miércoles, 19 de junio de 2024

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE - 3- 4

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

FELIPE MELANCHTHON

ARTICULO IV DE LA CONFESIÓN

DE AUSBURGO

3-4

Por otro lado, al generalizarse más y más la confianza del creyente en sus propias obras y sus propios méritos, los adversarios han osado enseñar también que Dios otorgará, sin ningún género de dudas, su gracia a todos los que ejecuten buenas obras; no porque Dios esté obligado a obrar de tal modo, sino porque dicho proceder divino corresponde al orden establecido, orden que por haber sido implantado por Dios mismo, El no puede despreciar ni alterar.

Estas doctrinas encierran tantos y tan grandes y funestos errores, que se hace imposible enumerarlos ahora.

Sin embargo, el lector cristiano prudente debería preguntarse lo siguiente: si la justicia del cristiano y, asimismo, su justificación, consisten en lo que las mencionadas doctrinas enseñan, ¿en qué se diferencia el Evangelio de la filosofía? Y si mediante nuestras obras o "actus elicitos" es posible al hombre lograr el perdón de los pecados,

¿de qué nos sirve Cristo? Si podemos ser justificados en virtud de nuestra razón y de las obras que ella nos dicta y a cuya ejecución nos ayuda, ¿de qué nos sirven la sangre y la muerte de Cristo? ¿De qué nos valdrá que por Cristo seamos justificados, como enseñan las Sagradas Escrituras?

Esta falsa doctrina que denunciamos ha sido y es proclamada en las aulas teológicas y, asimismo, desde los pulpitos; y, desgraciadamente, ha conducido a que en las universidades de París, Lovaina y otras haya hoy renombrados teólogos que no conocen ni tratan otra justicia y otra justificación que la que se entiende filosóficamente, sin tener en cuenta que el Apóstol Pablo se refiere de continuo a la justicia y justificación verdaderas. En realidad, deberíamos ser nosotros los que se burlasen de tales hombres, en vista de sus enseñanzas totalmente ajenas a la Biblia; pero, por el contrario, son ellos los que se ríen de nosotros y hasta se mofan del Apóstol Pablo, menospreciándole: ¡De tal modo se ha impuesto ya el error!

En cierta ocasión, oímos nosotros a un famoso predicador, en cuya plática no se hacía mención tácita ni expresa de Cristo y el Evangelio, antes bien, referíase el orador exclusivamente a la ética de Aristóteles. Y, decimos nosotros, ¿no es, acaso, pura necedad una prédica tal entre cristianos? Sin embargo, de ser cierta la doctrina de nuestros adversarios, habría de considerarse la ética de Aristóteles como inapreciable libro de devoción y hasta como nueva y preciosa Biblia; porque no es fácil se haya escrito ni se escriba jamás sobre la buena conducta como lo hizo Aristóteles.

Asimismo, conocemos los libros de algunos sabios de renombre, libros en los que se pretende hacer patente una concordancia y armonía existentes entre las palabras de Cristo y las sentencias de Sócrates y Cenón. ¡Como si Cristo hubiera venido al mundo para promulgar leyes buenas y preceptos mediante los que se pueda obtener el perdón de los pecados! Mas esto no es así, sino Cristo vino para predicar la gracia, para anunciar la paz divina y para hacernos partícipes del Espíritu Santo por sus méritos y por su propia sangre.

Si nosotros abundásemos en las ideas de nuestros adversarios, y compartiésemos sus doctrinas, o sea, si creyésemos poder obtener el perdón de nuestros pecados y la justificación en virtud de nuestra razón natural y nuestras buenas obras, seríamos "aristotélicos", pero en modo alguno "cristianos" y, a la vez, tampoco haríamos distinción de ningún género entre la justicia humana, según la enseña la filosofía, y la justicia cristiana; ni entre la vida realmente cristiana y la vida farisaica; ni, tampoco, entre la filosofía y el Evangelio.

Ciertamente, nuestros adversarios, por no posponer el nombre de Cristo al de los filósofos paganos, afirman que la fe es el conocimiento de la vida de Cristo y, además, enseñan que Cristo ha adquirido para todos nosotros un "habitum" o "primam gratiam". Este "hábito" o "gracia inicial" es, según ellos, la inclinación que, gracias a Cristo, el hombre posee para poder amar a Dios más fácilmente que si sólo se confiase en la razón y en las obras propias. Pero, decimos nosotros, en tal caso, la obra misma de Cristo o, dicho de otro modo, las consecuencias del "hábito" o "gracia inicial" serían algo de escaso valor. Porque los adversarios afirman también que las obras de nuestra razón y voluntad son "eiusdem speciei", o sea idénticas a las realizadas antes de obtener el "hábito". Esta peregrina afirmación la fundamentan indicando que la razón y la voluntad humanas poseen la facultad de amar a Dios, mientras que el "habitum" engendra una nueva inclinación en el hombre, en virtud de la cual la razón se complace en amar a Dios y se ve más capacitada para llevar a cabo buenas obras. Pero, precisamente por esto, también enseñan los adversarios que dicho "hábito" ha de adquirirse mediante las obras ya ejecutadas antes de recibirle; otrosí, que mediante las obras de la Ley contribuimos al crecimiento de la inclinación mencionada y ganamos la vida eterna. Con estas doctrinas, quienes las enseñan nos ocultan a Cristo, sepultándole de nuevo y haciendo así imposible le reconozcamos como el único Mediador entre Dios y nosotros. En primer lugar, no enseñan tales doctrinas que por Cristo obtenemos el perdón de nuestros pecados, sólo por Cristo, sólo por la gracia y sin mérito alguno por nuestra parte. Y, en segundo lugar, se hacen nuestros adversarios vanas ilusiones al pensar que el hombre puede adquirir el perdón de los pecados ejecutando buenas obras y cumpliendo la Ley; toda vez que las Sagradas Escrituras nos enseñan que nosotros somos incapaces de observar y cumplir la Ley. Por lo que a nuestra razón atañe, del mismo modo que no consigue más que la realización externa de algunas obras de la Ley, mientras, en el fondo, desconoce el temor de Dios, tampoco cree sinceramente que Dios tiene en cuenta dichas obras. La doctrina del "habitum" que enseñan nuestros adversarios no es, en sí, falta, pero habría de añadirse a ella que sin la fe de Cristo el corazón humano no puede sentir de ningún modo el amor de Cristo. De donde se desprende, que para entender en lo que consiste el amor a Dios, será imprescindible tener ya antes la fe.

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