martes, 23 de julio de 2024

DOS HÉROES DE LA EDAD MEDIA 61-63

EL GRAN CONFLICTO

HELLEN DE WHITE

CAPÍTULO 6

DOS HÉROES DE LA EDAD MEDIA

61-63

En la oscuridad de su calabozo previó el triunfo de la fe verdadera.

Volviendo en sueños a su capilla de Praga donde había predicado el evangelio, vio al papa y a sus obispos borrando los cuadros de Cristo que él había pintado en sus paredes. “Este sueño le aflige; pero el día siguiente ve muchos pintores ocupados en restablecer las imágenes en mayor número y colores más brillantes. Concluido este trabajo, los pintores, rodeados de un gentío inmenso, exclaman: ‘¡Que vengan ahora papas y obispos! ya no las borrarán jamás’”.

 Al referir el reformador su sueño añadió: “Tengo por cierto, que la imagen de Cristo no será borrada jamás. Ellos han querido destruirla; pero será nuevamente pintada en los corazones, por unos predicadores que valdrán más que yo” (D’Aubigné, lib. 1, cap. 7).

Por última vez fue llevado Hus ante el concilio.

Era esta una asamblea numerosa y deslumbradora: el emperador, los príncipes del imperio, delegados reales, cardenales, obispos y sacerdotes, y una inmensa mul­titud de personas que habían acudido a presenciar los acontecimientos del día. De todas partes de la cristiandad se habían reunido los testigos de este gran sacrificio, el primero en la larga lucha entablada para asegurar la libertad de conciencia.

Instado Hus para que manifestara su decisión final, declaró que se negaba a abju­rar, y fijando su penetrante mirada en el monarca que tan vergonzosamente violara la palabra empeñada, dijo: “Resolví, de mi propia y espontánea libertad, comparecer ante este concilio, bajo la fe y la protección pública del emperador aquí presente”. Bon­nechose 3:94. El bochorno se le subió a la cara al monarca Segismundo al fijarse en él las miradas de todos los circunstantes.

Habiendo sido pronunciada la sen­tencia, se dio principio a la ceremonia de la degradación. Los obispos vistieron a su prisionero el hábito sacerdotal, y al recibir este la vestidura dijo: “A nuestro Señor Jesucristo se le vistió con una túnica blanca con el fin de insultarle, cuando Herodes le envió a Pilato”. Ibíd., 95, 96. Habiéndosele exhortado otra vez a que se retractara, replicó mirando al pueblo: “Y entonces, ¿con qué cara me presentaría en el cielo? ¿cómo miraría a las multitudes de hombres a quienes he predicado el evangelio puro? No; estimo su salvación más que este pobre cuerpo destinado ya a morir”.

 Las vestidu­ras le fueron quitadas una por una, pronun­ciando cada obispo una maldición cuando le tocaba tomar parte en la ceremonia.

 Por último, “colocaron sobre su cabeza una gorra o mitra de papel en forma de pirá­mide, en la que estaban pintadas horribles figuras de demonios, y en cuyo frente se destacaba esta inscripción: ‘El archihereje’.

 ‘Con gozo—dijo Hus—llevaré por ti esta corona de oprobio, oh Jesús, que llevaste por mí una de espinas”.

Acto continuo, “los prelados dijeron: ‘Ahora dedicamos tu alma al diablo’.

‘Y yo—dijo Hus, levantando sus ojos al cielo—en tus manos encomiendo mi espíritu, oh Señor Jesús, porque tú me redimiste’” (Wylie, lib. 3, cap. 7).

Fue luego entregado a las autorida­des seculares y conducido al lugar de la ejecución.

Iba seguido por inmensa pro­cesión formada por centenares de hombres armados, sacerdotes y obispos que lucían sus ricas vestiduras, y por el pueblo de Constanza

. Cuando lo sujetaron a la estaca y todo estuvo dispuesto para encender la hoguera, se instó una vez más al mártir a que se salvara retractándose de sus errores. “¿A cuáles errores—dijo Hus—debo renun­ciar? De ninguno me encuentro culpable. Tomo a Dios por testigo de que todo lo que he escrito y predicado ha sido con el fin de rescatar a las almas del pecado y de la perdi­ción; y, por consiguiente, con el mayor gozo confirmaré con mi sangre aquella verdad que he anunciado por escrito y de viva voz” (ibíd.).

Cuando las llamas comenzaron a arder en torno suyo, principió a cantar: “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”, y continuó hasta que su voz enmudeció para siempre.

Sus mismos enemigos se conmovieron frente a tan heroica conducta. Un celoso partidario del papa, al referir el martirio de Hus y de Jerónimo que murió poco después, dijo: “Ambos se portaron como valientes al aproximarse su última hora. Se prepararon para ir a la hoguera como se hubieran preparado para ir a una boda; no dejaron oír un grito de dolor. Cuando subieron las llamas, entonaron himnos y apenas podía la vehemencia del fuego aca­llar sus cantos” (ibíd.).

Cuando el cuerpo de Hus fue consu­mido por completo, recogieron sus cenizas, las mezclaron con la tierra donde yacían y las arrojaron al Rin, que las llevó hasta el océano. Sus perseguidores se figuraban en vano que habían arrancado de raíz las verdades que predicara.

 No soñaron que las cenizas que echaban al mar eran como semilla esparcida en todos los países del mundo, y que en tierras aún desconocidas darían mucho fruto en testimonio por la verdad.

La voz que había hablado en la sala del concilio de Constanza había des­pertado ecos que resonarían al través de las edades futuras. Hus ya no existía, pero las verdades por las cuales había muerto no podían perecer. Su ejemplo de fe y perse­verancia iba a animar a las muchedumbres a mantenerse firmes por la verdad frente al tormento y a la muerte.

 Su ejecución puso de manifiesto ante el mundo entero la pérfida crueldad de Roma. Los enemigos de la verdad, aunque sin saberlo, no hacían más que fomentar la causa que en vano procuraban aniquilar.

 

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