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CARTAS DE SAN JERÓNIMO
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A OCÉANO, SOBRE LA MUERTE DE FABIOLA
¡Gran revuelo, un día de primavera o estío del año 395 en los dos monasterios de Belén: el femenino, regido por la materna solicitud de Paula, y el de varones, bajo la suave férula de Jerónimo!
Para Paula y Eustoquia, sólo la noticia de que Marcela hubiera puesto pie en tierra de Palestina hubiera superado en emoción a la que ahora reciben de que Fabiola estaba a la puerta del monasterio de Jerónimo o dél de ellas'. Fabiola, perteneciente, como ellas, a la más alta nobleza romana, había sido su amiga en los días inolvidables de las conferencias bíblicas del Aventino, en el palacio monasterio de Marcela. Entonces Ia conocería también Jerónimo.
Acaso ellas y éi lamentaron la mala fortuna de la joven patricia, que se hubo de unir en matrimonio con un calavera. Una ramera, una vil esclava, no hubiera aguantado su vida disoluta. Fabiola tampoco la aguantó. Lo malo fue que no se contentó con dejar a uno, sino que fue muy pronto tras otro. Paula y Eustoquia lamentarían el mal paso. San Jerónimo, en este epitafio de Fabiola, trata de justificarlo como puede (y no puede de ninguna manera).
Pero ¿quién se iba a acordar de ese mal paso de Fabiola después de la pública y solemne penitencia que conmovió a Roma entera? Cuando ahora llama, con su séquito, éi que figura Océano, el caro hijo de Jerónimo, a Ías puertas del_ monasterio de Belén, viene aureolada por la fama de su heroica renuncia a sus riquezas (que eran inmensas, cual decía con su alcurnia) y su entera consagración a las obras de caridad'.
A nadie había dicho una palabra de su plan de viajar a Tierra Santa y visitar a Jerónimo y a sus antiguas nobles santas amigas. ¿Qué le movió a ese viaje? A renglón seguido de contarnos que Fabiola gozó un tiempo del hospedaje del monasterio; tras esa línea evocadora (evocadora de Fabiola y del alma de Jerónimo): «uideor mihi adhuc uidere qua,m uidi», prosigue: «¡Oh, buen Jesús! ¡Con qué fervor, con qué afán se entregó al estudio de los sagrados volúmenes! Como si quisiera saciar hambre antigua, corría por los profetas, por los evangelios y salmos, haciendo preguntas y guardando las respuestás en él estuche delicado de su pecho. Pero su deseo de oír no se saciaba jamás, y, añadiendo ciencia, añadía trabajo y, como si echara aceite a la llama, su ardor se acrecía por mornentos.» ¡Todo un monumento al alma ardiente, impetuosa y extrema de Fabiola! Como un día rompía las vallas de toda ley-la de Papiniano y la de Pablo-por seguir el ímpetu de su pasión; como luego sentirá que las murallas de Roma la ciñen y aprietan el pecho, como a_ nosotros antaño (1937) las rejas de una cárcel, así ahora su ardor y hambre por la palabra divina no sabe de límites ni barreras, y agobia a preguntas al mejor maestro del tiempo, a quien tiene, desde luego, por tan sabio, que no le concede derecho a ignorar lo que él confiesa que ignora. ¡No, el maestro no ignora nada! Es ella la indigna de tan altos misterios.
Inclinada acaso estaría Fabiola sobre un rollo sagrado, apremiendo acaso a Jerónimo con preguntas ·sobre el libro de los Números (de no muy fácil lectura), cuando una terrible y súbita noticia hizo estremecer a maestro y discípula: los hunos, sobre sus ágiles corceles, irrumpían sobre el Oriente y, ávidos del oro que suponían estar aquí acumulado, iban a caer con toda certeza sobre Jerusalén. ¡Adiós rollos sagrados! ¡Todo el mundo a la costa! La nave estaba ya fletada. Lo de menos era el oro (que ni monjes ni monjas poseían). Había que salvar la pureza de las vírgenes, que aquellas fieras no respetarían: «Avertat Iesus ab orbe romano tales ultra bestias». Pero los hunos no llegaron a Palestina. Menos afortunados que los escitas del siglo VII a. de J. C., con quienes los confunde San Jerónimo, que los conoce por Heródoto (I 104-108) y por una veintena de años fueron .dueños y señores de Asia, los hunos no prosiguieron su avance, y los monjes latinos volvieron a sus monasterios, y Jerónimo a sus rollos sagrados. ¡Cómo dejar aquel monasterio. levantado con las propias manos, y aquellos santos lugares, a que tan íntimamente se había pegado el corazón! «Nos in Oriente tenuerunt iam fixae sedes et inueteratum locorum sanctorum desiderium.»
El caso era muy distinto para Fabiola. Todo su equipaje era su persona y era peregrina del mundo. No podía sentir desiderium, «soledad». por nada. Si acaso, por sus pobres y enfermos de Roma. Y a Roma se volvió. Acaso de Belén se trajo la epístola a Heliodoro. acaso la tenía ya en Roma de antiguo. El caso es que se la sabía de memoria y, al recitar los ditirambos juveniles de Jerónimo a la soledad, se sentía entre las murallas de Roma como en una cárcel. Su cuerpo también le parecía cárcel. No sufría tardanzas, y cada día dijérase que era el de su partida a lo eterno. Así preparada cada día, la muerte no la pudo sorprender impreparada. No hubo, efectivamente, de sobrevivir mucho al susto de los hunos y vuelta a Roma. La urbe se estremeció a su muerte. Sus funerales fueron más brillantes que los triunfos de los antiguos vencedores (a Jerónimo se le regala la boca con los gloriosos nombres latinos: Furio, que -triunfó de los galos; Papirio, de los samnitas; Escipión, de Numancia; Pompeyo, de los pueblos del Ponto). Y la oración fúnebre acaba con emocionado apóstrofe a Fabiola: «Hoc tibi, Fabicla, ingenii mei senile munus». Tributo de admiración y amor del viejo león a esta alma fuerte, segada seguramente en flor, que no entra en ninguno de los órdenes ordinarios: vírgenes, viudas y casadas de alta virtud, que han sido objeto ordinario de los altos panegíricos jeronimianos. Fabiola fue pecadora y penitente. Cayó en manos de bandidos, pero el buen samaritano la cargó sobre sus hombros y, pues se le perdonó más. también amó más.
La carta en que todo esto nos dice San Jerónimo fue escrita a ruego de su fiel amigo, «hijo» lo llama él siempre, Océano, que acompañó a Fabiola en su viaje y- es de suponer colaboraría con ella y Pammaquio en la hospedería y hospital del Puerto Romano. Jerónimo recuerda sus ·oraciones fúnebres anteriores, todas obras maestras. Esta, sobre obra maestra, es un gran documento de época. [Qué página esa que nos pinta el terror de los hunos! ¡Y qué frase "tan taladrante esa en que dice (hablando en castellano) que la invasión de los bárbaros eran tortas y pan pintado al lado de la guerra doméstica, es decir, la malhadada _ pugna origenista que dividía los espíritus de hombres, todos eminentes y ... ¡todos ortodoxos! Y fue el nubarrón remoto de los hunos el que disipó la tormenta que se cernía sobre Jerónimo, que era, al cabo, un pobre monje, sobre el que podía caer el mazazo de la autoridad. Se hablaba de deportarlo sabe Dios dónde: a cualquier Cucuso de la Armenia, como a su poco amigo Juan de Constantinopla, de donde ya se hubieran cuidado sus émulos que no hubiera vuelto vivo. Documento también de primer orden esa página en que se describe la penitencia pública de Fabiola. Comentada nos llevaría muy lejos. Labourt lo ha hecho excelentemente. Excelentemente también las monjas benedictinas de la Abadía de la Santa Cruz de Herstelle en su bello librito Osterbuch una joya de orfebrería monástica, labrada por manos femeninas hechas a las áureas miniaturas de breviarios y misales. La Iglesia, tras este panegírico de San Jerónimo, no ha dudado en poner a Fabiola, penitente, entre las santas. Los santos hacen santos: San Agustín canonizó a su madre.
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