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A LA VIRGEN PRINCIPIA,
EXPLICACIÓN DEL SALMO 44
Por San Jerónimo
Principia es una virgen romana que, una vez que San Jerónimo partió de Roma, se unió a Marcela, la noble iniciadora de la vida monástica en Roma. A Principia está también dirigida la epístola 127, que es el elogio fúnebre de Marcela, y allí se dice que Principia, una vez unida a la compañía de aquélla, no se separó ya de su lado ni el negro, como dicen, de la uña: la misma casa, la misma habitación, la misma alcoba. Todos en la urbe famosísima pudieron ver que Principia había hallado en Marcela una madre, y Marcela en ella una hija. El amor a la soledad las llevó a cambiar el palacio del Aventino por una casa de campo que poseía Marcela en los arrabales de Roma (allí donde, una noche de verano, soñara Jerónimo retirarse también). Muchas otras hubieron de imitar el ejemplo de las solitarias, y Jerónimo, hiperbólicamente sin duda, se alegraba de que Roma se había hecho otra Jerusalén. A su retiro campestre las fue a buscar la terrible irrupción de los bárbaros, que al mando de Alarico, tomaron a Roma el año memorable de 410: «Capitur urbs quae totum cepit orbem».
Un milagro de Dios salvó la vida a Marcela y el honor a Principia. Pocos meses después, sin embargo, moría Marcela. Pero aún faltan bastantes años hasta esta fecha trágica.
Principia aprendió, sin duda de su maestra,· la inolvidable philoponotate de las conferencias del Aventino, la veneración por Jerónimo y el amor apasionado por la palabra divina, y no anduvo descaminada al pedirle un comentario sobre el salmo 44, que destila leche y miel de mística y poesía (si no es que la petición fue general o indeterminada y Jerónimo escogió el bello epitalamio por haberlo hallado titulado «para los lirios y las flores». Ningún obsequio mejor para las vírgenes).
Pero no hay flor sin espinas (sin espinas de maledicencia en este caso de las flores y azucenas para quienes escribe Jerónimo).
Y es así que al comienzo mismo del salmo toca la cuestión nada mística ni poética de las hablillas que sobre él corrían:
¿Por qué escribir, y no menos que cuestiones bíblicas, a mujeres; y no a varones?
Las hablillas venían de muy atrás, de los días, ya remotos, de las lecciones del Aventino, en que el docto monje hebraizante, venido de Oriente, tenía por auditorio toda una corona de nobles, cultísimas y curiosas damas romanas (curiosas con la más extraña curiosidad imaginable: la curiosidad por «la verdad hebraica»).
Mientras todo el mundo sabía que aquel extraño monje era la boca misma del papa Dámaso, que le consultaba también sobre la verdad hebraica o la helénica, nadie descosió los labios ni soltó la lengua, por lo menos levantando mucho la voz. Luego fue otra cosa. Tan otra, que el monje famoso venido de Oriente hubo de embarcarse a toda prisa rumbo otra vez a Oriente.
Andando los años, en el fragor de la lucha origenista, Rufino se hará eco de todas las habladurías al escribir con apasionamiento e injusticia: «Puellis quoque vel mulierculis scribens, quae non utique nisi de nostris scripturis aedificari et cupiunt et debent, exempla eis Flacci sui et Tulli vel Maronis intexit» ( Apol. II 7; CC 20,89). Acaso Principia fuera una puella, como lo fue antaño Eustoquia; pero llamar mulierculae a Marcela y Paula no lo toleraría ningún caballero andante, ni aun el más humilde escudero, que hubiera tenido algún trato con aquellas admirables mujeres ( admirabilis o venerabilis femina son epítetos jeronimianos de Paula y ... ¡nadie los mueva!). A todos sus detractores da aquí San Jerónimo respuesta de fulminante pre0Icisión: «Si viri de scripturis quaererent, mulieribus non scriberern». Y sigue inmediatamente toda una teoría de claras mujeres, del Antiguo y Nuevo Testamento, con alguna pedrada no sólo a escribas y fariseos, sino a tan claros varones como los apóstoles en parangón con María Magdalena: «Illi dubitant, ista confidit ... » La prueba, sin embargo, de que estas habladurías le impresionaban y acaso le quitaran algún momento de serena paz es que en la mentada epístola 127,5 vuelve todavía sobre ellas, si bien aquí la emprende con «el lector infiel»: «Rideat forsitan infidelis lector me in muliercularum laudibus inmorari ... » (Indudablemente, con el infideliss lector se dispara contra el lector fidelis, como lo prueba el contexto.) Como quiera que sea, Jerónimo olvida pronto a sus detractores y piensa en aquellas almas, flores del que es la flor del campo, y, pensando en ellas, escribe una de sus más delicadas páginas: «Et quia de floribus et liliis loqui coepimus semperque virginitas floribus comparatur, opportunum mihi videtur ut, ad florem Christi scribens, de multis floribus disputem».
Metido ya en harina, en este comentario del salmo 44 nos da San Jerónimo una bella muestra de lo que era su método exegético. Entre Orígenes, para quien ríos y árboles del paraíso se esfumaban- en puros símbolos o alegorías, y Epifanio de Chipre, que afirma haber bebido agua, muy real y algo turbia, de alguno por lo menos de aquellos ríos y argumenta triunfante que si los ríos eran reales habían también de serlo los árboles que regaban, San Jerónimo ocupa un lugar intermedio o, por mejor decir, oscila entre uno y otro procedimientos. Le preocupa la verdad hebraica; aquí nos da constantemente la traducción del texto hebreo; alega las versiones que pudo contemplar en las Hexaplas del gran alejandrino. En la anterior Epist. ad Fabiolam 7 nos afirma que no quiere hacer violencia a la Escritura, «y nadie piense que ama hasta tal punto a Cristo que suprima la verdad de la historia», es decir, el sentido literal. Pero la verdad es que para él, como para su gran contemporáneo, cuya es la idea, la Escritura está grávida de Cristo, y lo mismo Jerónimo que Agustín ven a Cristo en cada palabra de la Biblia. ¿Cómo no verlo en este epitalamio del salmo 44, que· es una especie de resumen o anuncio del poema sin par del Cantar de los cantares
ero Cristo no se concibe-ni agustiniana ni jeronimianamente-sin la Iglesia, y la Iglesia son las almas que creen y aman a Cristo y están llamadas, en grados varios, a los abrazos del Esposo. Naturalmente, la primacía corresponde a las vírgenes. Y Jerónimo no se olvida-digan lo que quieran sus murmuradores-que escribe concretamente a la virgen Principia, compañera de Marcela. Esto da a su exégesis un calor personal que nos la hace infinitamente más amable que tanta fría disertación científica de nuestros fríos y científicos e impersonales tiempos (fray Luis de León, agustino, de espíritu jeronimiano, escribió su versión y comentario en romance del Cantar de los cantares a instancias de una monja, Isabel Osorio, del convento del Sancti Spiritus, de Salamanca, entre los años de 1561 y 1562).
Digamos, en fin, que esta «explanatio psalmi quadragesimi cuarti» es una carta, y todas las apelaciones a la verdad hebraica y las referencias a las columnas de las Hexaplas no le quitan un grado del calor epistolar tan propio de Jerónimo; como las enarrationes agustinianas sobre los salmos son siempre sermones, es decir, cálidas conversaciones del pastor con la grey o del padre con los hijos. Así leídos, estos comentarios de Jerónimo o Agustín son un placer del espíritu y una fuente ele enseñanzas. Y, sobre todo, una incitación a la vida divina. Con ello podemos muy bien olvidarnos de que hay ciencia en el mundo ... Fecha: 397.
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