SELECCIONES DEL READER'S DIGEST ENERO de 1941
Historia novelesca de una hierba que mata a los peces y de un tejano andariego a quien el soplo de la aventura llevó al Brasil.
EL REANIMADOR DEL AMAZONAS
Por Desmond Holdridge
(CONDENSADO DE "THIS WEEK MAGAZINE")
¿QUIEN PODRÁ ENUMERAR las cosas que ha
hecho JuanJ ames, un tejano andariego y arriscado como hay pocos, en los veinte años que, pasó en la cuenca del Amazonas? Tomó
parte en la construcción de la línea férrea de Madeira a Mamoré, cuyas paralelas se tienden a través de una selva en la que cada
travesaño costaba una vida humana.
En una ocasión en que trabajaba en una plantación de caucho estuvieronl os indios a punto de convertirlo en un acerico humano con
flechas emponzoñadas de dos metros de largo
por alfileres. Se destacó por su destreza en rejonear vacas en el
Oriente
boliviano. Cuando
Henry Ford dio comienzo a su magna
empresa de Fordlandia, Juan James fué el contratista que se encargó de
talar y descepar los bosques vírgenes en que habían de crecer después por millones las caucheras.
Y, sin embargo, a pesar de su genio emprendedor y su avisada inteligencia, James pasaba casi a diario, sin percatarse de su valor, junto a algo que encerraba un tesoro de inestimable precio para el mundo civilizado y que había de constituír, andando los años, su propia fortuna.
La primera vez que James tuvo un atisbo de esa riqueza potencial fué cuando vió a un hombre de piel bronceada, cubierto con un breve taoarabo, hacer un remanso artificial en la' corriente de un arroyuelo, coger unas cuantas raíces de una planta que crecía profusamente en sus márgenes, cortarlas en pequeños pedazos y echar éstos al agua.
El agua cobró inmediatamente un color lechoso y docenas de peces, presa de violentas convulsiones, empezaron a rebrillar en su superficie como flechas de plata. A los pocos instantes se les vio flotar, ya muertos. Antes que transcurriese una hora, el indio y su voraz familia habían dado buena cuenta del botín. Las fibras de aquellas raíces rezumaban un extraño licor que tenía la virtud de matar a los peces y que no era, sin embargo, nocivo para el hombre.
Por aquellos mismos días, cierto notable hombre de ciencia del Perú se esforzaba por descubrir alguna sustancia nativa y de poco costo que extirpase las garrapatas que tantos estragos causan en los rebaños de llamas. Sabedor de que aquella misma planta que mata los peces producía iguales resultados cuando se aplicaba a las hormigas y los piojos, la mezcló al agua en que se bañaban las llamas y quedó maravillado de sus efectos germicidas.
Algunos años después, otros investigadores que tuvieron noticia de los experimentos de su colega peruano, descubrieron también que un extracto de los jugos de ciertas plantas venenosas para los peces destruía las plagas que infestaban los viñedos. Y a estos ensayos siguieron otros que tuvieron por consecuencia una serie de felices hallazgos científicos.
Se vino en conocimiento de que la virtud ponzoñosa de esas plantas residía en un alcaloide mortífero al cual se bautizó con el nombre de rotenona.
La Secretaría de Agricultura de los Estados Unidos, después de largos y concienzudos ensayos, ha recomendado el empleo del polvo de rotenona para combatir muchas de las plagas comunes de insectos que destruyen todos los años hortalizas y frutos por valor de millones y millones de dólares.
La rotenona es de una efectividad no igualada y ofrece, sobre los venenosos germicidas químicos que suelen usarse en huertos y plantíos, la ventaja de ser completamente innocua a quienes consumen las frutas y legumbres en que se haya empleado.
En tanto que se llevaban a cabo esos estudios y experimentos que acabo de enunciar, Juan James daba remate a su contrato para desmontar bosques en Fordlandia.
Al caer el último árbol hendido por el hacha de sus leñadores, James volvió los ojos en torno suyo, abarcó con una mirada melancólica aquel mundo inexplorado, de verdor deslumbrante, en que había pasado tres décadas de su existencia y se preguntó a dónde encaminaría sus pasos de aventurero. Había vivido los días agitados y culminantes de la súbita prosperidad con que la explotación del caucho había inundado a aquellos remotos parajes, como con una lluvia de oro; los días ya remotos en que Manaos, ciudad enclavada a más de mil quinientos kilómetros de la desembocadura del Amazonas, era la población más rica del mundo per capita. James había contemplado en aquellos días pretéritos, cargados de leyenda y de fiebre, el paso de los barcos que se deslizaban gallardos y retadores por la ancha corriente del Amazonas caudaloso, empavesados, coronados de negros penachos de humo, atronando las soledades milenarias con el estrépito de ruidosas charangas y el clamor de voces y risotadas. Iba a bordo de ellos, en confusa bataola, un enjambre inquieto de tahures y cortesanas que se mezclaban, atraídos por el fácil lucro, a los enriquecidos caucheros, los cuales se quejaban a gritos de que no se hubiese inventado todavía un licor menos plebeyo que el champaña. Había visto morir a millares a los hombres que trabajaban y sudaban bajo la lumbre de aquel clima tórrido por romper con las férreas pinzas de una vía moderna el profundo verdor de la selva. Y había visto a aquel ferrocarril abandonado en menos de un año por la baja catastrófica que sobrevino en el precio del caucho a consecuencia de la invasión de los mercados por el producto análogo del Lejano Oriente. ¡Cuán diferente aspecto ofrecía el mundo amazónico en aquel tristísimo año de 1932.
Las orillas del anchuroso río, que antes hervían de animación y trabajo, aparecían mudas y desiertas. Al contemplar paisajes de ruina y desolación, no podía Juan James conformarse con la idea de que las dilatadas selvas amazónicas, que ocupan una superficie más extensa que la de Europa entera, no guardasen en su caliente seno silencioso algo: una planta, un mineral, que el hombre pudiese utilizar para su comodidad o beneficio.
Regresó a los Estados Unidos tras una ausencia de veinte años, e inmediatamente se dirigió a la Secretaría de Agricultura.
Allí, uno de los funcionarios le preguntó al corpulento y renegrido tejano si no había oído hablar de una planta que empleaban las tribus del Amazonas para envenenar los peces. James respondió que sí y que hasta la había utilizado en algunas ocasiones. Pero, ¿a qué venía esa pregunta?
El funcionario le explicó entonces lo que era la rotenona, y le aseguró que si se pudiera extraer en grandes cantidades, no faltarían mercados para absorberlas.
Antes de un mes ya estaba James de 'vuelta en el Amazonas, dispuesto a invertir en la empresa hasta su último centavo. Montó en Pará una fábrica para reducir a polvo las raíces del timbo, que es el nombre con que se conoce allí la planta.
Les habló a los bronceados marinos que hacen en sus raudas canoas de velas azules y anaranjada el tráfico entre las islas de que está sembrada la desembocadura del Amazonas, que tiene más de 400 kilómetros de ancho, y todos se mostraron sorprendidos de que el norteamericano le concediese importancia a aquellas planta ,abundantísima y sin aplicación conocida. — ¿Timbo? decían. — ¿Pues no la hemos de conocer! Es una hierba que se encuentra en todas partes.
— Perfectamente — respondió James —; os compraré toda la que me traigáis a Pará.
Aquello pareció una extravagancia a los marineros; pero como se les pagaba en plata contante y sonante, empezaron a acarrear por centenares los haces de secas y oscuras raíces.
James tropezó, al principio, con algunas dificultades en la fábrica. Es verdad que el hombre puede, sin peligro, comer el timbo; pero, en cambio, no puede inhalar sin grave daño de su salud, el tamo que despide al pulverizársele. A muchos de los obreros les acometían violentas náuseas; mas cuando, curados del ataque, volvían a sus labores en la fábrica, eran insensibles a los efectos ponzoños de la rotenona. De ahí que resultase muy conveniente y provechoso conservar a esos obreros ya inmunes, y el medio más eficaz para conseguirlo era pagarles bien.
Los comienzos estuvieron erizados de escollos y contratiempos. Los agricultores tardaron mucho en reconocer las ventajas del nuevo insecticida. En 1933, James exportó una tonelada escasa de polvo de timbo. Al año siguiente sufrió unas pérdidas enormes que hacían presagiar el final desastroso de la aventura. Mas, por fin, los hortelanos de Long Island ensayaron la rotenona con tan lisonjeros resultados que la demanda del producto aumentó considerablemente. En 1935, se elevaron a 15'2.275 kilos los cargamentos procedentes de Para, casi todos enviados por James. En 1936, la cifra de exportación anduvo cerca de un millón de kilos.
Entre tanto se descubrían nuevos usos y aplicaciones de la rotenona. Quedó probada la efectividad de su acción contra mosquitos, moscas y polillas, y adquirió merecida carta de naturaleza como uno de los más
solicitados y poderosos germicidas de uso doméstico.
Acababa James de levantar una fábrica de mayor capacidad, cuando surgió, amenazadora, la competencia de activos rivales, que empezaron a comprar timbo y a exportar las raíces para ser pulverizadas en los Estados Unidos.
Por fortuna para él, Juan Jamés es un norteamericano del tipo que prefieren los gobernantes del Sur ( Brasil). No había ido al Amazonas a explotar, sino a crear riqueza. En vez de exportar las raíces en su estado prístino, James había levantado una fábrica y daba trabajo a muchos obreros nativos. Los legisladores votaron, sin pérdida de tiempo, una ley por la cual se prohibía la exportación de las valiosas raíces.
Varios de los competidores de James, construyeron, entonces, otras fábricas; y así, las fértiles tierras del Amazonas vieron florecer una nueva industria acicateada por el estímulo fecundo de la competencia. Pero James continúa siendo el principal fabricante. Aprendió muy bien la lección trágica de la crisis que provocó la sustitución del caucho silvestre por los plantíos artificiales, y ha emprendido la siembra de timbo de la mejor clase en proporciones vastísimas.
Las nuevas del dineral que producía la hierba india se propalaron rápidamente por toda la América Española; y ahora se explota aquel producto natural, por tantos años desconocido, en el Perú, en Colombia y en Venezuela.
La
rotenona ha pasado ya a. la categoría definitiva insecticida eficacísimo; pero parece que posee
además, particulares propiedades curativas que no han sido aún completamente
estudiadas. En la cuenca del Amazonas abundan
las afecciones de la piel, tales como
eczema, sarna, úlceras y erupciones causadas por parásitos subcutáneos y hon‑gos. James observó que algunos de sus obreros que presentaban manifestaciones
de esa índole, se veían libres de ellas apenas empezaban a manipular el timbo. Ordenó a sus químicos que preparasen un ungüento de rotenona y se comprobó que su aplicación
metódica surtía efectos notables aun en
los casos más rebeldes de enfermedades de la piel. Es, sin embargo, harto incipiente e incompleta la investigación
en este punto para que se pueda formular ninguna sólida conclusión de carácter terapeútico. Mas no puede negarse que los resultados obtenidos hasta hoy
justifican la prosecución de las investigaciones.
Nadie puede negar la importancia de un insecticida barato, efectivo y que se emplea sin temor a envenenarse. Cobra importancia cada vez mayor, también, la virtud curativa del timbo. Agréguese el valor económico de un producto en cuyo cultivo y elaboración se ganan decorosamente la vida multitud de colonos en las regiones tropicales de la América del Sur, y gracias al cual resurgirán acaso, de la postración y la miseria en que yacen, numerosos poblados que languidecen al borde de la extinción total desde que sobrevino la crisis del caucho.
No hacen falta una imaginación exaltada y un optimismo panglosiano para vislumbrar, como vislumbra Juan James, allá en un futuro no muy distante, el espectáculo de docenas de fábricas circundadas por hectáreas y más hectáreas de timbo, produciendo por millares de toneladas el polvo maravilloso con que la agricultura de la zona tórrida contribuye a proteger a la agricultura de las zonas templadas de los devastadores efectos de esos voraces bichejos contra los que viene librando la industriosa humanidad una encarnizada guerra de siglos.
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