Martes, 12 de septiembre de 2023
"MARIA" de Jorge Isaacs (1)
MARÍA
HISTORIA REAL POR JORGE ISAACS
Jorge Ricardo Isaacs nació en Cali el 1° de abril de 1837, hijo del ciudadano inglés de ascendencia judía George Henry Isaacs Adolfus y de la colombiana Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un militar catalán. El padre de Jorge Isaacs había llegado a Colombia en 1822 proveniente de Jamaica, con el propósito de explotar yacimientos de oro en el Chocó. En 1827 se establece como comerciante en Quibdó y el año siguiente se convierte al catolicismo para desposarse. Obtiene del Libertador la carta de naturaleza colombiana en 1829. Como un hombre bastante rico lo encontramos radicado en Cali hacia 1833, donde se vincula a la vida política de la región. De 1840 es la adquisición de dos enormes haciendas azucareras en las cercanías de Palmira, La Manuelita, llamada así en honor de su esposa, y La Santa Rita. En 1854 compra la hacienda El Paraíso, en las vecindades de Buga, ámbito en el que se desenvuelve la novela que le diera fama a Jorge Isaacs y donde pasa su adolescencia. ( biografía de internet)
…en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navio---
La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él á la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano á los veinte años de edad.
---Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía á la sazón tres años.
---Instó á Salomón para que le diera su hija á fin de educarla á nuestro lado; y se atrevió á proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole
:---, sea hija tuya.---Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre.--- tal vez yo haría desdichada á mi hija dejándola judía. No lo digas á nuestros parientes, ---que le cambien el nombre de Ester en el de María. " Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.
--llevando á Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña : ésta tendió los bracitos á su tío, ---Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás.
---Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje, por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo : " ésta es la hija de Salomón, que él te envía."
Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron á modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.
---Pocos eran entonces los que conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva é inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que á mis hermanas y á mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.
Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, ---el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna : así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de las ventanas de mi madre.
MARÍA
Historia real por Jorge Isaacs
A los hermanos de Efraín
He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquél a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos:
«Lo que ahí falta tú lo sabes; podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado.»
(expresó María)
Capítulo I
¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.
IEra yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis
estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos
años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
- II -
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.
Martes, 12 de septiembre de 2023
MARÍA - II, III Jorge Isaacs
Mart 12 Sep 2023
María
Jorge Isaacs
Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
III -
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.
Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas; y se sonrojaba aquélla a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre nuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.
-¡Qué bellas flores! -exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.
-María recordaba cuánto te agradaban -observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.
-María -dije- va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
-¿Es verdad? -respondió-; pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
-¿Tantas así hay?
-Muchísimas; se repondrán todos los días.
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael
Miércoles, 13 de septiembre de 2023
MARÍA - Jorge Isaacs - IV -
MARÍA
Historia real por Jorge Isaacs
se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navio, que después de haber dejado el servicio por algunos años, se vio forzado en 1819 a tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de España, y que murió fusilado en Majagual el veinte de mayo de 1820. La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él a la religión judaica.
Mi padre se hizo cristiano a los veinte años de edad. …Salomón, primo suyo a quien mucho había amado desde la niñez, acababa de perder su esposa.Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía a la sazón tres años instó a Salomón para que le diera su hija a fin de educarla a nuestro lado; y se atrevió a proponerle que la haría cristiana. …pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe de ser una santa madre. Si el cristianismo da en las desgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía . No lo digas a nuestros parientes, pero cuando llegues a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester en el de María.» Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.
llevando a Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña: ésta tendió los bracitos a su tío, y Salomón, poniéndola en los de su amigo , se dejó caer sollozando sobre el pequeño baúl.
Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar
con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás.
…aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo: «ésta es la hija de Salomón, que él te envía».
…Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron a modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva e inteligente…. tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro,
suelta y tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna: así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de las ventanas de mi madre.
IV
Dormí tranquilo, como cuando me adormeecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro.
Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.
Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí la puerta.
La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura: era su voz de niña, pero más grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la pasión.
¡Ay! ¡cuántas veces en mis sueños un eco de ese mismo acento ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella mañana de agosto!
La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas de verano estaría en los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.
Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana, y divisé a María en una de las calles del jardín, acompañada de Emma: llevaba un traje más oscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado a la cintura, le caía en forma de banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultábale a medias parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía las mejillas, más frescas que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma: María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares.
Pasado el almuerzo, me llamó mi madre a su costurero. Emma y María estaban bordando cerca de ella. Volvió ésta a sonrojarse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que involuntariamente le había yo dado en la mañana.
Mi madre quería verme y oírme sin cesar.
Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigía que les describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las más bellas mujeres que figuraran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus labores. María me miraba algunas veces al descuido, o hacía por lo bajo observaciones a su compañera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana.
Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseo de que yo diese a las muchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio a las lecciones pasados seis u ocho días, durante los cuales podría yo graduar el estado de los conocimientos de cada una.
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