LA BIBLIA EN ESPAÑA
POR JORGE BURROWS
60-64
Al preguntarle si era costumbre poner las Escrituras en manos de los chicos, me respondió que mucho antes de adquirir capacidad suficiente para entenderlas, los padres retiraban de la escuela a sus hijos para que los ayudasen en las labores del campo; en general, los padres no tenían el menor deseo de que sus hijos aprendieran cosa alguna, por considerar tiempo perdido el empleado en aprender. Dijo que, si bien las escuelas estaban nominalmente sostenidas por el Gobierno, era raro que los maestros cobrasen sus sueldos; por eso, muchos habían últimamente renunciado sus empleos. Me declaró que poseía un ejemplar del Nuevo Testamento;[p. 61] quise verlo, y resultó ser tan sólo un ejemplar de las Epístolas, traducción de Pereira, con muchas notas. Le pregunté si consideraba peligroso leer las Escrituras sin notas; replicó que, ciertamente, no había peligro alguno, pero que la gente no instruída poco provecho podía sacar de la Escritura sin el socorro de las notas, porque en su mayor parte la encontraría ininteligible. En diciendo esto nos estrechamos la mano, y, al partir, le dije que no había pasaje de la Biblia tan difícil de entender como las mismas notas puestas para aclararla, y que nunca hubiese sido escrita si no bastara a iluminar por sí sola el entendimiento de toda clase de personas.
Uno o días después hice una excursión a Mafra, distante de Cintra unas tres leguas. La mayor parte del camino corre por escarpados cerros, a veces peligrosos para las cabalgaduras; no obstante, llegué a mi destino sin novedad.
Mafra es un pueblo grande en las inmediaciones de un edificio inmenso, construído para convento y palacio, algo semejante al Escorial por su estructura; en él se halla la mejor biblioteca de Portugal, con libros de todas las ciencias y en todos los idiomas, muy apropiada a la magnitud y esplendidez del edificio donde se encierra. Ya no había, empero, frailes para cuidarlo, como en otros tiempos; expulsados de allí,[p. 62] algunos mendigaban su sustento, otros habían ido a servir bajo las banderas de don Carlos, en España, y me dijeron que muchos vivían del merodeo como bandidos. Abandonada a dos o tres guardas, la mansión ofrece un aspecto solitario y desolado que, en verdad, oprime el ánimo. Cuando estaba viendo los claustros, se me acercó un muchacho muy apuesto y de rostro inteligente, y me preguntó (supongo que con la esperanza de ganarse una propina) si le permitiría enseñarme la iglesia del pueblo, muy digna de verse, según dijo; rehusé, pero añadí que si me guiaba a la escuela se lo agradecería mucho. Me miró con asombro y aseguró que en la escuela no había nada notable, pues sólo contaba media docena de alumnos, entre los cuales estaba él. Al decirle yo, sin embargo, que no siendo a aquélla, no me llevaría a ninguna otra parte, se decidió de mala gana a acompañarme. Por el camino me contó que el maestro era uno de los frailes recientemente expulsados del convento, hombre muy instruído, que hablaba francés y griego. Pasamos junto a una cruz de piedra, y el muchacho se inclinó y se persignó con mucha devoción. Menciono el detalle porque fué el primer caso de esa índole que observé en los portugueses desde el día de mi llegada. Cuando estuvimos cerca de la casa donde vivía el maestro, el muchacho me la indicó, y fué a esconderse detrás[p. 63] de una tapia, donde esperó a que yo volviera.
Al cruzar el umbral, me hallé frente a un hombre bajo y recio, entre los sesenta y los setenta años de edad, vestido con un jubón azul y unos calzones grises, sin camisa ni chaleco. Me miró con dureza y me preguntó en francés en qué podía servirme. Me disculpé por intrusarme de aquel modo, y le dije que, enterado de que desempeñaba las funciones de maestro, iba a ofrecerle mis respetos y a pedirle permiso para preguntarle algunas cosas referentes a la escuela. Respondió que quien me hubiese dicho que él era maestro de escuela, mentía, porque era fraile del convento, y nada más.
—Entonces, ¿no es verdad—dije yo—que todos los conventos han sido cerrados y expulsados los frailes?
—Sí, sí—dijo suspirando—; es verdad, demasiado verdad.Guardó silencio un minuto, y al cabo, su buen natural se sobrepuso a la cólera; extrajo una caja de rapé y me ofreció un polvo. Rama de olivo de los portugueses, quien desee estar a bien con ellos no debe negarse a meter el índice y el pulgar en la caja de rapé cuando se la ofrezcan. Tomé, pues, una buena pulgarada, aunque aborrezco el rapé, y pronto estuvimos en la mejor armonía posible. El fraile estaba ansioso de noticias, especialmente de Lisboa y[p. 64] de España.
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