lunes, 22 de julio de 2024

EL GRAN CONFLICTO 57-58

EL GRAN CONFLICTO

HELLEN DE WHITE

57-58

De Bohemia se extendió la luz hasta Alemania. Algunos disturbios en la uni­versidad de Praga dieron por resultado la separación de centenares de estudiantes alemanes, muchos de los cuales habían recibido de Hus su primer conocimiento de la Biblia, y a su regreso esparcieron el evangelio en la tierra de sus padres.

Las noticias de la obra hecha en Praga llegaron a Roma y pronto fue citado Hus a comparecer ante el papa. Obedecer habría sido exponerse a una muerte segura.

El rey y la reina de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y altos dignatarios dirigieron una solicitud general al pontífice para que le fuera permitido a Hus perma­necer en Praga y contestar a Roma por medio de una diputación. En lugar de acceder a la súplica, el papa procedió a juzgar y condenar a Hus, y, por añadidura, declaró a la ciudad de Praga en entredicho.

En aquellos tiempos, siempre que se pronunciaba tal sentencia, la alarma era general.

 Las ceremonias que la acompaña­ban estaban bien calculadas para producir terror entre el pueblo, que veía en el papa el representante de Dios mismo, y el que tenía las llaves del cielo y del infierno y el poder para invocar juicios temporales lo mismo que espirituales.

 Creían que las puertas del cielo se cerraban contra los lugares condenados por el entredicho y que entretanto que el papa no se dignaba levantar la excomunión, los difuntos no podían entrar en la mansión de los bien­aventurados.

En señal de tan terrible cala­midad se suspendían todos los servicios religiosos, las iglesias eran clausuradas, las ceremonias del matrimonio se verificaban en los cementerios; a los muertos se les negaba sepultura en los camposantos, y se los enterraba sin ceremonia alguna en las zanjas o en el campo. Así pues, valiéndose de medios que influían en la imaginación, procuraba Roma dominar la conciencia de los hombres.

La ciudad de Praga se amotinó. Muchos opinaron que Hus tenía la culpa de todas estas calamidades y exigieron que fuese entregado a la vindicta de Roma. Para que se calmara la tempestad, el reformador se retiró por algún tiempo a su pueblo natal. Escribió a los amigos que había dejado en Praga: “Si me he retirado de entre vosotros es para seguir los preceptos y el ejemplo de Jesucristo, para no dar lugar a que los mal intencionados se expongan a su propia condenación eterna y para no ser causa de que se moleste y persiga a los piadosos. Me he retirado, además, por temor de que los impíos sacerdotes prolonguen su prohibi­ción de que se predique la Palabra de Dios entre vosotros; mas no os he dejado para negar la verdad divina por la cual, con la ayuda de Dios, estoy pronto a morir” (E. de Bonnechose, Les Réformateurs avant la Réforme, París, 1845, lib. I, pp. 94, 95). Hus no cesó de trabajar; viajó por los países vecinos predicando a las muchedumbres que le escuchaban con ansia. De modo que las medidas de que se valiera el papa para suprimir el evangelio, hicieron que se extendiera en más amplia esfera. “Nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad”. 2 Corintios 13:8 (VM).

“El espíritu de Hus parece haber sido en aquella época de su vida el escenario de un doloroso conflicto. Aunque la iglesia trataba de aniquilarle lanzando sus rayos contra él, él no desconocía la autoridad de ella, sino que seguía considerando a la Iglesia Cató­lica romana como a la esposa de Cristo y al papa como al representante y vicario de Dios. Lo que Hus combatía era el abuso de autoridad y no la autoridad misma. Esto provocó un terrible conflicto entre las con­vicciones más íntimas de su corazón y los dictados de su conciencia. Si la autoridad era justa e infalible como él la creía, ¿por qué se sentía obligado a desobedecerla? Acatarla, era pecar; pero, ¿por qué se sentía obligado a pecar si prestaba obediencia a una iglesia infalible? Este era el problema que Hus no podía resolver, y la duda le tor­turaba hora tras hora.

 La solución que por entonces le parecía más plausible era que había vuelto a suceder lo que había suce­dido en los días del Salvador, a saber, que los sacerdotes de la iglesia se habían conver­tido en impíos que usaban de su autoridad legal con fines inicuos.

 Esto le decidió a adoptar para su propio gobierno y para el de aquellos a quienes siguiera predicando, la máxima aquella de que los preceptos de la Santas Escrituras transmitidos por el entendimiento han de dirigir la conciencia, o en otras palabras, que Dios hablando en la Biblia, y no la iglesia hablando por medio de los sacerdotes, era el único guía infalible” (Wylie, lib. 3, cap. 3).

 

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