COMO UN
VIENTO RECIO
6-8
Dios le había dado a mucha gente de Indonesia el don de visiones. Acudimos a esas personas que observan la “televisión” de Dios. Les muestra acontecimientos futuros como si fuesen en una pantalla gigantesca. De manera que oré y dije:
“Dios, tú sabes que necesito tu dirección, de manera que te ruego que ilumines a esta hermana para que ella me cuente lo que tú quieres. Tú me has hablado, pero quiero que lo confirmes por intermedio de ella.”
Cuando terminé de orar le pregunté: — Qué le ha mostrado Dios?
—Es muy extraño —mi hermana me replicó—. Te vi de pie entre muchas personas, pero no se parecen a nosotros. Tienen rostros blancos. Muchos de ellos tienen cabellos amarillos. Sus ojos son distintos de los nuestros. Muchos de los hombres tienen más de un metro ochenta de estatura. Tampoco entendí lo que tú decías. Hablabas en una lengua muy extraña. No sé el país que vi, pero Dios me indicó que te dijera que debes hacer lo que él te ha dicho, y que debes hacerlo ahora, porque es su voluntad. Mel, ¿qué es esto? Por favor, explícamelo.
Le dije que la gente que había visto en la visión eran norteamericanos y que hablábamos en inglés, y que ella debía alabar a Dios conmigo porque por intermedio de ella Dios me había confirmado que debía trasladarme a los Estados Unidos.
La provisión milagrosa de Dios
Siguieron a ésta muchas otras confirmaciones. Una noche, después de haber orado juntos en la iglesia, Dios me dijo: —Ve ahora. Prepárate para partir pasado mañana.
—Oh, no, Dios, es imposible—le repliqué—. No hay manera de recoger fondos tan pronto. No tengo ni un centavo en el bolsillo.
Pero el Señor insistió. —Diles a tus amigos y a tu familia que partirás a los Estados Unidos dentro de dos días.
“Mejor sería que no les dijera; creerán que estoy loco”, pensé para mí mismo.
Pero puesto que Dios insistía, obedecí, aún cuando todo parecía imposible.
—Pasado mañana parto para los Estados Unidos —anuncié.
Y mi familia y mis amigos hicieron precisamente lo que yo pensaba que harían:
se rieron.
—Mel, es imposible. Estás loco —me dijeron.
—Mel, me alegro de que me lo hayas dicho a mí, pero te ruego que no se lo digas a ningún otro
—Respondió mi padre—. Pensarán que has perdido el juicio.
Lo primero que necesitaba era trasladarme a la ciudad de Kupang, ciudad capital de Timor. Kupang se encuentra a unos 115 kilómetros de mi pueblo de Soe. Si visita alguna vez la isla de Timor, comprenderá por qué me preocupaba tanto el viaje. El viajar en mi país es muy difícil. A veces, si uno tiene suerte, puede viajar en un camión del gobierno. Pero la mayoría de la gente tiene que caminar por los senderos de la jungla.
En aquel momento Dios le habló a dos hermanas en Yakarta y les dijo que yo necesitaba ayuda. Dios les dijo que volaran a Kupang, contrataran un jeep, fueran a Soe y trajeran de vuelta a Mel Tari a Yakarta.
“Dios, Mel acaba de regresar a Soe, ¿y ahora tú quieres que vayamos a buscarlo?”, dijeron en tono de protesta. (Yo había sido el orador en una conferencia misionera en Bandung.) Dios les dijo que fueran de cualquier forma, de manera que volaron 2.400 kilómetros hasta Timor. Allí encontraron un jeep y vinieron a Soe. Llegaron a mi casa esa noche.
Y me dijeron: —Mel, ¿necesitas pasaje a Yakarta?
—Alabado sea Dios, sí, y estoy listo para partir —les contesté.
En aquel momento recibí un cablegrama de los Estados Unidos que decía:
DINERO DEPOSITADO EN BANCO EN KUPANG
PARA SU VIAJE A
YAKARTA.
PAN AMERICAN TIENE EL PASAJE DE IDA
Y VUELTA A LOS ESTADOS UNIDOS.
Este cable lo recibía de una familia que no conocía.
Dios les había hablado
diciéndoles:
“Envíen dinero a Indonesia para que venga Mel Tari.
” No meconocían, pero obedecieron a Dios
y enviaron el dinero.
Llevé el cablegrama al banco y recibí el dinero para ir a Yakarta. Pero cuando
llegué a dicha ciudad se me presentó un verdadero problema. ¿Cómo conseguiría una visa para los Estados Unidos? No tenía a nadie que me patrocinara.
Me presenté al vicecónsul norteamericano, quien no quiso extenderme la visa.
—. Quién lo va a patrocinar? —me preguntó.
—El Señor Jesucristo —le repliqué.
—Es una buena persona, quizá —me dijo—. Pero no lo podemos aceptar como su patrocinador.
Salí de aquella oficina esa mañana sin la visa. Después de almorzar, y muchas
oraciones, Dios me dijo que volviera al consulado y que por segunda vez pidiera la visa.
Cuando regresé, el vicecónsul se había ido y hablé con una mujer. Resultó ser la cónsul.
—¿Quién lo patrocina? —me preguntó.
—El Señor Jesucristo —le dije.
Sin vacilar, escribió la visa y me la entregó.
—¿De qué manera vivirá en los Estados Unidos? —me preguntó.
—El Señor suplirá todo lo que necesito. Me lo ha prometido —le respondí.
—Oh —me dijo—. Quizá se convierta en una carga para los Estados Unidos.
—No, jamás seré una carga para nadie en los Estados Unidos —le respondí—.
Si el Señor Jesús puede soportar la carga de todo el mundo, indudablemente
puede cuidarme a mí.
Después de salir, dije: —Ahora, Señor, has demostrado quién eres. Pero
Señor, tú sabes que no puedo hablar inglés muy bien.
—Ve tú, y yo me encargaré del problema del idioma —me dijo Dios—. Sicuando estás listo para hablar no puedes hacerlo, dile a la gente:
“Jesús me ha fracasado.”
A MI LLEGADA,
de repente oí que los gigantescos motores del jet reducían la
marcha y apareció la señal que decía “Abróchense los cinturones”. Escuché a la camarera que decía: “Tengan la amabilidad de abrocharse los cinturones, puesto que nos preparamos para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.”
Un gozo profundo llenó mi alma. “Estados Unidos, Estados Unidos”, pensé. “El país donde todos confían en Dios.” “Señor Jesús, gracias te doy por dejarme venir a este cielo en la tierra”, oré. “Y hazme saber lo que quieres que le diga a esta gente que ya sabe tanto de ti.”
Ni soñaba siquiera cuántas veces el Señor tendría que demostrarme su fidelidad en los Estados Unidos, puesto que no solamente necesitaba hablar mejor el inglés y tener dinero para vivir, sino que necesitaba en realidad comprender el hecho que las palabras grabadas en las monedas “En Dios confiamos”, no se ajustaban siempre a la verdad.
Apenas podía bajarme del avión, puesto que estaba tan entusiasmado. Los edificios eran tan grandes y nuevos. Todo era maravilloso. Caminé un largo trecho por un angosto corredor hasta llegar a una inmensa sala donde estaba
la gente sentada y había cosas para la venta.
“¡Ah, no! ¡Esto no es los Estados Unidos!”, exclamé. “El diablo ha hecho aterrizar el avión en un sitio equivocado.”
Por todas partes que miraba veía libros obscenos, bares donde se vendían bebidas embriagantes y parecía que todos fumaban. “¿Qué pasa?“, pensé. “¡Ayúdame, Dios!“
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