CARTA A EUSTOQUIA
POR SAN JERÓNIMO
153-155
A EUSTOQUiA
Henos aquí ante la carta más famosa, sin género de duda, de San Jerónimo. No falta en ninguna selección. El P. Prado (que la mutila lastimosamente, según costumbre), en La suya, la introduce con esta breve nota: «Más que una carta, viene a ser un breve tratado». Sin duda, olvida el docto benedictino que la carta antigua, sin dejar de serlo, se prestaba corrientemente como marco de cualesquiera especulaciones. El autor mismo, y dentro de la carta misma, la llama libellus, librillo y opúsculo. En el De viris inl., la menciona con el título De virginitate servanda.
Rufino, en tiempos ya de enemistad con el antiguo amigo íntimo, habla de libellum quemdam de virginitate servanda ( A poi. 2,5 ). Acaso fuera éste su verdadero título. Y, sin embargo, se trata de verdadera carta, pues la destinataria no se pierde un momento de vista y de cuando en cuando se le escapan al rudo redactor los términos de más íntimo cariño para con ella: «Mi domina Eustochium (2), mi Eustochia, filia, domina, conserva, germana» (26), en mística letanía. Y esta otra, ya hacia el final: «Gaude, soror, gaude, filia, gaude, mi virgo» (39).
La destinataria era hija menor de Paula, y Paula era la noble matrona romana que se entroncaba con Paulo Emilio, el Macedónico, cónsul en 181 y 168 a. de Cristo, y por su madre, Blesila, con la línea de los Cornelios-Escipiones-Emilianos-Gracos. Una síntesis de la más gloriosa historia romana.
Paula era de las asiduas a las lecciones bíblicas del monje Jerónimo en el palacio de Marcela, sobre el Aventino.
Estas lecciones son un acontecimiento en la historia de la Iglesia. Jerónimo llegó a Roma, en la. buena compañía de los obispos de Oriente, Paulino y Epifanio, para tomar parte (no sabemos muy claro en qué sentido) en el Concilio Romano del mismo año. El papa Dámaso lo toma a su servicio y bajo su alta protección. Gran momento de Jerónimo: El era la boca del Papa. Todo el mundo reconocía su virtud y su ciencia: «Dicebar sanctus, dicebar humilis et disertus, ornniurn paene iudicio dignus summo sacerdotio decernebarn (Epist., 45,3). Por encargo del Papa revisó por lo menos el texto de los evangelios, y acaso todo el Nuevo Testamento: Nouum T estamentu m graecae fidei reddidi, dice en De oiris inlustribus, De las consultas del docto Papa sobre puntos dudosos de la Biblia, salían bellos tratados jeronimianos. El impulso, pues, hacia los estudios bíblicos venía de muy arriba.
Así se explica que la noble dama Marcela, cuyo palacio del Aventino se había convertido en un monasterio, no dejara piedra por mover para lograr que Jerónimo, venciendo sus escrúpulos de monje, subiera allá a mostrar su ciencia bíblica, admiración que era de Roma.
Marcela era prima del senador Pammaquio y éste había sido compañero de estudios de Jerónimo.
Pronto se congregó en torno a Jerónimo lo mejor de lo mejor, es decir, la aristocracia de la sangre y del espíritu.
Marcela, la---- era también alma conquistadora. Acaso estaba entre los oyentes su mismo primo Pammaquio y el presbítero Domnión y otros. Quienes no faltaban, ciertamente, fueron Paula y su hija Eustoquia. Madre e hija se pusieron no menos que a estudiar hebreo y lo aprendieron a las mil maravillas. Pero no todo había de ser ciencia y filología en las lecciones del Aventino. Lo que importaba al maestro era ganar las almas para la vida divina, fin supremo también de la Escritura. No sería ésta ciertamente la sola ni la primera vocación que saliera de las conferencias del Aventino; pero ninguna hubo de producir pareja impresión en Roma.
Un buen día se corrió el rumor de que Eustoquia, la tercera de las hijas de Paula, a la edad de unos dieciséis años, se consagraba a Dios por el voto de virginidad. Y esta niña de dieciséis años es la destinataria de la epístola 22 De seruanda uirginitate.
Los comentarios que hubo de suscitar la resolución de la hija menor de Paula serían muy varios y contradictorios en la Urbe. «Pon lo tuyo en concejo, decía nuestro discreto Sancho, y unos dirán que es blanco y otros dirán que es negro.» Pues lo mismo aconteció con la magna epístola o libellus que le dirigió su maestro Jerónimo. La fecha probable de la carta, año 384, el mismo en que muere el papa Dámaso. Diez años después, en 394, desde Belén, le escribe a Nepociano, sobrino de Heliodoro, «haber sido lapidado su librillo sobre la virginidad que escribiera en Roma a la santa Eustoquia» (Epist. 52,17). El lector adivinará bien pronto quiénes lo apedrearon. Y algo más grave que la pedrea: Hacia el año 400, Rufino se ensaña terriblemente contra el libellum quemaam de conseruanda uirginitate. No hay otro remedio que copiar la atroz invectiva de Rufino: «Libellum quendam de conseruanda uirginitate Romae positus scripsit, quem libellum omnes pagani et inimici Dei apostatae persecutores et quicumque sunt, qui Christianum nomen odio habent, certatim sibi describebant, pro eo quod omnem ibi Christianorum ordinern, omnem gradum, omnem professionem, uniuersamque pariter foedissimis exprobrationibus infamauit ecclesiam; _ ,et ea crimina quae gentiles falso in nos conferre putabantur, iste uera esse, immo multo peiora a nostris fieri, quam illi criminabantur adseruit». Y después de citar algún párrafo, añade Rufino: «Alía quoque ingerit obscena quam plurima» (ibid.). Sigfrido Huber escribe: «La carta de San Jerónimo a Eustoquia es la joya de la colección». ¿Habrá leído este juicio de Rufino? Consta, en cambio, haberlo leído Labourt, quien, no obstante, escribe: «La posteridad le ha hecho justicia:
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