LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE
FELIPE MELANCHTHON
ARTICULO IV DE LA CONFESIÓN
DE AUSBURGO
4-5
Cuando nuestros adversarios establecen la diferencia entre el "mérito congrui" y el "mérito condigni", o sea, entre el mérito correspondiente a la calidad de las obras y el mérito verdadero o completo de las mismas, se reducen, más bien, a un mero juego de palabras para evitar se les tache de "pelagianos". Porque si Dios se viera obligado a otorgar su gracia en vista del mérito correspondiente a las obras, dicho mérito no sería "congrui", sino solamente un "mérito condigni" o completo.
¡Pero es que ni siquiera saben lo que dicen! Por un lado, se figuran que al obtener el "habitum" de amar a Dios —como antes indicamos— el hombre logra la gracia divina, ora por los méritos correspondientes a sus obras, ora por méritos "de congruo". Pero, por otro lado, afirman que nadie está seguro de poseer dicho "habitum".
Y somos nosotros los que ahora preguntamos:
—Pero, señores, ¿cómo y de qué modo sabéis que sois merecedores de la gracia de Dios, nuestro Señor, en virtud de unos u otros méritos?
¡Oh, Señor y Dios nuestro, todo esto no son sino fríos cálculos y vanas ilusiones de hombres indolentes, nefastos y sin experiencia, que ni aplican las Sagradas Escrituras a la práctica, ni conocen el alma del pecador, ni saben de las tentaciones de la muerte y el diablo, ni, en fin, tienen tampoco en cuenta que los hombres olvidamos todo mérito y obra cuando advertimos la ira divina y cuando sufrimos las angustias de la conciencia atemorizada!
Esos hombres optimistas, hipócritas o inexperimentados viven en la errónea idea de conquistarse la gracia de Dios con sus obras "de congruo". Viven así, porque a los hombres no es ingénito el considerarnos a nosotros mismos, y también nuestras obras, como algo por demás estimable. Mas cuando en el fondo de nuestra conciencia sentimos de verdad todo el peso del pecado y la plena realidad de nuestra desdichada situación, en seguida se nos desvanece el optimismo para dar lugar al pavor; y entonces no hay corazón ni conciencia que se tranquilicen, sino que con afán se procura hacer obras de todo género, se ansia la certeza necesaria, se quisiera reposar sobre inconmovible fundamento. Y las conciencias atemorizadas, sintiendo que no le es posible al hombre lucrar lo más mínimo mediante méritos "de condigno" o "de congruo", acabarían por sumirse lentamente en el desaliento y la desesperación de no haber, también, otra enseñanza junto a la de la Ley, o sea la doctrina del Evangelio, la cual predica a Cristo, al Cristo entregado para perdón de nuestros pecados y para justificación nuestra, por la fe.
Conocemos el frecuente caso de monjes franciscanos que en la hora de la muerte se olvidaron por completo de alabar, como en vida hacían, sus preceptos monásticos y sus obras, y tampoco invocaron en esa hora postrera a su orden ni al fundador, San Francisco, sino exclamaron:
-¡Amado mortal, Cristo ha muerto por ti!
Y estas palabras fueron su único consuelo, la única fuente de paz que calmó sus temores y angustias.
* * *
La justicia que nuestros adversarios enseñan es la justicia externa y racional de las buenas obras, justicia que el Apóstol Pablo califica de "justicia de la Ley". Sucédeles, en fin, como a los judíos, los cuales sólo podían ver el velo con que Moisés encubría su rostro. En realidad, no hacen sino confirmar a los hipócritas en su seguridad optimista y en su endurecido corazón: enseñan a los hombres a edificar sobre la arena, esto es, sobre sus propias obras, menospreciando así a Cristo y su Evangelio; son los causantes de la desdicha de quienes con temerosa conciencia realizan buenas obras, fundándose en una funesta ilusión, pero que por no haber aprendido jamás cuan grande cosa es la fe acaban por hundirse en la desesperación.
Por nuestra parte, también consideramos que Dios exige de nosotros la justicia externa o, dicho sea de otro modo, una buena conducta, y sabemos, asimismo, que es preciso cumplir los Mandamientos divinos, poniendo en práctica las obras preceptuadas en el Decálogo; porque "la Ley es nuestro maestro" y ha sido impuesta a los injustos. Según la voluntad divina, una disciplina severa ha de impedir los pecados carnales. Como garantía del cumplimiento de la voluntad de Dios fue promulgada la Ley y, asimismo, han sido establecidas las autoridades —escogidas por Dios mismo por tales—, personas prudentes y sabias que gobiernen.
Valiéndose de la razón natural será, sin duda, posible, establecer para otros y llevar uno mismo una vida honesta y recatada, si bien ésta se verá frecuentemente alterada por la fragilidad de algunos y las malas artes del diablo. Sin embargo, aun cuando alabemos la buena conducta y las buenas obras como lo merezcan; aunque reconozcamos que en este mundo nada supera a la honestidad y la virtud en general, como dice Aristóteles: "Ni el lucero de la mañana, ni la estrella vespertina sobrepujan en belleza a la honradez y la justicia"; aun cuando sepamos que Dios recompensa toda virtud con inapreciables dones, no tenemos derecho a ensalzar las buenas obras y la buena conducta tanto como que suponga un rebajamiento de la persona y la obra de Cristo.
Por consiguiente, formularemos las siguientes conclusiones:
-Es un error creer que con nuestras obras logramos el perdón de los pecados.
-Es un error creer que el hombre es declarado justo por Dios en virtud de su justicia externa y racional, o sea, en virtud de sus obras y justicia externas.
-Es un error creer que la razón humana, de por sí, puede amar a Dios sobre todas las cosas, puede guardar sus mandamientos y temerle, puede confiar firmemente en que Dios atiende la oración y puede demostrarle gratitud, puede conformarse con toda necesidad y angustia, obedeciendo, asimismo, los mandamientos de la Ley, por ejemplo, al no codiciar lo que al prójimo pertenece. La razón no es capaz de conseguir hacer nada de esto, si bien puede inspirar y enseñar a llevar una vida honesta y a realizar buenas obras.
-Es un error, y un escarnio de la persona de Cristo, creer que carecen de pecado quienes cumplen externamente los mandamientos divinos sin poseer el Espíritu Santo y la gracia divina.
En apoyo de estas conclusiones tenemos no sólo el testimonio de las Sagradas Escrituras, sino, también, el de los antiguos Padres de la Iglesia. San Agustín, en su controversia con los pelagianos, afirma repetidas veces que no recibimos la gracia divina en pago a nuestros merecimientos. En su obra "De natura et gratia"2 dice: "Si a la naturaleza humana fuérale posible, valiéndose de la libre voluntad, conocer el modo de vivir conforme a la voluntad divina, Cristo habría muerto en vano y el escándalo de la cruz persistiría. ¿Por qué no he de clamar a gran voz contra tal opinión? Clamo y me conduelo cristianamente, diciendo: ¡Vacíos estáis de Cristo si esperáis la justificación por las obras de la Ley! ¡Habéis caído de la gracia; pues desconocéis la justicia propia y os habéis desentendido de la verdadera. Así como Cristo es el fin de la Ley, también Él es el Salvador de la naturaleza humana perdida, para justicia de los creyentes"3.
2 "Sobre la naturaleza y la gracia".
3 Comp. Ep. Rom. 10, v.3 y 4.
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