LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE
FELIPE MELANCHTHON
ARTICULO IV DE LA CONFESIÓN
DE AUSBURGO
3-4Por otro lado, al generalizarse más y más la confianza del creyente en sus propias obras y sus propios méritos, los adversarios han osado enseñar también que Dios otorgará, sin ningún género de dudas, su gracia a todos los que ejecuten buenas obras; no porque Dios esté obligado a obrar de tal modo, sino porque dicho proceder divino corresponde al orden establecido, orden que por haber sido implantado por Dios mismo, El no puede despreciar ni alterar.
Estas doctrinas encierran tantos y tan grandes y funestos errores, que se hace imposible enumerarlos ahora.
Sin embargo, el lector cristiano prudente debería preguntarse lo siguiente: si la justicia del cristiano y, asimismo, su justificación, consisten en lo que las mencionadas doctrinas enseñan, ¿en qué se diferencia el Evangelio de la filosofía? Y si mediante nuestras obras o "actus elicitos" es posible al hombre lograr el perdón de los pecados,
¿de qué nos sirve Cristo? Si podemos ser justificados en virtud de nuestra razón y de las obras que ella nos dicta y a cuya ejecución nos ayuda, ¿de qué nos sirven la sangre y la muerte de Cristo? ¿De qué nos valdrá que por Cristo seamos justificados, como enseñan las Sagradas Escrituras?
Esta falsa doctrina que denunciamos ha sido y es proclamada en las aulas teológicas y, asimismo, desde los pulpitos; y, desgraciadamente, ha conducido a que en las universidades de París, Lovaina y otras haya hoy renombrados teólogos que no conocen ni tratan otra justicia y otra justificación que la que se entiende filosóficamente, sin tener en cuenta que el Apóstol Pablo se refiere de continuo a la justicia y justificación verdaderas. En realidad, deberíamos ser nosotros los que se burlasen de tales hombres, en vista de sus enseñanzas totalmente ajenas a la Biblia; pero, por el contrario, son ellos los que se ríen de nosotros y hasta se mofan del Apóstol Pablo, menospreciándole: ¡De tal modo se ha impuesto ya el error!
En cierta ocasión, oímos nosotros a un famoso predicador, en cuya plática no se hacía mención tácita ni expresa de Cristo y el Evangelio, antes bien, referíase el orador exclusivamente a la ética de Aristóteles. Y, decimos nosotros, ¿no es, acaso, pura necedad una prédica tal entre cristianos? Sin embargo, de ser cierta la doctrina de nuestros adversarios, habría de considerarse la ética de Aristóteles como inapreciable libro de devoción y hasta como nueva y preciosa Biblia; porque no es fácil se haya escrito ni se escriba jamás sobre la buena conducta como lo hizo Aristóteles.
Asimismo, conocemos los libros de algunos sabios de renombre, libros en los que se pretende hacer patente una concordancia y armonía existentes entre las palabras de Cristo y las sentencias de Sócrates y Cenón. ¡Como si Cristo hubiera venido al mundo para promulgar leyes buenas y preceptos mediante los que se pueda obtener el perdón de los pecados! Mas esto no es así, sino Cristo vino para predicar la gracia, para anunciar la paz divina y para hacernos partícipes del Espíritu Santo por sus méritos y por su propia sangre.
Si nosotros abundásemos en las ideas de nuestros adversarios, y compartiésemos sus doctrinas, o sea, si creyésemos poder obtener el perdón de nuestros pecados y la justificación en virtud de nuestra razón natural y nuestras buenas obras, seríamos "aristotélicos", pero en modo alguno "cristianos" y, a la vez, tampoco haríamos distinción de ningún género entre la justicia humana, según la enseña la filosofía, y la justicia cristiana; ni entre la vida realmente cristiana y la vida farisaica; ni, tampoco, entre la filosofía y el Evangelio.
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