sábado, 7 de diciembre de 2024

MONSALVATGE UN MONJE ESPAÑOL CAPUCHINO 65-70*BIBLIA

LA VIDA

DE

RAMON MONSALVATGE

UN MONJE ESPAÑOL CONVERTIDO,

DE LA ORDEN DE LOS CAPUCHINOS.

CON UNA INTRODUCCIÓN, POR EL REV. ROBERT BAIRD, D. D.

"Para manifestar las virtudes de Aquel que me llamó de las tinieblas a su luz admirable".—1 Pedro 2: 9.

NUEVA YORK:

IMPRESO POR J. F. TROW & CO.,

33 ANN-STREET

 65-70

Contaba cada segundo, con una ansiedad indescriptible. Cuando los vi salir, mi agitación se hizo menos intolerable, y muy pronto la criada era la única persona en la habitación. Mientras hacía su trabajo, había tomado la precaución de no volver la vista hacia el lado de la habitación donde yo estaba escondido, y continuó haciéndolo, hasta que llegó su señora, que había visto a los soldados salir de la calle, para estar más segura. Ella vino a mí llena de alegría, y dijo: "Señor, ya puede irse sin miedo". ¡Oh! ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de gozo experimenté! Fue tan grande y tan repentina, que, al salir de mi escondite, perdí el sentido. Las dos mujeres me cuidaron con mucho cuidado y me devolvieron. Tan pronto como recuperé el sentido, me preparé para dejarlas. Después de haberles expresado mi gratitud por su amable atención, les ofrecí todos los objetos valiosos que tenía conmigo, a saber, mi reloj de oro y mi bolsa, aunque desafortunadamente esta última no estaba bien llena.

 Pedí que me llevaran a mi criado ; pero ¡ay! ¡Qué fin tan deplorable había tenido! A unos pasos de la puerta encontramos una de sus manos; y pronto supimos que todo su cuerpo había sido cortado en pedazos. Cuando comprobé el hecho, me estremecí, mi vista se nubló y me pareció que una espesa nube cubría mis ojos; todo mi cuerpo se cubrió instantáneamente de grandes bultos rojos y nuevamente perdí el sentido. No había tiempo que perder, y las mujeres me trajeron de nuevo con cariño; pero había experimentado un gran cambio en mi espíritu. A pesar de mi gran debilidad, me apresuré a abandonar el lugar lo más silenciosamente que pude, y, con un esfuerzo extraordinario, llegué al lugar donde mi compañía se había refugiado. Todos se quedaron muy sorprendidos al verme, porque supusieron que me habían hecho pedazos.

Dime, lector, ¿no fue Dios quien me cuidó? ¡Ah! Sólo su misericordia podía hacerlo; pues ¿qué era yo? Un miserable pecador, que continuamente lo ofendía y derramaba la sangre de mis semejantes. ¡Cuánto debo a ese misericordioso Salvador! Pero continúa conmigo el curso de mi vida, y veremos que su brazo me sostuvo en medio de muchos peligros.

CAPÍTULO IV.

Derrota del Ejército Carlista.—Cómo me encontré con la Palabra de Dios.—Entro en el Seminario.—Argumentos protestantes.— Entrevista a un pastor protestante.—Mi resolución de abandonar el Seminario vencida.

En 1839, Maroto, general jefe del ejército de Don Carlos, entregó las fuerzas bajo su mando al general Espartero, por el tratado de Bergara. El día señalado, formó el ejército frente al de Espartero, con el pretexto de presentar batalla; y en el momento del ataque se descubrió que la pólvora de los cañones no valía y no podía utilizarse. Rodeados de fuerzas inesperadas y sin medios de defensa, 40.000 hombres entregaron sus armas al general Espartero. Diez mil hombres escaparon, con el propio Don Carlos que estaba presente, y huyeron al territorio de Francia. Así quedó destruido el ejército de Navarra, y sólo quedaron los de Aragón y Cataluña. -MONJE ESPAÑOL. 69 -Pero a pesar de la obstinación y el valor de estos últimos ejércitos, fueron empujados por Espartero de un lugar a otro, hasta que el 6 de julio de 1840 nos vimos obligados a entrar en Francia, bajo el mando del general Cabrera; contábamos con 30.000 hombres. En la ciudad de Perpiñán recibimos una orden de nuestro llamado pariente, Don Carlos, que ascendía a los suboficiales al grado de oficiales del ejército, y decidía que debían ser pagados como tales por el Gobierno francés, que había prometido esto a condición de nuestra entrada en Francia.

La vida que había llevado en la guerra me había convertido en una especie de loco. Tenía un corazón duro y miraba a todo extraño con sospecha, o más bien, lo consideraba mi enemigo; de modo que nunca compraba un bocado de pan o una gota de vino sin que el vendedor lo probara antes de llevármelo a la boca.

Tenía el habitual temor al veneno y mi temperamento se había vuelto tan irritable, impulsivo y violento que estaba dispuesto a acusar a cualquiera de tener la intención de matarme a la menor sospecha. Vivía según el dicho familiar: “Algún día moriremos, es mejor morir hoy”. Permanecimos once días acampados cerca de Perpignan, hasta que el gobierno francés decidió dar a cada oficial un pasaporte para ciertas ciudades de Francia. Recibí un pasaporte para Besanzón, que era el destino de los sacerdotes y los oficiales inferiores. En esta ciudad me encontré con el cura de mi tierra natal, que, como yo, había participado con los carlistas en la guerra. Yo tenía la costumbre de visitarlo con frecuencia.

Un día vi un libro sobre su mesa y, cogiéndolo, le pregunté:

¿Qué libro es éste?

Me respondió: —Es la Biblia.

Pero ¿qué es la Biblia?

La Biblia es el libro en que se fundan las doctrinas de la Iglesia.

 Hizo entonces un elogio de este libro, que despertó mucho mi curiosidad. Porque hasta ese día, ni en casa de mi padre, ni en el convento, ni durante mi carrera militar, había oído hablar de la Biblia, ni mucho menos había visto un ejemplar de ella.

Añadió que era una obra que todos los sacerdotes debían poseer, pero ningún otro. Cuando le pedí que me la prestara, dudó, diciendo que si recibía las órdenes sagradas podría entonces conseguirla. Después de mucha persuasión, me permitió que la tomara.

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