hizo al museo el señor James Wetherby, un misionero que ha vivido largos años en las selvas de la Nueva Guinea. Supongo que la trajo de allí.

—¡Demonios! ¡Es mucho hombre ese señor Wetherby! ¡Habrá que ver las cosas que ha aprendido en la selva! ¡Hace falta ser hombre de pelo en pecho para coleccionar esos pepinos! ¿No le parece a usted

 —No diría lo contrario.

Wetherby vivió desde entonces en la mayor tranquilidad, solícitamente atendido por el fiel Moki. Entre los maleantes de Detroit había corrido la voz de que se trataba de un sujeto ex­celente a quien convenía dejar en paz.

POR regla general, las damas metidas en carnes llaman más la atención que las flaquitas y tienen mayor número de amigos a causa de su menor propensión

A vivir esclavas de la moda. Las mujeres que sólo piensan en la modista aburren

los hombres, porque no les queda tiempo para serles agradables.

—Llsa Maxwell en Vogue

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