CARTA A EUSTOQUIA
POR SAN JERÓNIMO
155-157
La carta 22, junto con el De consideratione de San Bernardo, ocupa un puesto de primera fila entre los textos clásicos del ascetismo católico y de la «reforma interior» a que no puede menos de contribuir. Pero atrajo a San Jerónimo sólidas enemistades (y acaso un proceso canónico) que lo forzaron a desterrarse precipitadamente apenas muerto su venerable protector San Dámaso» (Saint [ériime, Lettres I p.166). Dom Antin, que también conoce-¡cómo no!-la invectiva de Rufino, pone este epifonema a la pintura del clérigo «trotón» (así traduce López Cuesta el veredarius del texto original) y que al lector francés le hace pensar en el T artufe: «Palabras hirientes, que acumulaban contra Jerónimo odios feroces» (Essai sur saint [éráme p.80). ¡Enemistades profundas, odios feroces!
Es la cosecha de toda siembra de reforma. Sócrates sabía que la gente se despierta de mal humor de siesta (Apol. 302). La verdad os hará libres, dijo el Señor. Y, sí, nos hace libres, pero nos atrae también enemistades y odios tenaces. Jerónimo se siente en la verdad y se siente libre, y dice lo que siente. Este es, ya lo hemos notado alguna vez, el valor sin par de sus cartas. Que los clérigos romanos, terriblemente vapuleados, pusieran el grito en el cielo y, ya que no a su autor, lapidaran el librejo, es la cosa más natural del mundo. Que Jerónimo tuviera que salir pitando de Roma, también. Pero la verdad estaba dicha.
La verdad de una Iglesia que estaba ya bastante lejos de sus orígenes heroicos. San Jerónimo tuvo plan de escribir una historia de la Iglesia que no realizó. En esa obra planeada hubiera puesto de manifiesto «quomodo et per quos ecclesia Christi nata sit, et adulta, persecutionibus creverit, martyriis coronata sit et, postquam ad christianos príncipes venerit, potentia quidem et divitiis maior, sed virtu. tibus minor facta sit» (Vita Malchi, initio ). El ideal monástico llenaba ahora el -vacío de heroísmo producido por la paz constantiniana. Jerónimo lo defiende en sí, y ataca despiadadamente un cristianismo ( en clero o fieles) que, al no ser heroico, es farsa. Pero también el ideal monástico degeneraba, y Jerónimo reparte imparcialmente su vapuleo: «Los de mi estado-dice-, si aspiran al presbiterado o diaconado, es para tratar más libremente con rnujeres.» Y nada digamos de la pintura que nos ofrece del tercer género de monjes, aquel «deterrimum genus» de los Remnuoth, cuyo oficio principal parece la visitatio oirginum, la detractio clericorum y darse los días de fiesta un tanto solemnes un hartazgo usque ad vomitum. Sin embargo, por la mera crítica negativa, la carta 22 no se hubiera impuesto a la posteridad. Es más: hay que afirmar que esa parte crítica y negativa es un accidente. Lo que importa es el espíritu, el soplo impetuoso que levanta las almas, y que, en definitiva, es el amor de Cristo: «Todo lo que acabamos de decir-sintetiza el mismo Jerónimo al final de la carta-parecerá duro al que no ama a Cristo». Y sigue un verdadero himno de la caridad con notas tomadas, claro está, al apóstol San Pablo, el gran enamorado del Señor Jesús y primer maestro (después del Maestro) de la virginidad. Estas últimas páginas son la verdadera clave de toda la epístola o libellus y no tienen muchas que se les igualen en la literatura mística cristiana. Los recuerdos personales abundan también, y son del más alto interés; por ejemplo, el sueño famoso en que comparece ante el tribunal divino, en que se le azota por ser antes ciceroniano que cristiano, y la patética descripción de sus tentaciones en el desierto, tema de inspiración de alguna obra maestra de nuestra pintura. Tratar por menudo estos y otros puntos del más vivo interés, supondría una introducción mucho más larga que la carta misma, que lo es bastante. Ahí la tiene el lector, que· la leerá, sin duda, con más sereno espíritu que el irritado Rufino. Se me olvidó decir al lector que Eustochium, nombre griego en forma neutra, está aquí traducido siempre por Eustoquia, forma que aparece alguna vez en la misma carta y es. la sola legítima en castellano. No vamos a imitar a quienes, después de ponerse ellas pantalones, se los quieren poner también a la gramática. En España se dijo siempre maestro, y maestra, y por el mismo caso ha de decirse catedrático y catedrática.(Nota. es decir Eustoquio y Eustoquia)
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