CUARENTA
AÑOS DE LUCHA
MOISÉS TORREGROSA
SANTIAGO DE CHILE
DEDICO ESTE LIBRO A LOS INTRÉPIDOS CRISTIANOS QUE PUEBLAN LA PENÍNSULA IBÉRICA Y LOS PAÍSES HISPANO-AMERICANOS, COMO TESTIMONIO DE LA CONFIANZA QUE TENGO EN ELLOS, PARA TRASMITIR A NUESTRA RAZA, LA FUERZA DE SU CARÁCTER, LA SALUD DE SUS IDEAS Y LOS PRINCIPIOS SUBLIMES DEL EVANGELIO DE CRISTO.
¡LIBRO MÍO! TE LANZO A LA LUZ PÚBLICA PARA QUE HAGAS BIEN.
DIOS TE BENDIGA A FIN DE QUE CUANTOS TE LEAN ENCUENTREN EN TUS PÁGINAS INSPIRACIÓN PARA SER MÁS ACTIVOS, MÁS CELOSOS, MÁS SANTOS Y MÁS PROPAGANDISTAS DE LA VERDAD.
MOISÉS TORREGROSA. SANTIAGO DE CHILE, FEBRERO DE 1921.
1921
25-37
INVOCACIÓN
A ESPAÑA
Hermosa y noble España, querida patria mía,
Yo admiro tu grandeza, tus héroes y tu gloria,
En arca santa guardo, con grata simpatía,
El rasgo indestructible, de tu pasada historia.
Tus grandes monumentos me pasman y fascinan.
Me llenan de entusiasmo viril el corazón;
Cuanto más los contemplo, mayores me dominan,
Históricos recuerdos de fiel veneración.
Mas, cuando con tus glorias discurren por mi mente
Tus frailes y tus curas, toreros y mendigos,
Me lleno de congojas y miro tristemente
Un porvenir aciago de penas y castigos
¿Qué valen tus collados, tus valles y praderas,
Tu sol esplendoroso, tu cielo siempre azul?
¿Qué valen de tus noches las horas placenteras
Ni tu estrellado manto de reina de Estambul?
Si cuando ya la tarde sus sombras va tendiendo
El pecho de tus hijos comienza a suspirar.
En gotas, ¡ay! de fuego, sus lágrimas vertiendo,
Cual llora una doncella sumida en el pesar.
Yo miro en mis ensueños, caída tu grandeza,
Turbarse de momento, tu dulce bienestar,
Y al ver desdicha tanta, despierto con tristeza
Y entre pesares miles me pongo a meditar:
Que falta a tus honores, aun otro mayor.
Que dártelo procuran; y tú, con vil desdén.
Te aduermes voluptuosa, desprecias el favor
y estando en un infierno te forjas un edén.
Despierta, noble España, despierta con presteza
Y libra la batalla, combate con fervor.
Despierta, noble España, sacude tu pereza
Y humilla al enemigo del alma, con valor.
¿Te falta decidirte, no tienes general?...
Jesús te llama. ¡Avanza! desplega el pabellón,
Y arrójate en sus brazos, que jefe tan leal
Te brinda en la victoria, tu eterna salvación.
CAPITULO I
RIACIMIENTO Y ORIGEN DEL NOMBRE
Nació don José Torregrosa en España, el 30 de Abril del año 1845, en una ciudad muy fabril de la provincia de Alicante, que se llama Alcoy, en donde funcionan no menos de 500 fábricas de tejidos de paños, todas movidas por fuerza hidráulica.
Antes de formarse Alcoy, era ese lugar una rinconada peligrosísima, llamada el «Coll de Balaguer», en donde tenían su guarida los ladrones desalmados que asaltaban a cuanta persona pasaba por allí, en camino a la capital de la provincia.
El gobierno español, para seguridad de los transeúntes que, forzosamente tenían que pasar por el Coll de Balaguer, construyó una torre que sirviera de cuartel, para contrarrestar los desmanes que, a diario se perpetraban, y, al efecto, envió a los inválidos retirados del ejército, a que viviesen allí, en compañía de sus familias, como guarnición. Fué nombrado jefe uno de ellos que, por haber quedado manco en la guerra de Felipe IV, era inválido para otra clase de trabajo. Esta fué la morada de los antecesores del biografiado.
Dicha torre era más ancha que alta. por cuyo motivo se la llamaba la Torre Gruesa, que traducido al dialecto valenciano es Torre Grosa, de cuyo sobrenombre se deriva su apellido,— Torregrosa.
II Bajo el imperio del Romanismo
Fué educado don José, según la religión de sus padres, y desde su más tierna edad le fueron inculcadas las enseñanzas y prácticas de la iglesia Romana. Sus padres fueron católicos de los más ortodoxos.
Su madre no permitió nunca que su hijo José quedara un solo día sin ir a misa, ni un primero de mes sin confesar y comulgar. En su casa vió siempre un sacerdote amigo, que en cualquier cumpleaños, bautizo o casamiento, tenía su asiento de honor, a la cabecera de su mesa. Este confesaba a toda la familia, y por lo mismo gobernaba la casa de una manera indirecta.
Pasamos a referir aquí un curioso episodio que don José Torregrosa, joven, oyó referir varias veces en su casa. Es el caso que, un día, Monseñor Vilaplana—que así se llamaba el amigo cura—salió a cazar en compañía del señor Torregrosa, padre, y como buenos tiradores anduvieron todo el día sin cazar nada. A la puesta del sol, ambos regresaban a casa, cansados y hambrientos, y sin traer ninguna pieza que acreditara sus aptitudes cinegéticas.
De repente, el cacareo de una linda gallina, que presurosa corría al gallinero, algo retrasada de las demás, les saca de su abstracción. —¡Qué preciosa gallina!—dice el cura. CUARENTA AÑOS DE LUCHA 33 —¡Ciertamente!—dice el padre de don José. —¡Qué buena cazuela haríamos con ella esta noche! —Y a fe que la despacharíamos bien pronto. —¡Tírale! —¡Oh! no. . . si. . . no. . . —¡Tírale, pues, hombre!—insistió el cura. Sonar el tiro, rodar la gallina por el suelo y meterla en el morral fué cuestión de segundos nada más. Llegados a casa, entregaron la gallina a la madre de don José, ordenándole que, en el acto, hiciera una buena cazuela.
«Aquella señora era la persona más ortodoxa que he conocido en este mundo», solía decir don José, al relatar este incidente, pero la orden de guisar la gallina, dada por el cura, Monseñor Vilaplana, hizo acallar su delicada conciencia y, una hora más tarde, la cocinera servía una suculenta comida a los cazadores.
III Una confesión auricular
Pasaron algunos años, y la historia de la gallina quedó en el más profundo olvido.
El padre de don José, deseando hacer una confesión general, acudió al tribunal de la penitencia, (así se llama entre los católicos romanos el confesonario) y examinando su vida pasada, se acordó del caso de la gallina, y entre otros pecados confesó éste a Monseñor Vilaplana, su confesor:
El cura.( dijo)—¡Hombre, hombre! ese es un pecado terrible, del cual no te puedo absolver, si no hay restitución.
El penitente.—Pero, padre, ¿cómo podré yo restituir esa gallina, si ignoro de quién sea? . El cura.(dijo)—Bueno, pues, hombre; veamos cuánto podría valer y lo dedicaremos para beneficio de las almas del purgatorio.
El penitente.—Tengo que confesar que era una gallina grande y gorda
. El cura.—En ese caso la avaluaremos en seis pesetas. (Seis pesos moneda chilena).
El penitente.—Muy bien, padre; pero es el caso que a mí me corresponde pagar sólo tres pesetas y las otras tres a «Su merced».
El cura.—¡Cómo!... ¿a mí?...
El penitente.—Sí, padre. ¿No recuerda Ud. aquella gallina que comimos los dos?
El cura.—(Confundido y sin acertar a pronunciar palabra):—Ah! sí. . . no... sí... sí, ya me acuerdo. Pero santo varón, ¡si aquélla era una pollita flaca y enfermiza, que nadie se hubiera atrevido a dar ni una peseta por ella! No, no, eso no vale la pena de mencionarlo, ni de acordarse más de ello.
Así quedó en la nada lo que momentos antes era un pecado imperdonable
. De esta manera, sin advertirlo, se iba grabando en el corazón de don José Torregrosa, joven, la insuficiencia de la religión de sus padres
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