jueves, 15 de mayo de 2025

MORIR CON LA MUJER AMADA* 1919 *ESTADOS UNIDOS*

Drarnas de la vida cotidiana

EL AMOR QUE PUDO MÁS QUE LA MUERTE

Por Edwin Balnier

Director de «Red Book Magazine»

SELLECCIONES DEL R.D.

ENERO DE 1944

E\ AQUELLOS tiempos, menos lejanos que olvidados, en que era la moda contorsionarse a los discordantes acordes del jazz, estaba en la orden del día alardear de cinismo, y la moral de nuestros padres atravesa­ba una crisis de laxitud, vino a vivir en nuestra vecindad de la costa norteña del lago Michigán una pareja de jóve­nes apasionados que se contaban entre los muchos matrimonios contraídos a toda prisa en la pasada guerra.

La vida conyugal de Clara y Federico había consistido hasta entonces en largos meses de anhelante ausencia y breves paréntesis de arrobadora felici­dad: la semana o el par de semanas que habían pasado juntos. Como a muchos otros recién casados, les llegaba ahora el momento de acomodarse a la tranquila rutina diaria de una existencia com­partida en circunstancias poco nove­lescas.

En la noche del segundo martes de septiembre de 1919, tuvieron un dis­gusto. No era el primero. Hacía meses discutían y se enojaban con frecuencia. Aunque seguían queriéndose, su matri­monio empezaba ya a peligrar. Habían convenido en que eso de salir siempre juntos era una antigualla. Esta noche, cada cual se iría por su lado: Clara, con Carlitos; Federico, con Elena.

Para hacer tiempo mientras llegaba Carlitos, se pusieron a beber cocteles. Habían apurado ya varios, cuando Federico tuvo la mala ocurrencia de repetir un chiste, poco halagador acerca de Carlitos, que le habían contado ese mismo día. No fué menester más para que empezara el contrapunteo entre los esposos. No llegaban todavía, en la discusión de esta noche, al rompimien­to; pero era evidente que iban hacia allá.

El estridente silbido de una locomo­tora cortó la agria discusión. No era el ordinario pitido de llegada. Rasgó súbitamente el aire, como una maldi­ción, y se ahogó también súbitamente. Ni Clara ni Federico podían saber lo que ocurría en las paralelas del ferro­carril a kilómetro y medio de allí.

Otro matrimonio joven de la vecin­dad iba a salir también aquella noche. Eran Guillermo y María Tanner. Llevaban más tiempo de casados que Federico y Clara, y habían salvado ya los escollos que se levantan en los primeros años de toda vida matrimo­nial. Guillermo y María Tanner se amaban entrañablemente.

Después de cenar se encaminaron a un cine. En el paso a nivel María tuvo la mala suerte de meter el pie derecho entre el carril y una tabla. Ni podía librar el pie de un tirón ni sacarlo del zapato.

 Un tren expreso se acercaba a toda velocidad.

Hubieran tenido tiempo sobrado de cruzar la vía, a no ser por el aprisionado pie. Forcejeaba ella desesperadamente. Ayudábala él con frenético afán. Vola­ban los segundos.

El maquinista no pudo ver la infortunada pareja hasta que la tuvo frente en medio de la vía. Tiró de la cuerda del silbato. Frenó violentamente. Al prin­cipio vió dos personas; luego tres. Era Juan Miller, el guarda del paso a nivel que se había lanzado en socorro de María.

Guillermo Tanner, de rodillas, se esforzaba por desatar el zapato de María. Era demasiado tarde. Entonces él y el guarda empezaron a tirar de María. El tren se precipitaba sobre ellos.

¡Imposible! —gritó el guarda—. ¡No la puede salvar!

María se dió cuenta de la horrible verdad. Le gritó al marido: —¡Déjame! ¡Guillermo, déjame!— Y trató de apartarlo de su lado.

Un segundo más, un solo segundo le quedaba a Guillermo, Tanner para es­coger en la pavorosa alternativa. No podía salvar a María pero él sí podía salvarse de un salto.

 Por encima del estruendo del tren rugiente, el guarda oyó la voz de Guillermo Tanner:

¡Me quedo contigo, María!

FALTARíA a la verdad si dijese que aquel silbido trágico acalló la disputa de Federico y Clara.

Lo que sí sucedió fué que el trágico percance im­pidió que cruzaran el paso a nivel los que pretendieron utilizarlo algo más tarde. Carlitos era uno de ellos y, en vez de llegarse a casa de Clara por otro camino, retornó a la suya y telefoneó. Federico contestó:

Supongo que quieres hablar con Clara.

—No, no, contigo... es lo mismo— contestó Carlitos con voz que trans­parentaba la emoción—. No iré a buscarla, Federico. Díselo.

Indagó Federico el motivo, pero

Carlitos no supo como explicárselo.

¿Conocías a los Tanner?—pre­guntóle a su vez.

¿Los Tanners?... ¿los Tanners ­repitió Federico, tratando de recor­dar—. Ah, sí, ya caigo; un matrimo­nio muy a la antigua.(*Amor, comprensión y fidelidad)*

Sí, muy a la antigua—fué todo lo que atinó a responder Carlitos.

Al cabo de un rato, unos vecinos en­traron en casa de Federico e hicieron el relato de la tragedia.

—...El marido pudo haberse salvado de un salto. Pero no quiso. Se abrazó a su mujer. Prefirió morir con ella.

Una de esas acciones grandes, su­blimes, pesa más, mucho más, en la balanza de la conciencia que innume­rables acontecimientos pequeños y, al hacer bajar el platillo pone al descubier­to, en el otro, la trivialidad de tantos y tantos menudos incidentes a los que hemos concedido desmesurada impor­tancia. Guillermo Tanner hizo con su muerte profesión de fe en un ideal que los demás negaban; y dió a los cínicos y desaprensivos un mentís de rotunda y dolorosa elocuencia.

« ¿He conseguido hacerme amar de algún hombre hasta ese extremo?» hubieran podido preguntarse todas las muchachas al oír el relato del suceso.

« ¿Qué sabes tú de amor, si no sientes vibrar en ti el sentimiento que impulsó a ese marido a hacer lo que hizo? debió preguntarse todo hombre.

Estoy cierto de que el cambio que se operó en Federico y Clara se inició aquella noche. Cambiaron, como tantos otros, porque la conducta de Guillermo Tanner les hizo sospechar que en el amor conyugal existen abismos de devo­ción y de sacrificio a los que ni siquiera (ellos aun ) se han asomado.



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