BOXEO CONTRA JIUJITSU EN LUCHA A MUERTE
POR JOHN E. TYNAN
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
Abril 1943
Un articulo reciente de The Reader's Digest*//*El Soldado japonés visto de cerca, por el teniente coronel Warren 1. Clear, en el número de febrero de este año de SELECCIONES// cautivó mi atención y me transportó a los años que pasé en la Embajada en Tokio. De entre las mil memorias que en mí evocó su lectura, se levantó una, fresca y vívida: la de la lucha concertada entre el capitán Warren Clear, del Ejército norteamericano, y el campeón de jiujitsu del Ejército japonés.
El general Ugaki, Ministro de la Guerra, le preguntó al capitán Clear si estaría dispuesto a dar una exhibición de ese «extraño deporte» que practican los norteamericanos, el boxeo, ante los alumnos de la Academia Militar de Tokio. El joven agregado militar contestó que tendría mucho gusto en ello, siempre que, a su vez, le autorizase a presenciar la instrucción que se daba a los soldados japoneses en el jiujitsu.
—Convenido—repuso el general—. Arreglaremos un encuentro entre usted y uno de nuestros peritos en jiujitsu.
Por espacio de dos semanas, Clear y yo dedicamos unos cuantos minutos todos los días a ejercicios de boxeo. Por fortuna, Clear había practicado algo el deporte y se mantenía en buena forma. Yo seguía creyendo que se trataba puramente de una especie de certamen amistoso.
El día designado acudimos al amplio gimnasio de la Academia. El general Ugaki nos presentó al Príncipe Regente—hoy Emperador Hirohito—cuya asistencia al acto había causado verdadera sensación.
Agrupáronse, a guisa de espectadores, unos cuatrocientos oficiales en traje de gimnasia. Me quedé asombrado al ver su talla, poco frecuente el país. Más de la mitad tenían un metro y ochenta centímetros de estatura y eran musculosos, bronceados por el sol, avezados a los esfuerzos más violentos. Se les destinaba a ocupar las plazas de profesores de cultura física en sus respectivos regimientos. A poco, hicieron su aparición unos cuarenta ofciales más que regresaban de maniobras: hombres de guerra de siniestra catadura, sin más atavío que unos calzones a medio muslo, una canana cruzada en bandolera y un casco de acero.
El general Ugaki llamó a uno de los oficiales de aire más fiero.
—Tengo el gusto de presentarle al capitán Kitamura, campeón de jiujitsu del Ejército Imperial japonés—dijo dirigiéndose al capitán Clear—: su adversario de hoy.
Clear tendió la mano, pero su contrincante se limitó a hacerle una profunda reverencia.
Supusimos que se acondicionaría una pista de ocho metros con piso de lona y postes debidamente acolchonados. El capitán Kitamura se opuso. Lo que él quería, era precisamente todo lo contrario: mucho espacio para acosar sin cortapisas a su adversario, y un piso duro para arrojarlo contra él. A pesar de las protestas del capitán Clear, el general, haciendo siempre gala de la más exquisita cortesía, zanjó la cuestión en favor de su púgil.
Había allí guantes de dos clases: unos grandes, almohadillados, de doce onzas, y otros de seis onzas, reglamentarios para profesionales. Al pronto, no pude explicarme por qué el capitán Clear escogió los grandes. Lo comprendí, sin embargo, a los pocos segundos, cuando oí al capitán Kitamura negarse rotundamente a consentir en que el norteamericano los usara. El mismo capitán Clear me dijo después: «Yo sabía que él se iba a oponer, cualesquiera que fuesen los guantes que yo escogiera. Por eso, elegí los grandes».
En una carta que dirigió al general Ugaki, el capitán Clear había estipulado, con toda claridad, las condiciones de la lucha. Entre ellas figuraba la de que los asaltos durasen tres minutos. Los japoneses no habían puesto reparo alguno. Mas, ya a punto de comenzar el encuentro, el general intervino para decir:
—Lo que me propuse, en realidad, al organizar este encuentro, fué ilustrar la efectividad relativa del jiujitsu, como recurso de guerra, contra el boxeo. Por lo tanto, quisiera que la lucha se verificase como si los contendientes estuviesen en un campo de batalla. Al capitán Kitamura se le permitirá emplear, sin restricciones, todas las artes del jiujitsu, y al capitán Clear, por su lado, todas las del boxeo. Deseo que presenciemos una lucha en toda regla, no un mero espectáculo deportivo.
No se dará por terminada hasta que uno de los contrincantes quede fuera de combate, o manifieste deseo de que se suspenda. De lo contrario, la justa no probaría nada, y los alumnos aquí presentes no llegarían a formarse juicio cabal de las ventajas de cada uno de estos modos de defensa.
Se convino, pues, en que la lucha duraría hasta que uno de los adversarios quedase vencido. Los asaltos serían de cinco minutos. Perdería aquél de los contrincantes a quien se le contase hasta diez sin ponerse en pie.
Dos hercúleos tenientes dieron un paso al frente. Uno de ellos se encargaría de sonar el batintín; el otro haría de cronometrados. Yo tenía mi reloj en la mano, también... y seguía el giro de las manecillas con vigilante atención.
El general apuntó a dos redondeles trazados con yeso en el suelo, a cosa de siete metros el uno del otro.
—Cada uno de ustedes se parará en su redondel hasta que suene el batintín —dijo—. Entonces podrán empezar el ataque.
El capitán Kitamura era un soberbio ejemplar físico. Tenía 1,85 metros de estatura; pesaba 83 kilos. Sus espaldas no tenían nada que envidiar a las de Jack Dempsey. Las manos se le habían puesto duras como el hierro a fuerza de pasarse años y años rompiendo tablas con el canto, ejercicio favorito de los adeptos al jiujitsu. Vestía traje usual de los luchadores japoneses: chaquetilla de lona de mangas cortas y unos calzones con ambas perneras enrolladas.
Clear pesaba 77 kilos. Tenía 1,82 metros de alto, músculos extraordinariamente duros y elásticos, y el vientre liso como una tabla. Vestía unos viejos calzones de bañio.
El japonés llevaba una gran ventaja de orden psicológico. Estaba rodeado de más de cuatrocientos camaradas que ardían en deseos de verlo triunfar.
El capitán Clear, en cambio, no tenía más claque ni más jaleador que yo. Necesi taba una sangre fría excepcional para hacer frente a lo que le esperaba. No se olvide que el jiujitsu no es un deporte: es un verdadero e incesante conato de mutilación.
. Su adversario habría de esforzarse, por todos los medios a su alcance, por romperle un brazo, o una pierna, o producirle una quebradura, o inutilizarlo de alguna manera para siempre.
Sonó el batintín.
Lo que a nuestros ojos se ofrecía, era el espectáculo de un combate primitivo, elemental. Dos guerreros de opuestas tribus, se acechaban y se aproximaban con felina cautela, urgirlos del afán de probar cuál de los dos era el salvaje más fuerte, más astuto y más ágil.
Avanzaban ambos lentamente, describiendo un círculo hacia la derecha. El japonés, por la parte exterior. En seguida comprendí que mi amigo estaba en guardia contra un golpe a la ingle. Y, en efecto, no tardó el japonés en lanzarle un puntapié con la velocidad del rayo. Pero no dió en la ingle, sino un poco más abajo, en la cara interior del muslo izquierdo, donde dejó una marca rojiza.
Entonces, el japonés empezó a moverse hacia la izquierda. El capitán Clear le seguía los pasos. Le lanzaba, a intervalos, algunos directos, para impedir que el otro se le acercara demasiado. El capitán Kitamura obraba con gran confianza, lleno de visible desdén hacia su contrincante. Se me apretaba el corazón viendo como rondaba su presa. La acción no languidecía un momento; se sucedían los ataques y las paradas, los golpes y los contragolpes, los pérfidos amagos..., toda la gama de ardides, tretas y astucias, que el ingenio combativo de los hombres ha discurrido. Logró el capitán Clear alcanzar a su adversario con un golpe recto de derecha a la nuez. Al japonés se le aguaron los ojos. Desde aquel momento, se enardeció y llenó de ira sanguinaria. No había más que verlo. De repente proyectó sus dos manos, como si fuesen dos vibradoras hojas de acero, hacia el rostro del norteamericano. Lo alcanzó encima de los ojos con el canto durísimo de su mano izquierda desnuda. La mano resbaló hacia abajo y le arrancó a Clear un pedazo de piel del caballete de la nariz. Con la derecha puesta de canto, le descargó un formidable golpe en los músculos del antebrazo izquierdo. Uno y otro golpe rivalizaban en lo recios, contundentes y dolorosos.
Al mismo tiempo, Clear soltó con la derecha una trompada que le rozó la barbilla al japonés, y en un tris estuvo que le arrancase de cuajo la nariz.
Sonó el batintín. ¡Qué cinco minutitos inenarrables aquéllos!
El capitán Kitamura se fué a su redondel y se puso en cuclillas. Le corría abundante sangre de la nariz. No despegó los ojos ni un solo segundo del capitán Clear. Tenía éste un lívido verdugón en la frente y la nariz despellejada, como si le hubieran cruzado el rostro de un latigazo.
—Todavía no ha podido darte un golpe que valga la pena—le dije para animarlo.
—Pues entonces por lo visto, me habrán estado tirando piedras de alguna parte—me contestó.
Sonó el batintín.
El capitán Kitamura se puso en pie como movido por un resorte. Ya no había en su cara aquella expresión de superioridad condescendiente y segura de sí misma. Ahora brillaba en sus oblicuos ojos un fulgor en que juntaban sus llamas el odio y la imperiosa voluntad de aniquilar al contrario. Empezó a moverse de nuevo hacia la derecha; esta vez, más aprisa. Clear lo seguía, dirigiéndole siempre golpes, mirándolo con fijeza de halcón.
El público estaba presa de una tensión igual a la de los pugilistas. Jamás he visto rostros humanos que reflejasen un interés tan apasionado. Y es que allí se estaba desarrollando un drama de razas. Es que aquello era el ensayo en miniatura de la tremenda tragedia que se iba a representar, años después, entre llamas y sangre, en el escenario de la guerra. El capitán Kitamura defendía no sólo su propio honor, sino también el de todo el Ejército Imperial japonés. Luchaba por el nombre de su patria.
De pronto, el japonés levantó la mano derecha. El capitán Clear subió su guardia izquierda con objeto de parar un golpe a la cabeza, y se descubrió. El japonés, veloz como el rayo, le asestó un golpe violentísimo en las costillas del lado derecho. El norteamericano se quedó casi sin resuello, después de haber soltado todo el aire que tenía en los pulmones con un ruido semejante a un escape súbito de vapor. Todo el mundo pensó que el final del combate no demoraría ni cinco segundos más.
Dos cosas salvaron al capitán Clear: su excepcional vigor y la circunstancia de que el japonés, al lanzarse con tanto ímpetu hacia adelante, perdiera el equilibrio y no pudiera, por tanto, aplicarle la llave final del jiujitsu.
Repuesto del bárbaro impacto, el capitán Clear empezó a dar esos saltitos propios de los boxeadores, en torno de su adversario. Vi, entonces, con toda claridad, que la distancia que separaba a ambos contendientes iba disminuyendo por instantes. Era evidente que el japonés se aprestaba a dar el zarpazo final.
De pronto largó otro puntapié a la ingle. Esta vez volvió a fallarle, pues dió unos cuatro dedos más abajo. Correspondióle el norteamericano con un certero gancho de izquierda que le hizo manar más sangre de la nariz.
Enfurecido, entonces, le tiró varios golpes a la cara. Trataba de pegar con las manos mucho más de lo que suelen hacer los luchadores de jiujitsu. Estaba convencido de que aquellos golpes de canto dolían.
En justa reciprocidad recibió una soberana lección práctica en una de las habilidades fundamentales del boxeo norteamericano: en la antigua y probada técnica del uno-dos. El capitán Clear le amagó con la izquierda al pecho a tiempo que le descargaba un fuerte golpe con la derecha en el pómulo. El japonés vió las estrellas. Se tambaleó. Por primera vez pude advertir una sombra de miedo en su cara.
Mas fué precisamente en ese crítico instante cuando el capitán Clear cometió su primer error. Hasta entonces, siempre que concluía un cuerpo a cuerpo, se había puesto a dar saltitos en torno de su adversario para esquivar el fatídico abrazo del jiujitsu. Esta vez, sin embargo, viendo al japonés medio aturdido y desconcertado, creyó que se le ofrecía una excelente oportunidad de asestarle el golpe decisivo. Volvió, pues, a segundar con la izquierda, el amago previo al puñetazo de veras de la derecha Por poco le cuesta la victoria, casi diría: la misma v ida
Dotado de un certero instinto combativo, el japonés adivinó, el mecanismo de aquella treta del uno-dos, apenas lo vió en acción. El sexto sentido de todo luchador nato le avisó que se prepara una repetición de la treta. Avezado por sus largos años de pugilismo a sacar de una amenaza inminente de derrota una ocasión de victoria, estaba ya en guardia cuando su adversario proyectó el brazo izquierdo en el amago. Rápido como una exhalación, el japonés entró en su terreno.
Todo lo que vi fué al capitán Clear lanzado por encima del japonés como un bólido e ir a caer de cabeza, con gran ruido, sobre los gruesos tablones del piso. Allí quedó, inmóvil, boca arriba.
Los cuatrocientos japoneses del público prorrumpieron en una exclamación de salvaje gozo. Como hombre primitivo que era, el capitán Katamura manifestó su júbilo dando un salto en el aire y batiéndose ambos muslos con ruidosos manotazos.
Alguien empezó a contar: «¡lchi! ... ¡Ni!... ¡San!...» (¡uno!... ¡dos!... ¡tres!...)
Miré mi reloj. Ya habían pasado los cinco minutos, límite del asalto. Empecé a gritar señalando el cronómetro.
Sonó el batintín... pero el capitán Clear no lo oyó.
Corrí a su lado, a reanimarlo. Era un trance difícil. Allí, sobre aquel duro suelo, en aquel rinconcito del mundo, yacía, con aquel hombre tendido e inmóvil, el prestigio de la raza blanca. Parpadeó débilmente. Por fin, abrió los ojos. Me incliné sobre él.
Delante de aquellos centenares de japoneses que atronaban el espacio con su vocerío y sus aclamaciones, no podía yo menos que sentirme humillado.
— ¿Crees que puedes seguir la lucha ? —pregunté al caído.
—¿Vaya un modo de dar ánimo!—me contestó.
Lo ayudé a ponerse en pie. Estaba pálido de la impresión y de rabia. El porrazo había sido mayúsculo. Mi amigo estaba furioso consigo mismo, con su adversario, conmigo. Cuando clavó los ojos en los míos, sonreí lleno de esperanza y de orgullo. Algo en su mirada y en su apostura me dijo que el hombre que acababa de erguirse otra vez era un luchador de raza.
—No te le acerques hasta que pase un rato—le supliqué.
—Un japonés tratará siempre de repetir lo que le salió bien una vez—me, contestó.
Sonó el batintín.
El capitán Kitamura se batió los muslos otra vez y salió de su redondel con el aire y los pasos de una pantera hambrienta. Henchido de confianza, engallado por su hazaña, le había perdido todo el miedo a su contrincante. Se le acercó, le volvió de pronto la espalda, y se alejó de él riéndose. La concurrencia prorrumpió en una carcajada estruendosa.
—Baka no yo na—apostrofó el capitán Clear con ronca voz. (Toda esa retahíla no quiere decir más que «necio» ; pero constituye el más denigrante de los epítetos para un japonés).
El capitán Kitamura se volvió de repente. Una mueca de odio y de ferocidad le desfiguraba el rostro. Le tiró un golpe a la cara al norteamericano con la izquierda y logró alcanzarlo un poco más arriba de las cejas. Los espectadores expresaron su complacencia con un murmullo.
El japonés se fué acercando. Se le veía resuelto a descargar el golpe de gracia. Pero el capitán Clear se había dado cuenta también de que se aproximaba el minuto definitivo. Advertí que reunía sus fuerzas. Dudo mucho que el japonés haya visto nada de particular en la persistencia con que su adversario conservaba enhiésto el puño derecho.
Empezó a pegarle con ambas manos en los brazos, en el cuello, en la cara, donde quiera que pudiese asestarle un golpe. El capitán Clear se limitaba a aguantar el chaparrón. Al cabo de unos instantes, amagó débilmente con la izquierda. i Eso era lo que el japonés estaba esperando. Se abalanzó sobre el adversario como una centella. Se iba a repetir la proeza del segundo asalto, pero ahora ya para remate y desenlace de la justa.
Mas el norteamericano se le había adelantado esta vez al japonés. En lugar de dejar transcurrir cierto tiempo entre el uno y el dos, como antes, largó el puñetazo con la derecha menos de un segundo después de haber amagado con la izquierda. Cuando el capitán Kitamura acometía con embestida de toro, recibió el mazazo en medio de la cara, con toda la fuerza que le imprimieron 83 kilos de impulsión y músculos y odio.
El japonés sufrió una terrible sacudida de pies a cabeza. Se tambaleó con las manos extendidas. Por la entreabierta boca manchada de espuma sanguinolenta, le salía el aire con jadeante estridor.
Y, sin darle tiempo a rehacerse, un segundo cañonazo. Ahora el proyectil surgía como del suelo, con violencia repentina, inmisericorde, homicida. Fué a dar, con impacto, fragoroso y destructor, y con matemática precisión, a la barbilla del japonés.
Aquella formidable máquina de combate se desarticuló. Una máscara de intensa palidez cubrió la amarilla cara. El capitán Kitamura se vino a tierra con la pesadez de un leño inerte.
Nadie se molestó en contar hasta diez. ¿Para qué? El derrumbamiento tenía todo el aspecto de lo irreparable y definitivo.
El Príncipe Regente y el general Ugaki se apresuraron a felicitar al capitán Clear. Si he de decir toda la verdad, ni él ni yo oímos una palabra de lo que dijeron. Estaba yo como fuera de mí de alegría, y él empezaba a salir de un apelotonamiento de sombras casi tan tupidas como las que ahora envolvían a su ex adversario.
Reinaba un silencio completo en el gimnasio. Los oficiales contemplaban, mudos, cómo se llevaban, arrastrándolo por los brazos, el cuerpo desmadejado del campeón. Nos hicieron salir de allí con cierta prisa, mal disimulada, como si nuestra presencia pudiese provocar algún suceso desagradable.
Por lo que hace al capitán Kitamura, no se ha vuelto a saber de él. No tendría nada de extraño que hubiese cometido el harakiri para expiar la afrenta de su derrota.
Recompensa a la virtud
1MIRE USTED—dijo en cierta ocasión Sam Goldwyn a su nuevo ayudante—estoy harto de subalternos aduladores que todo lo encuentran estupendo. Quiero que me diga usted lo que piensa, sinceramente... aunque le cueste el empleo.
Citado por Mitch Woodbury en Blade, de Toledo
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