LA VIDA
DE
RAMON MONSALVATGE
UN MONJE ESPAÑOL CONVERTIDO,
DE LA ORDEN DE LOS CAPUCHINOS.
CON UNA INTRODUCCIÓN, POR EL REV. ROBERT BAIRD, D. D.
"Para manifestar las virtudes de Aquel que me llamó de las tinieblas a su luz admirable".—1 Pedro 2: 9.
NUEVA YORK:
IMPRESO POR J. F. TROW & CO.,
33 ANN-STREET.
37-43
LA VIDA DE UN MONJE ESPAÑOL
CAPÍTULO 1.
La juventud del autor.—Su residencia en el monasterio.— Un falso milagro.
En las páginas que siguen intentaré dar un breve bosquejo de mi historia, deteniéndome especialmente en los últimos años, durante los cuales he tenido la felicidad de ser llamado por nuestro Señor al conocimiento de su verdad y a la práctica de una vida cristiana.
Nací el 17 de octubre de 1815 en la ciudad de Olot, en la provincia de Girón y el principado de Cataluña, en España. Mi padre, comerciante de ese lugar, me dio el nombre de Ramón Baudilio Estaban Monsalvatge. Olot es una ciudad de unos 16.000 habitantes, agradablemente situada en el borde de una amplia llanura, a ocho leguas de los Pirineos. En sus laderas se alzan dos colinas escarpadas, llamadas San Francisco y Monte de los Olivos, entre las cuales fluye un arroyo claro que pasa por la ciudad.
Sus habitantes son muy trabajadores y se dedican ampliamente a las manufacturas. Mis padres eran muy devotos y estrictos en el seguimiento de las reglas y prácticas de la Iglesia romana.
Desde mi infancia me consagraron al sacerdocio. En mi niñez fui apartado por todos los medios posibles del conocimiento de las costumbres del mundo, y fui obligado a considerar el estado al que me dedicaba como el más sagrado y elevado que existe. Se me prohibió toda clase de libros cuyo objeto fuera otro que inspirar sentimientos religiosos. A la edad de doce años, mi padre y mi tío me proporcionaron una suma de 3.000 dólares, que era necesaria antes de que una persona pudiera ingresar al sacerdocio. Pero algún tiempo después
***** En ese momento los sacerdotes en España no eran mantenidos por el gobierno; por lo tanto, la suma anterior debía proporcionarse para cada hombre que deseara ingresar al sacerdocio.***
MONJE ESPAÑOL. 39
mi padre, que tenía la costumbre de asistir a la capilla del convento franciscano y admiraba mucho las reglas y costumbres de esa orden de monjes, decidió colocarme entre ellos. Permanecí bajo el techo paterno hasta la edad de quince años, cuando, habiendo pasado por todas las clases inferiores y aprendido el idioma latín, fui enviado al convento de los Frailes Capuchinos en Barcelona, donde fui admitido, después de aprobar un examen. Luego fui enviado a Sarria, para pasar los doce meses de mi noviciado; y fue el 7 de septiembre de 1830 cuando abandoné el hábito de ciudadano particular por un santo hábito y cogulla de monje; donde me dieron el nombre de Fray Simón de Olot, en lugar del que me habían dado en el bautismo por mis padres.
La austeridad y severidad de la orden capuchina es bien conocida. Uno no puede dejar de sorprenderse, al entrar en uno de sus conventos, por la rígida simplicidad de sus iglesias y capillas, y por las estrictas reglas que rigen a sus miembros. Las celdas de los monjes suelen tener sólo diez pies de ancho y siete de largo; el mobiliario consiste en una cama de tablas, con una cubierta sencilla, un pequeño mesa sobre la que hay una calavera, un crucifijo y algunos libros devocionales; el suelo es el único asiento de los reclusos.
Su vestimenta consiste en una túnica tosca, una cogulla y sandalias. A medianoche nos levantábamos y cantábamos durante una hora los maitines; a las cinco pasábamos dos horas en meditación, de rodillas. El día lo ocupaban la meditación, la lectura de libros devocionales y el culto en la capilla.
Las obras que leíamos eran vidas de santos, relatos de milagros, crónicas de nuestra orden y cosas por el estilo; pero nunca recibíamos instrucción alguna respecto a otras cosas que no fueran las doctrinas y los santos de la Iglesia romana.*
Tres veces a la semana realizábamos la penitencia de la flagelación. Ésta consistía en golpearnos con látigos. Algunos de estos eran simplemente de cuerdas con siete nudos; otros de siete cuerdas de cadena de hierro; y algunos de estos últimos tenían pequeñas puntas o alfileres, que hacían sangrar a casi cada golpe. A menudo he visto el suelo y las paredes salpicadas con la sangre de los penitentes; y esta penitencia no era meramente un castigo ocasional, sino un deber regular cumplido tres veces por semana.
En la mesa, se mantenía el más estricto silencio, mientras uno de los frailes leía en voz alta las vidas de los santos, etc. Durante el año de mi noviciado no se me permitía hablar con nadie más que con el confesor y el superior; y eso sólo en casos de urgente necesidad.
A los monjes no se les permite levantar la vista bajo ninguna circunstancia. Los castigos, infligidos por la más mínima falta, eran de la naturaleza más degradante; tales como lamer el suelo, comer en el suelo, penitencia severa, etc.
Que el lector no se imagine ni por un momento que los hombres que vivían tal vida eran hipócritas y engañadores.
No creo que hubiera un solo hombre en nuestro convento que no creyera sinceramente que por estas acciones vanas y repugnantes estaba ganando el favor de Dios y una entrada al cielo. Sí; la sinceridad y el ardor de estos hombres engañados bien podrían hacer sonrojar a muchos, quienes en una tierra de luz e inteligencia re-leen la gloriosa salvación de Jesucristo.
Creí en estas ceremonias vanas, en estos cuentos e historias extravagantes, como, no dudo, muchos otros los han creído.
Y cuando, después de años de ignorancia y superstición, aprendí a amar la Palabra de Dios, cuán preciosa ¡Qué superior a las tontas imaginaciones de que se había alimentado mi alma!
A los dieciséis años, terminado mi año de prueba, hice profesión religiosa, haciendo votos de obediencia, pobreza y castidad, renunciando así a los placeres de un mundo del que nada conocía. El 1 de diciembre debía empezar el estudio de la filosofía; y hasta entonces, fijé mi residencia en el convento de Sabadell, a cuatro leguas de la ciudad de Barcelona.
Después de mi año de noviciado, mis deberes no fueron tan estrictos. Se me permitía conversar, pasar una hora al día en recreo y dedicar algún tiempo al estudio de la metafísica. Se añadió otro deber diario: el de visitar a los enfermos y moribundos. Durante mi estancia en Sabadell, una noche me desperté de mi sueño y me ordenaron que visitara a un moribundo para prepararlo para su fin.
Fui ; y el hombre me gritó con imprecaciones
: —"¿A qué vienes aquí?—
Le respondí:
—"Amigo mío, vengo a consolarte y exhortarte, para que puedas morir en Dios, por la intercesión de nuestra bendita Virgen María, que es la Mediadora entre Dios y los hombres; y también a inducirte a orar a San José, que es el guardián de los moribundos." —
Entonces ordenó a su esposa que me echara de la casa. En pocos momentos, el alma que yo deseaba haber llevado al cielo por la intercesión de María, había ido a comparecer ante el tribunal del Dios eterno.
¡Oh Jesús, mi único Salvador! Si yo hubiera señalado esa alma hacia Ti, ¡podrías haberla salvado de los horrores de la segunda muerte! ¡Ay! Yo mismo estaba entonces en la más densa oscuridad; pero ahora, ¡oh Dios mío! sé que Tú has recibido mi rescate, y has perdonado este y todos mis pecados por medio de Tu Hijo, que murió en la cruz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario