lunes, 8 de julio de 2024

SOBRE FABIOLA - Recordando su amor- 726-729

SOBRE FABIOLA

CARTA A OCEANO

POR SAN JERÓNIMO

726-729

Sé muy bien qué mucha gente rica y temerosa de Dios, por las bascas . de su estómago, practican estas obras de misericordia por ministerio ajeno. Son clementes con su dinero, pero no con su mano. Yo no los censuro ciertamente, ni interpreto en manera alguna su delicadeza de ánimo como falta de fe; pero, así como me hago cargo de la flaqueza de su estómago, así levanto con mis alabanzas hasta el cielo el fervor de un alma perfecta. Una fe grande desprecia todo eso. Sabe lo que aquel ricachón vestido de púrpura dejó un día de hacer con Lázaro y a qué castigo fue condenada aquella alma soberbia. Aquel a quien despreciamos, · al que no somos capaces de mirar, cuya sola vista nos provoca a náuseas, es un semejante nuestro, del mismo barro que nosotros fue formado, amasado con los mismos ingredientes. Lo que él sufre lo podemos también sufrir nosotros.

Tengamos por propias sus heridas, y toda la dureza de alma para con el otro quedará quebrantada por una compasiva consideración de nosotros mismos. «Aunque Ienguas tuviera y bocas ciento y voz de hierro. uno a uno los nombres no dijera de los males» (VIRG., Aen. 6,625s), que Fabiola supo trocar hasta- tal punto en otros tantos alivios de los miserables, que algunos pobres sanos llegaron a tener envidia dé los enfermos. Aunque, a la verdad, ella ejercitó la misma liberalidad con clérigos, monjes. y vírgenes. ¿Qué monasterio no fue sustentado con sus socorros? ¿Qué desnudo y enfermo no se vistió con las ropas de Fabiola? ;A qué linaje de indigentes n9 se derramó pronta y hasta precipitada su largueza? Roma misma resultó estrecha para su misericordia. Y así, recorría las islas, el mar Tirreno, la provincia de los volscos y los más recónditos. senos de la corva orilla del mar, donde residen coros de monjes y adondequiera llegaba su munificencia, ora por propia mano, ora por ministerio de fieles y santos varones. 7. De ahí, súbitamente y sin que nadie lo pensara, se embarcó para Jerusalén, donde fue recibida por gran concurso de gentes. También gozó por un poco de tiempo de nuestra hospitalidad, y, al recordar su compañía, paréceme estarla aún viendo tal como entonces la vi.

¡Buen Jesús, con qué fervor, con qué empeño se aplicó a los rollos sagrados! No parece sino que quería saciar un hambre antigua, discurriendo por los profetas, evangelios y salmos; proponiendo cuestiones y archivando las respuestas en el estuche de su pecho. Pero su afán de oír no se saciaba con nada, y, añadiendo ciencia, añadía dolor (Eccl. 1,18); y, como si echara aceite a la llama, su ardor se acrecía por momentos.

Un día teníamos en las manos el libro de los Números, de Moisés, y respetuosamente me preguntó qué significaba aquel amontonamiento de nombres, por qué cada tribu se juntaba con otras en forma varia según los lugares, cómo se explicaba que Balaán, adivino, de tal modo profetizó los futuros misterios de Cristo, que apenas si ningún otro de los profetas vaticinó tan claramente acerca de El. Yo le respondí como pude, y, a lo que parece, di satisfacción a sus preguntas. Revolviendo, pues, el libro, vino a dar en aquel paso en que se pone la lista de todas las estaciones o paradas por las que pasó el pueblo a su salida de Egipto hasta llegar a las corrientes del Jordán. Preguntóme ella las causas y razones de cada una; en algunas vacilé, en otras anduve sin tropiezo, en la mayor parte hube de confesar lisamente mi ignorancia. Pero entonces justamente empezó a urgirme más y a pedírmelo con tales instancias, como si no me fuera lícito ignorar lo que ignoro. Ella se decía indigna de tan grandes misterios. En fin, ¿a qué proseguir? Aprovechándose de mi vergüenza, me arrancó la promesa de dedicar una obra especial a este breve tema; obra que he diferido hasta el momento presente, por voluntad de Dios, a lo que entiendo, a fin de que ahora sea dedicada a su memoria.

De esta manera, ataviada con los ornamentos sacerdotales del anterior volumen (Epist. Hieronymi 64), se alegrará de haber, por fin, llegado, a través de la soledad de este mundo, a la tierra de promisión.

· 8. Mas prosigamos lo que empezamos. Cuando estábamos nosotros buscando vivienda digna de tan noble matrona, pues ella deseaba la soledad, pero a condición de no verse privada de la posada de María, una súbita noticia que corría por doquier hizo estremecer a todo el Oriente: desde la lejana Meotis, entre. el helado Tanis y los fieros pueblos de los masagetas, por el paraje en que, entre las montañas del Cáucaso, las murallas de Alejandro contienen a gentes- salvajes, habían irrumpido enjambres de hunos que, volando de acá para allá sobre sus ágiles corceles, sembraban por dondequiera el terror y la muerte. El ejército romano estaba entonces lejos, retenido en Italia por las guerras civiles. De estas gentes refiere Heródoto (I 104-106) que, bajo Darío, rey de los -persas, tuvieron por veinte años cautivo el Oriente y exigían tributo anual de egipcios y etíopes. ¡ Aparte Jesús en lo sucesivo del orbe romano parejas fieras! Presentábanse por todas partes a la hora menos pensada, y, ganando en velocidad a la fama, no se conmovían ni ante la religión, ni ante dignidades, ni ante la edad, siquiera fuera la infancia balbuciente. Eran forzados a. morir los que no habían empezado a vivir y, desconocedores de su desgracia, reían entre las manos y dardos de los enemigos. Era rumor unánime entre todos que se dirigían a Jerusalén, y su sed excesiva de oro los empujaba hacia esta ciudad. Reparábanse las murallas de Antioquía, abandonadas por la incuria que trae la paz. Tiro quería separarse de la tierra y buscaba la antigua isla. Nosotros mismos nos vimos en trance parejo forzados a fletar naves, acudir al litoral y prevenir la llegada de los enemigos. En medio del furor de los vientos, temíamos a los bárbaros más ·que al naufragio, no tanto por nuestra personal salvación cuanto por atender a la pureza de las vírgenes. Se había por aquel tiempo encendido entre nosotros cierta disensión, y la lucha de los bárbaros quedaba tamañita ante las guerras dentro de casa. A nosotros nos retuvieron en Oriente nuestras casas fijas y nuestro inveterado amor a los santos lugares. Pero Fabiola, que llevaba todo su bagaje en su persona y era peregrina en todo el orbe, se volvió a su patria, para vivir pobre donde había sido rica. Allí vivió en casa ajena la que antes hospedara a muchos, ( Nota del blog, ¡Gloria a Dios!, sé que  habita en palacio en la Patria Celestial Lun 8-7-24 n 2.38 madrugada) y, para no hacer interminable el discurso, a la vista de Roma entera gastó entre los  pobres cuanto, testigo Roma, vendiera de su hacienda.

9. Nosotros, de lo único que nos dolimos fue de perder la joya más preciosa de los santos lugares. Roma recuperó lo que perdiera, y la lengua procaz y maldiciente de los gentiles quedó refutada por el testimonio mismo de los ojos. Loen otros su misericordia, su humildad, su fe. Yo alabaré más bien el fervor de su espíritu

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