domingo, 14 de septiembre de 2025

"EL PERFECCIONISTA" Selecciones Enero 1941

  SELECCIONES DEL READER'S DIGEST      ENERO de 1941

La persona más inolvidable que he conocido — 11—

WALTER B. PITKIN es autor de una vein­tena de libros, entre los cuales se halla La vida empieza a los 40. Desempeña, desde 1912, una cátedra de periodismo en la Uni­versidad de Columbia, en Nueva York. En la presente narración, la segunda de la serie en que diversos autores irán retratando per­sonajes que, aun cuando olvidados de la fama, son a justo título inolvidables, Pitkin luce la agilidad y precisión geniales de su estilo.

EL ENEMIGO DE LO BUENO

POR
WALTER PITKIN

POR ALLÁ en la ùltima década del siglo pasado enseñaba griego en una escuela superior de Detroit Henry Sherrard. No que se viera forzado a enseñar, puesto que disponía de medios de vida su­ficientes; pero le gustaba el oficio. En la apariencia, como en el fondo, Henry Sherrard era hombre de ca­prichos. Su mal vestida y desgar­bada humanidad, de 1,92 metros de talla, aparecía coronada por una barda de cabellos rebeldes y bermejos. Entre el asimétrico conjunto dé huesos y dientes que le formaban la cara, brillaban unos ojos azules de atormentadora penetración. Llevaba siempre las desordenadas ropas cu­biertas de sutil polvillo de tiza.

 Era  en suma, un espantapájaros ambu­lante, un mito dentro de un par de talegos por pantalones.

Tenía yo dieciséis años cuando caí en sus manos, y era por entonces un chico impresionable,   ansioso de saberlo todo. Me machacó el hombre por dos años justos, tal como el he­rrero martilla sobre el yunque.

 Y es que Sherrard era el más raro de los hombres, un perfeccionista cuya devoción por la perfección era per­fecta.

Manteníase siempre impor­tunando a la Junta de Educación y a los demás maestros; porque él no era hombre de términos medios: tenía sus ideales sobre didáctica v métodos especiales de realizarlos; había de salirse con la suya, llovieran rayos o centellas.

Eran sus métodos favoritos de enseñanza el desprecio, la intimida­ción y algún puntapié dado en donde suelen propinarse. A estos recursos sólo apelaba, sin embargo, después de haberle dado a su presunta víc­tima toda oportunidad para aprender la lección como Sherrard exigía que se aprendiera: ciento por ciento co­rrectamente.

El primer día de clase Sherrard nos contempló solemnemente du­rante largo rato. Después nos dijo con extremada urbanidad:

— De modo que ustedes quieren aprender griego, ¿no es así? Bien, ésa es una ambición loable. Pero conviene que sepan contra qué tienen que enfrentarse. Me expli­caré: yo soy el Enemigo de lo Bueno.

Un muchacho pugnaba por re­frenar una risa nerviosa. Sherrard lo miró de hito en hito y prosiguió: No me chanceo. No me gustan los buenos estudiantes; me gustan sólo los mejores. Porque, o se puede hacer una cosa, o no se puede hacerla. Yo haré todo lo posible por enseñarles el griego, y ello me fuerza a obligarlos a hacer todo lo posible por aprenderlo. En cuanto al cómo, se trata de que día por día han de hacer ustedes una labor perfecta. Deben pronunciar perfectamente y traducir perfectamente. Para ayu­darles a alcanzar tal perfección, in­sistiré en hacerles escribir en el ta­blero diez veces la corrección de cada error. Si, después de haber tra­bajado de este modo para enmendar un yerro, volvieren a incurrir en él, les haré escribir cien veces la frase correcta. Y ahora, vamos a empezar.

Así dieron comienzo dos años de­cisivos de mi vida. La partida que nos hacía jugar Sherrard me cauti­vaba. Si puede uno alcanzar per­fección en algo, por pequeño que ello sea: ¿no puede alcanzarla en otra cosa, y en otra más, después? Con el tiempo puede uno llegar a ser perfecto en muchas cosas, lo cual sería maravilloso.

Otros muchachos iban a la clase temblando. Yo me presentaba como ante un concurso de gladiadores, a ver arrojar cristianos al león. Cuan­do el león se me venía encima, rugiendo, yo sonreía burlonamente. Entonces la fiera parpadeaba; lo cual me hacía ver que yo había dado en el clavo.

Algunas veces, después de haber llenado el tablero de frases por vía de corrección de un acento mal colo­cado, borraba la tarea para hacerla de nuevo. Esto paralizaba al león. ¿Cómo había de imaginar que hu­biera alguien que, obligado a escri­bir diez veces una cosa, la escribiera veinte? Si el león hubiera sabido que yo acostumbraba, una vez en casa, llenar hojas enteras de papel de en­volver con frases griegas, sólo por el placer de hacer un juego lo que él imponía por castigo...

Tachaba con su lápiz azul el menor error que encontraba en las tareas que entregábamos diariamente. Es­cribía atroces comentarios a los errores graves. jamás le pasaba una línea. Cómo se las componía, no puedo imaginarlo; pero lo hacía año tras año sin fallar.

En el segundo año la emprendi­mos con Homero. Todos los días cinco líneas aprendidas de memoria perfectamente, o si no... Todos los días nos levantábamos a recitar el primer libro desde la línea inicial hasta completar la cuota del día. Una pronunciación descuidada, y teníamos que volver a comenzar, lo que resultaba pesado cuando había que hacerlo empezando doscientas líneas atrás.

Jamás había podido yo aprender de memoria prosa o poesía. Detes­taba recitar trozos fijos. Había en .mí algo que se rebelaba contra ello. Pero Henry Sherrard me obligó a recorrer los dos primeros libros de la Ilíada línea por línea; y al final del año me tenía entonándolos com­pletos, conociendo cada palabra que enunciaba y comprendiéndolo todo casi como si estuviera en inglés.

Los que no entraban por el sis­tema de la perfección lo pasaban muy mal.

— ¿De manera, señor Jones — le decía amenazante a un pecador —que a usted parece importarle un comino que el adjetivo esté o no de acuerdo con el sustantivo? Si se sale -usted discretamente, señor Jones, y no vuelve a mostrar la cara por aquí jamás, no tendré que echarlo. Consígase trabajo descargando san­días en los muelles. Las sandías no tienen que estar de acuerdo con nada. Ahora, ¡largo de aquí, señor Jones, antes que le rompa la cabeza!

Pero si un pobre estudiante hacía realmente todo lo posible, Sherrard era cortés hasta lo último. Sabía caer en la cuenta al tratarse de casos en que la voluntad pugnaba en vano con la inteligencia como tirantes arneses próximos a reventarse Creía que los débiles debían ser tratados con humanidad, y despachaba a tales fracasados hacia el olvido, bondadosamente. Le ponía la mano sobre el hombro al joven, sonreía, le pedía que volviera de visita cuando estuviera cerca, y le decía adiós.

Yo jugué el juego de la perfección y gané. Pero ¿me dio Sherrard gol­pecitos en la espalda? ¿Me dijo ,,muy bien, joven"? //No dijo// Nada de eso. ¡Hacer una cosa a la perfección no era motivo para tontas alabanzas!

Martes, 19 de agosto de 2025

(*Selecciones, ENERO 1941 )

  La persona más inolvidable que he conocido.

*Fragmento* 

ENEMIGO DE LO BUENO, AMANTE DE LA PERFECCIÒN

Por Walter Pitkin

Enero 1941

Selecciones Readers digest`s Tomo 1 No. 2

Hacer una cosa a la perfección no era motivo para tontas alabanzas!

Leíamos la última línea de la llíada ( en griego) un día de junio, caluroso y húmedo. Sherrard cerró el libro, miró por la ventana, pasó a la puerta y desapareció. Jamás lo volví a ver.

Pero ahora, medio siglo después, todavía mido a la gente    maes­tros, alumnos y otros — de acuerdo con su regla: "Lo que merece ser hecho, merece ser hecho bien y, al merecer ser bien hecho, merece que uno lo haga perfectamente tam­bién."

Resolví dedicarme a escribir, como me había dedicado a estudiar el griego. Pronto era capaz de desa­rrollar en pocos minutos temas dia­rios para los cuales se nos daban varias horas.

Luego me puse a escri­birles las composiciones a los atra­sados, para matar el tiempo.

 En­sayé el método de la perfección para aprender el hebreo, el árabe y la sociología. Después de dos años de Sherrard, me era intolerable una clase común y corriente.

He hallado dos clases de hombres que no se satisfacen con nada menos que la perfección los sabios ver­daderamente grandes que luchan por la exactitud hasta la quinta cifra decimal, y los oficiales del Estado Mayor alemán.

Cuando era estudiante en Alemania conocí a varios generales y a muchos oficiales jóvenes. Pensaban y vivían como Sherrard.

 Para consigo mismos eran tan crueles como lo eran para con sus subalternos. O se sabía una cosa, o no se la sabía. O podía hacerse o no se podía. Si usted no sabe, o si no puede, entonces, ¡afuera!

Cuando los nazis invadieron a Francia, me acordé de Sherrard.

Todos deberían  de caer, por lo menos tina vez en la vida, bajo el hechizo de un perfeccionista fanático. Sólo así puede llegar el hombre corriente a comprender sus propias y sorpren­dentes posibilidades. Observar a un hombre dedicado por completo a alcanzar el ideal más alto posible, es más que una educación. Es como una conversión religiosa. Ver en acción a un hombre que es el im­placable Enemigo de los Buenos porque sólo ama a los Mejores, es ver el mundo entero bajo una luz sorprendente y nueva.

Hay algo que se enciende en nosotros cuando lle­gamos a entender que es posible de­testar la sabiduría a medias, la ha­bilidad a medias, los ideales que, desprovistos de entusiasmo, son ideales a medias.

Nuestro mundo perece extravia­do por los estultos que no creen en la perfección. Calificándose a sí mis­mos de realistas, no son en verdad sino víctimas de un mito vulgar, el de la suprema e invencible incompetencia del hombre. Juzgando a la gente mucho peor de lo que es, estos lla­mados dirigentes se vuelven con­temporizadores cobardes, o seudo liberales que se deleitan con la retó­rica y se echan a temblar ante los hechos.

"No se puede hacer a la gente perfecta ni al mundo perfecto", es lo que objetan. Pero los hombres, mediante un esfuerzo por perfec­cionarse a sí mismos, por mejorar sus negocios y su gobierno, pueden hacer que todo ello sea diez veces mejor de lo que es. ~No valdrá la pena hacer el esfuerzo ?

Ya he olvidado casi todo el griego que me enseñó Sherrard.

 Pero jamás olvidaré la pasión de perfecciona­miento que habitaba en ese hombre de triste y desmirriada figura.

Diez mil años después  que yo haya muerto, esa extraña llama seguirá ardiendo en otras razas, en otros pueblos. El día que esa llama se ex­tinga en el alma humana, desapa­recerá la humanidad

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