martes, 13 de mayo de 2025

LA HORA DEL DESTINO* AMOR Y TRAGEDIA

 Una página de novela

tomada de las noticias del día.

 LA HORA

DEL DESTINO

(Condensado de
« The Rocky Mountain News »)

Por Jack Foster

Director de The Rocky Mountain News y perteneciente en otro tiempo a la redacción del New York World-Telegram.

SELECCIONES DEL R.D JULIO 1946

ERA CERCA DE MEDIANOCHE cuando J Gene Lowall, jefe de redacción de Las Noticias de Dénver, interrumpió la conversación telefónica que había empezado a sostener hacía un momento, y llamando a Willie Thornton le dijo:

Aquí tenemos una noticia. Acciden­te de automóvil en que ha muerto el que guiaba. A ver si la redacta usted para que salga en la última edición.

Thornton, encargado de la sección ne­crológica de Las Noticias, tomó el telé­fono.

— ¿Hablo con Beck? Sí, es Willie Thornton. Vaya diciendo... El muerto se llamaba Walter Hinton, de treinta años, arquitecto... Iba a 112 kilómetros y se estrelló contra una cerca, en la es­quina de las calles Ocho y Downing... Murió a las once y treinta y un minutos... ¿Algo más?... ¡Muchas gracias!

Fuese Willie al archivo y sacó de un casillero empolvado un sobre con este rótulo: «Hinton, Walter—arquitecto». A medida que repasaba los recortes, iba tomando notas. Graduado de la univer­sidad de Yale. Fue luego a París a estudiar arquitectura. Había construido algunoss de los mejores edificios de Dénver. Figura sobresaliente de la alta sociedad. Casado.

Willie fue leyendo poco a poco el re­corte que hablaba del casamiento de Walter Hinton. Era una crónica escrita cuando los recién casados volvieron del viaje de bodas. La novia, Kitty Turner, hermosa modelo de fotógrafo.

«La señora de Hinton, de cuya belleza dan sólo pálida idea las fotografías que hemos admirado todos»,. apuntaba el cronista social de Las Noticias, «me habló con visible entusiasmo del poético pueblecillo de San Bruno, situado en la isla de Christophe. Ante la casa que ocu­paban los novios en lo alto de una colina, se tendía un valle poblado de palmeras. Bandadas de palomas blancas, tan mansas que acudían a comer en la mano, re­voloteaban frente a las ventanas. Tue una luna de miel deliciosa>, me decía la señora de Hinton ».

Thornton volvió a guardar el recorte en el sobre. Prosa almibarada, muy pro­pia para el caso, pero no para la nota ne­crológica que traía entre manos. Paseó la mirada por otros recortes.

 La vida social de los Hinton, bailes, comidas, fies­tas dadas por ellos o en las que brillaban entre los invitados. Los triunfos del mari­do en su profesión. Siguieron a estos re­cortes los que daban cuenta del divorcio, ocurrido a los dos años. La señora de Hinton había acusado a su esposo de someterla a continua tortura moral y de mostrarse indiferente con ella. Walter Hinton, según esto, vivía tan absorto en sus labores de arquitecto, y tan entregado a su propia vida social, que no disponía de tiempo que dedicar a su esposa.

Hilvanó Thornton como mejor supo las frases acostumbradas en una necrología, y fue a entregarle las cuartillas al jefe de redacción. Lowall recorrió las cuartillas como sa­bueso que olfatea un rastro.

—¿A qué horas murió Hinton?— preguntole a Thornton.

A las once y treinta y un minu­tos—respondió éste después de consul­tar rápidamente sus notas.

Y dígame—insistió Lowall—, ¿por qué iba Hinton tan aprisa? Hombre, Thornton—prosiguió tras una pausa—, se ha dejado usted por fuera la mitad, tal vez lo mejor de la noticia. ¿Dónde apa­rece aquí la mujer de Thornton? ?

—Es que, se habían divorciado... —¡No le hace! La ex mujer, entonces. Vaya, telefonéele. Veamos qué dice al saber lo del accidente. Tal vez se eche a llorar. Tal vez diga algo sensacional. En todo caso, Thornton, hay que aderezar mejor eso que ha escrito usted.

Aunque de mala gana, Thornton tele­foneó a casa de Kitty Turner. Una voz soñolienta le contestó:

—La señora no está aquí. Está en el hospital de San José.

Thornton era amigo de uno de los internos de ese hospital. Se puso al habla con él.

—¿Kitty Turner? Sí, cómo no, estaba  aquí... pero se ha muerto.

¡Hombre!

—Sí; gangrena del apéndice, con peri­tonitis. Ya a punto de morir, empezó a llamar a su ex marido. Tú comprendes... «¡Walter! ¡Walter! ¡Quiero hablar con Walter HInton!», repetía continuamen­te. Como es natural, le telefoneé a Hinton. Dijo que vendría en seguida. Pero estas son las horas en que estamos espe­rándolo... No me explico.

Yo te lo explicaré. Se estrelló en el automóvil en la esquina de las calles Downing y Ocho.

¡Caracoles!... En fin, después de to­do, salió ganando con no haberla visto... Francamente, por acostumbrado que esté uno a estas cosas, hay veces que lo impresionan. Murió llamándolo. Ha­blaba, entre sollozos, del pueblecito de San Bruno, de un valle cubierto de guir­naldas de flores, de palmeras, de unas pa­lomas blancas que venían a comer en la mano... Te digo, Thornton, que partía el alma oírla. Momentos antes de morir, decía: «Amor mío, por fin... por fin esta­mos otra vez en San Bruno... Tú y yo, otra vez solos... por fin... en otra luna de miel...» Así se fue quedando dormida.

Lowall, al lado del escritorio de Thorn­ton, lanzaba ahora miradas curiosas a las notas que éste había ido tomando. Ta­pando el receptor del teléfono, Thornton le dijo al jefe de redacción lo que el in­terno acababa de referirle.

¡Ésa es la noticia! Pregúntele a qué hora murió—dijo Lowall.

En tanto que Thornton apuntaba la respuesta, Lowall, leyendo lo que escribía, llamó al regente de la imprenta. «Hágame sitio en la primera plana para una noticia a tres columnas, con grabado. ¡Una belleza, ex mujer de un hombre notable! ¡La información más sensacio­nal de la temporada!»

Kitty Turner había muerto a las once y treinta y un minutos.

***SERÍA muy interesante calcular cuánta energía y cuántos pasos han ahorrado los hombres desde el principio de la creación sosteniendo el sofisma de que para lavar platos y barrer la casa se necesita un don especial, y que ese don es exclu­sivamente femenino

 Martes, 10 de agosto de 2021

KURT Y HELGA- INSÓLITA HISTORIA DE AMOR

Insólita historia de amor
POR JOSEPH BLANK
CUANDO el ministro protestante concluyó las plegarias, se disolvió el círculo de parientes y amigos que rodeaba las dos fosas idénticas, y los dolientes fueron alejándose lentamente. Era difícil creer que apenas hacía dos días Kurt y Helga* habían salido en auto rumbo a Erfurt, en Alemania Oriental, para comprar grosellas negras que deseaban sembrar en su jardín. El matrimonio había dejado a Anna, su hijita de cuatro años de edad, al cuidado de Martin, el hermano menor de Kurt. Uno de los neumáticos delanteros del coche reventó en la carretera; el vehículo se estrelló contra un muro de hormigón y los dos esposos murieron instantáneamente.--*Los nombres de este relato verídico se han cambiado a petición de los familiares sobrevivientes.
De pie al lado de las fosas, Martin tenía en brazos a la pequeña Anna, que sollozaba. La asustada niña no comprendía que ya nunca volvería a ver a sus padres. Martin contemplaba las delicadas facciones de la criatura, el fino rostro y la alborotada cabellera rubia. Era el vivo retrato de su madre cuando ésta tenía cuatro años. Sí; en aquel tiempo, hacía 26 años, Martin había visto a Helga sólo unos cuantos. minutos, pero recordaba perfectamente aquella expresión de fatiga y desconcierto ... A PRINCIPIOS de junio aún hacía frío en la costa nordeste de Alemania, al sur de Dinamarca. Kurt, de 14 años de edad, y su hermano Martin, de 12, habían pedido permiso a su madre para ir a jugar a una playa muy frecuentada, y ella les había advertido: "No se aparten de la orilla, pues el agua está aún demasiado fría". Martin era el más espontáneo y extravertido de los dos hermanos. Kurt, muchacho serio, retraído, casi taciturno, únicamente solía expresar sin reservas una compasión solícita por cualquier criatura viviente desvalida. Constantemente llevaba a casa perros extraviados o pájaros que encontraba con las alas rotas.
Al llegar a la playa los muchachos, vieron tres chicas que lloraban y agitaban los brazos mirando hacia el mar. Eran las hijas de Heinz Meier, propietario de la granja más extensa de la comarca. En el mar, meciéndose sobre las olas, había un botecito de caucho amarillo, en el cual, apenas visible, iba Helga Meier, de cuatro años de edad. Las muchachas, desesperadas, explicaron a los recién llegados que una fuerte ráfaga de viento había impulsado de pronto mar adentro a la pequeña Su hermanito, de nueve arios de edad, acababa de ir en busca de auxilio.
Kurt comentó: "Tardará, 45 minutos en llegar al pueblo. Cuando vengan a rescatarla, ya estará a media distancia de aquí a Dinamarca". Sin mas, se quitó rapidamente la camisa, los pantalones y los zapatos, y recomendó a su hermano: "Tranquiliza a las chicas". Y en seguida se lanzó al mar.
Martin tomó con su reloj
el tiempo que tardó Kurt en alcanzar el botecito: 32 minutos. Vio que su hermano empujaba a veces la embarcación, y que otras tiraba de ella hacia la orilla, forcejeando contra el fuerte viento. La maniobra de rescate parecía interminable. Por fin, una hora y 44 minutos después, Kurt estuvo lo bastante cerca de la playa para pisar fondo y ponerse en pie. Martin y las niñas Meier se metieron en el agua para ayudarlo. La mayor arropó a su asustada hermanita en un par de suéteres y, con ella en brazos, se alejó de la playa a paso vivo. Todavía no llegaba ningún auxilio de la aldea.
Kurt se dejó caer de bruces en la arena. Martin lo volvió boca arriba Y empezó a frotarle el cuerpo vigorosamente con una camisa seca. El muchacho tenía los labios amoratados y la piel descolorida. Pasados unos minutos, preguntó:
—¿En dónde está la niña ?
—Sus hermanas se la llevaron a casa. ¿Te sientes bien?
—Creo que sí. Sólo necesito descansar
un rato.
Durante la lenta caminata de regreso a casa, Kurt relató a su hermano que, al llegar al bote, éste se inundaba; Helga tenia el agua hasta la cintura. Kurt no se encaramó al bote por miedo a hundirlo. De una delgada soga atada a la embarcación pendía una taza. Él la desamarró y le dijo a Helga que sacara tl agua. El muchacho trató de nadar asiendo la cuerda con una mano, pero casi no avanzaba contra las agitadas olas. Luego Kurt se puso la soga entre los dientes y comenzo a nadar de espaldas. Cuando se fatigaba, pasaba al extremo opuesto de la embarcación, se asía de ella con ambas manos y pataleaba vigorosamente, hasta sentirse capaz de volver a bracear. Iba pensando siempre que él y la niña se ahogarían. Pero milagrosamente pudo resistir hasta la playa.
La noticia del heroico rescate corrió por la aldea. Kurt recibió muchas felicitaciones, pero se sentía triste. "Él no nos dijo nada", cuenta Iris, su hermana mayor, "pero yo comprendía muy bien el motivo de su pena. El viejo Meier no le había dado las gracias por haberle salvado la vida a su hija.La madre de la chiquilla sí lo habría hecho, pero en esos días agonizaba en un sanatorio.
"Meier era un hombre de carácter áspero e insensible; nunca se dio por enterado siquiera de la existencia de Kurt. Pasada una semana, sin embargo, mi hermano pareció haber superado su desengaño. Jamás volvió a hablar del asunto".
LA SEGUNDA guerra mundial estaba en su apogeo; la familia de Kurt tuvo que salir de su aldea costanera para radicar en Weimar, en el interior de Alemania.
Pasaron los años. Iris contrajo matrimonio. También Martin se casó y procreó dos hijos. Kurt se tituló  de
maestro de escuela, pero seguía soltero. (Martin solía tildarlo de Hagestolz, es decir, "solterón empedernido".) Rara vez asistía a un baile o salía a pasear con alguna muchacha Su afición favorita era el ajedrez y llegó a ser uno de los mejores ajedrecistas de los cafés de Weimar. Era hombre irónico, casi cínico, actitud que su hermana consideraba un disfraz de su aguda sensibilidad.
En 1962, exactamente 20 años después del verano en que Kurt salvó a Helga, la madre del joven, que estaba enferma, resolvió visitar a sus parientes de la vieja aldea natal, que había quedado en el territorio de Alemania Occidental. Como la señora tenía ya más de 65 año
s, y en atención a sus achaques, las autoridades de Alemania Oriental dieron al hijo un pase de tres días para que la acompañara.
Dos días después de su llegada a la aldea, Kurt fue a dar una caminata por la playa donde había salvado a Helga. Sentado en un peñasco, dejaba vagar la mirada por el mar cuando, de repente, advirtió que no estaba solo. Una muchacha de cabellos rubios y tez bronceada por el sol, de cuerpo delgado y casi de efebo, reclinada contra un árbol, también contemplaba el paisaje.
Kurt, cediendo a un impulso inusitado en él, se acercó a la chica; le contó que se había criado en la aldea cercana; que la visitaba al cabo de 20 años de ausencia. Y empezaron a andar juntos por la playa, con los zapatos en la mano.
¿Sabes? —confió Kurt a la muchacha—, mi madre visita a unos parientes y yo me aburro mortalmente. ¿Te gustaría ir a bailar conmigo esta noche?
La joven sonrió.
¿Por qué no? —replicó en tono de desafío— Me llamo Helga Meier.
Kurt se detuvo de pronto.
¡Helga Meier! —exclamó—¡La niña de la lanchita amarilla! ¡Hace veinte años! ¿No te acuerdas de mí? Soy Kurt.
Helga asintió con la cabeza y le confió a su vez:
—Oí decir que estabas en el pueblo. Desde entonces he venido a la playa tres veces, con la esperanza de que también tú vinieras por aquí. Quería darte las gracias.
Pero añadió sombríamente:
—No vengas a casa por mí. Nos reuniremos en el cruce de caminos.
Aquella noche Kurt y Helga no bailaron, pues s
e dedicaron a hablar. La muchacha parecía estar deprimida.
—Toda mi vida he deseado darte las gracias, pero a menudo me he preguntado si no hubiera sido preferible que no me hubieses salvado aquella mañana. Creo que Meier piensa lo mismo que yo. Está convencido de que fui fruto de los amores de mi madre con otro hombre. No me parezco en nada a sus otros hijos, y él jamás se ha comportado conmigo como lo habría hecho cualquier padre.
"Mis hermanos seguían su ejemplo y me trataban como a una criada. Hago los quehaceres domésticos y las faenas de la granja, y no recibo nada a cambio. Mi padre me echa en cara constantemente que soy hija ilegítima. No cuento con nadie en el mundo".
Kurt se sentía agitado interiormente por una emoción que hasta entonces le había sido ajena. Tomándola de las manos, se inclinó hacia Helga y la besó.
—Tengo que marcharme mañana mismo —le dijo—. Ven conmigo; casémonos.
Helga tuvo un sobresalto.
—¡Pero acabas de conocerme hace unas cuantas horas!
—Te conozco bien, y te amo. 

 La joven musitó:
—Me simpatizas mucho. Creo que podría llegar a quererte, pero no estoy segura— . .. Sonrió a Kurt y agregó—: Está bien; me iré contigo. No pierdo nada; eres tú quien corre el riesgo.
A la mañana siguiente Kurt se le plantó a Meier a la puerta de su espaciosa quinta. Le dijo quién era, pero el nombre no pareció impresionar al viejo. Y sin más rodeos, el joven comunicó al ceñudo granjero que proyectaba llevarse a Helga y casarse con ella en Weimar.
Aquella noticia enfureció al padre, pero
Kurt concluyó, inflexible:
—Usted no me lo impedirá. Es difícil obtener un permiso de salida de Alemania Oriental. Me llevaré a Helga ahora mismo.
AL VOLVER Kurt a Weimar, Martin, atónito, no podía creer que su hermano, el cauteloso, el solterón empedernido, hubiera cono
cido a una chica, se le hubiera declarado e incluso se casara con ella, todo en 24 horas. "Y lo más increíble", comentaba Martin con su mujer, "es la coincidencia de que sea precisamente esa muchacha".
El amor obró mágicos efectos en Kurt. La espontaneidad remplazó en él a la reserva. El joven reía a sus anchas, y su humorismo dejó de ser sardónico para tornarse en amable gracejo.
Helga tardó más en cambiar. Durante los primeros meses de matrimonio se mostraba habitualmente tímida, reservada.

Sin embargo, las dudas y los temores de la muchacha fueron desapareciendo poco a poco. Ya sonreía más a menudo, con una sonrisa paulatina, comprensiva, que de bonita trasformaba a la joven en hermosa. La explicación de aquel cambio era sencillísima: Helga se había enamorado de su marido. A los dos años Helga dio a luz a Anna. Kurt estaba visiblemente orgulloso de su esposa y de su hija.
£a pareja rara vez se separaba. Kurt dejó de frecuentar los cafés donde se reunían los mejores jugadores de ajedrez; no quería emplear en ello un tiempo que podía dedicar a su hija y a su mujer. Nunca le había gustado labrar la tierra, pero cuando Helga decidió cultivar una gran parcela, él se apasionó por la jardinería y trabajó a su lado. Maravillado, Martin comentó con su esposa: "Jamás vi que el amor cambiara tanto a un hombre". —
El amor que Kurt y Helga se profesaban iba en aumento. Martin lo notaba por la forma en que ambos se comunicaban entre sí con una mirada o con una simple caricia. Incluso en las reuniones sociales, Kurt y Helga permanecían siempre juntos. Él no podía separar los ojos de su mujer; una vez Martín le hizo una broma al respecto.
—¡Me encanta observarla! —exclamó Kurt— ¡Helga es de movimientos tan graciosos, tan bellos!
—¡Huy, hermano! —asintió Martín, riendo— ¡Vaya que estás enamorado de tu mujer!
Kurt sonrió y añadió:
¡Y para siempre!
MARTIN relata ahora:
"Aquellos fueron los mejores años de mi hermano. Y los más alegres y felices para todos nosotros. Cuando Kurt y Helga se marcharon, se llevaron consigo la mayor parte de nuestra dicha".
Un hermoso domingo estival, antes del accidente, las dos familias estaban en el jardín que Helga y Kurt habían plantado. Las mujeres recogían bayas; los niños jugueteaban; los hermanos descansaban sentados a la sombra de un abeto añoso y retorcido, disfrutando de la paz. Kurt le confió a Martín:
"¿Sabes una cosa? Antes de unirme a Helga no estaba realmente insatisfecho con mi existencia. Sabía perfectame
nte qué me había dado la vida, y me sentía contento. Pero ignoraba qué me faltaba.
"Y apareció Helga. Ella me reveló todo un mundo nuevo. Tal vez yo también logré otro tanto con ella. Helga me hizo sentir qué significa estar vivo, y todo lo que eso representa. Ahora no podría ni imaginar qué sería de mí sin ella".
Kurt hizo una pausa y concluyó: "¿No crees tú que en la vida hay ciertas cosas predestinadas? ¿Será posible? ¿Acaso no fue mi destino salvar a Helga hace 25 años, y salvarla para mi?"

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