LA HISTORIA DEL PROTESTANTISMO
JAMES A. WYLIE
1808-1890
40-43
Rufino, de Aquileia, primer metropolitano de la diócesis de Milán, enseñó sustancialmente la misma doctrina en el siglo V. Su tratado sobre el Credo no concuerda más con el catecismo del Concilio de Trento que con el catecismo de los protestantes.7
Sus sucesores en Aquileia, hasta donde se puede recoger de los escritos que han dejado tras de sí, compartían los sentimientos de Rufino.
Al llegar al siglo VI, encontramos a Laurencio, obispo de Milán, sosteniendo que la penitencia del corazón, sin la absolución de un sacerdote, es suficiente para el perdón; y a fines del mismo siglo (590 d.C.) encontramos a nueve obispos de Italia y de los Grisones rechazando la comunión del Papa, como hereje, tan poco se creía entonces en la infalibilidad 41o en la supremacía romana.8 En el siglo VII encontramos a Mansueto, obispo de Milán, declarando que toda la fe de la Iglesia está contenida en el Credo de los Apóstoles; de lo cual es evidente que no consideraba necesarias para la salvación las adiciones que Roma había comenzado a hacer entonces, y las muchas que ha añadido desde entonces a la doctrina apostólica. La Liturgia Ambrosiana, que, como hemos dicho, continúa utilizándose en la diócesis de Milán, es un monumento a la comparativa pureza de la fe y el culto de las primeras Iglesias de Lombardía. En el siglo VIII encontramos a Paulino, obispo de Aquileia, declarando que “nos alimentamos de la naturaleza divina de Jesucristo, lo cual no puede decirse sino solo con respecto a los creyentes, y debe entenderse metafóricamente”. Así es manifiesto que rechazó la manducación corpórea de la Iglesia de Roma. También advierte a los hombres contra acercarse a Dios a través de cualquier otro mediador o abogado que no sea Jesucristo, afirmando que solo Él fue concebido sin pecado; que Él es el único Redentor y que Él es el único fundamento de la Iglesia. “Si alguien”, dice Allix, “se toma la esfuerzo de examinar las opiniones de este obispo, le resultará difícil no darse cuenta de que niega lo que la Iglesia de Roma afirma con relación con todos estos artículos, y que afirma lo que la Iglesia de Roma niega”. 9 Debe reconocerse que estos hombres, a pesar de sus grandes talentos y su ardiente piedad no había escapado por completo a la degeneración de su época. La luz que había en ellos estaba parcialmente mezclada con oscuridad. Incluso el gran Ambrosio estaba tocado por una veneración por las reliquias y una debilidad por otras supersticiones de su tiempo. Pero en lo que respecta a las doctrinas cardinales de la salvación, la fe de estos hombres era esencialmente protestante y se destacaba en audaz antagonismo con los principios rectores del credo romano. Y tal, con más o menos claridad, debe considerarse la profesión de los pastores que presidían. Y las iglesias que gobernaban y enseñaban eran numerosas y ampliamente plantadas. Florecieron en las ciudades y pueblos que salpican la vasta llanura que se extiende como un jardín por 200 millas a lo largo del pie de los Alpes; Ellos existían en esos románticos y fértiles valles sobre los cuales las grandes montañas cuelgan sus bosques de pinos y nieves, y, pasando la cima, se extendían hacia las provincias meridionales de Francia, incluso hasta el Ródano, en cuyas orillas Policarpo, el discípulo de Juan, en los primeros tiempos había plantado el Evangelio, para ser regado en los siglos sucesivos por la sangre de miles de mártires.
La oscuridad da alivio a la luz, y el error necesita un desarrollo más completo y una definición más clara de la verdad.
Sobre este principio, el siglo IX produjo quizás al más notable de todos aquellos grandes campeones que se esforzaron por poner límites a la creciente superstición y por preservar, pura e inmaculada, la fe que los apóstoles habían predicado.
El manto de Ambrosio descendió sobre Claudio, arzobispo de Turín. Este hombre contempló con consternación la sigilosa aproximación de un poder que, apagando los ojos de los hombres, doblegaba sus cuellos a su yugo y doblaba sus rodillas ante los ídolos.
Empuñó la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, y la batalla que libró con tanto valor retrasó, aunque no pudo impedir, la caída de la independencia de su Iglesia, y durante dos siglos más la luz siguió brillando al pie de los Alpes.
Claudio era un estudioso ferviente e infatigable de la Sagrada Escritura. Ese Libro lo hizo retroceder a la primera época y lo colocó a los pies de los apóstoles, a los pies de Uno más grande que los apóstoles; y, mientras la oscuridad descendía sobre la tierra, alrededor de Claudio aún brillaba el día.
La verdad, extraída de sus fuentes primigenias, la proclamó en toda su diócesis, que incluía los valles de los Valdenses. Allí donde su voz no podía llegar, se esforzó por transmitir la instrucción con su pluma. Escribió comentarios sobre los Evangelios; publicó exposiciones de casi todas las epístolas de Pablo y de varios libros del Antiguo Testamento; y así proporcionó a sus contemporáneos los medios para juzgar hasta qué punto les convenía someterse a una jurisdicción tan manifiestamente usurpada como la de Roma, o abrazar principios tan innegablemente nuevos como los que ella ahora estaba imponiendo al mundo.10
El resumen de lo que sostenía Claudio era que sólo hay un Soberano en la Iglesia, y Él no está en la tierra; que Pedro no tenía superioridad sobre los otros apóstoles, salvo en esto, que él fue el primero que predicó el Evangelio tanto a judíos como a gentiles; que el mérito humano no sirve para la salvación, y que sólo la fe nos salva. En este punto cardinal insiste con una claridad y una amplitud que recuerdan a Lutero. Repudia la autoridad de la tradición, condena las oraciones por los muertos,(novenas) así como la idea de que la Iglesia no puede equivocarse. En cuanto a las reliquias, en lugar de santidad no encuentra en ellas más que podredumbre, y aconseja que sean devueltas inmediatamente a la tumba, de la que nunca debieron haber sido sacadas.
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