viernes, 28 de junio de 2024

WICLEF - EL LUCERO DE LA REFORMA -47-48

EL GRAN CONFLICTO

HELEN DE WHITE

Entre Cristo y Satanás revelado en las vidas y luchas del pueblo de Dios desde el tiempo de Cristo a través de los siglos hasta nuestro tiempo y más allá.

47-48

Aun los mismos estudiantes de las universidades eran engañados por las falsas representaciones de los monjes e inducidos a incorporarse en sus órdenes. Muchos se arrepentían luego de haber dado este paso, al echar de ver que marchitaban su propia vida y ocasionaban congojas a sus padres; pero, una vez cogidos en la trampa, les era imposible recuperar la libertad. Muchos padres, temiendo la influencia de los monjes, rehusaban enviar a sus hijos a las universidades, y disminuyó notable­mente el número de alumnos que asistían a los grandes centros de enseñanza; así decayeron estos planteles y prevaleció la ignorancia. El papa había dado a los monjes facultad de oír confesiones y de otorgar absolución, cosa que se convirtió en mal incalculable. En su afán por incrementar sus ganancias, los frailes estaban tan dispuestos a conce­der la absolución al culpable, que toda clase de criminales se acercaba a ellos, y se notó en consecuencia, un gran desarrollo de los vicios más perniciosos. Dejábase padecer a los enfermos y a los pobres, en tanto que los donativos que pudieran aliviar sus necesidades eran depositados a los pies de los monjes, quienes con amenazas exigían las limosnas del pueblo y denunciaban la impiedad de los que las retenían. No obstante su voto de pobreza, la riqueza de los frailes iba en constante aumento, y sus magníficos edificios y sus mesas suntuosas hacían resaltar más la creciente pobreza de la nación. Y mientras que ellos dedicaban su tiempo al fausto y los placeres, manda­ban en su lugar a hombres ignorantes, que solo podían relatar cuentos maravillosos, leyendas y chistes, para divertir al pueblo y hacerle cada vez más víctima de los enga­ños de los monjes. A pesar de todo esto, los tales seguían ejerciendo dominio sobre las muchedumbres supersticiosas y haciéndo­les creer que todos sus deberes religiosos se reducían a reconocer la supremacía del papa, adorar a los santos y hacer donativos a los monjes, y que esto era suficiente para asegurarles un lugar en el cielo.

Hombres instruidos y piadosos se habían esforzado en vano por realizar una reforma en estas órdenes monásticas; pero Wiclef, que tenía más perspicacidad, asestó sus golpes a la raíz del mal, declarando que de por sí el sistema era malo y que debería ser suprimido. Se suscitaron discusiones e investigaciones. Mientras los monjes atravesaban el país vendiendo indulgencias del papa, muchos había que dudaban de la posibilidad de que el perdón se pudiera comprar con dinero, y se preguntaban si no sería más razonable buscar el perdón de Dios antes que el del pontífice de Roma (véase el Apéndice). No pocos se alarma­ban al ver la rapacidad de los frailes cuya codicia parecía insaciable. “Los monjes y sacerdotes de Roma”, decían ellos, “nos roen como el cáncer. Dios tiene que librarnos o el pueblo perecerá” (D’Aubigné, lib. 17, cap. 7). Para disimular su avaricia estos monjes mendicantes aseveraban seguir el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad de la gente. Este aserto perjudicó su causa, porque indujo a muchos a inves­tigar la verdad en la Biblia, que era lo que menos deseaba Roma, pues los intelectos humanos eran así dirigidos a la fuente de la verdad que ella trataba de ocultarles.

Wiclef empezó a publicar folletos contra los frailes, no tanto para provocarlos a dis­cutir con él como para llamar la atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor. Declaró que el poder de perdonar o de excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no hubiese primero atraído sobre sí la con­denación de Dios. Y en verdad que Wiclef no hubiera podido acertar con un medio mejor de derrocar el formidable dominio espiritual y temporal que el papa levantara y bajo el cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.

Wiclef fue nuevamente llamado a defen­der los derechos de la corona de Inglate­rra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos con­ferenciando con los comisionados del papa. Allí estuvo en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que en Inglaterra no hubiera descubierto. Se enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos posteriores. En aquellos represen­tantes de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la jerarquía. Volvió a Inglaterra para reiterar sus ante­riores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.

Hablando del papa y de sus recauda­dores, decía en uno de sus folletos: “Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simo­níaca, y hacen que toda la cristiandad man­tenga y afirme esta herejía. Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal, orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos devuelve más que la maldición que Dios pronuncia sobre su simonía” (J. Lewis, History of the Life and Sufferings of J. Wiclif, 37).

Poco después de su regreso a Inglaterra, Wiclef recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth. Esto le convenció de que el monarca, cuando menos, no estaba descontento con la franqueza con que había hablado. Su influencia se dejó sentir en las resoluciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación.

Pronto fueron lanzados contra Wiclef los rayos y las centellas papales. Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra: a la univer­sidad, al rey y a los prelados, ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía (A. Nean­der, History of the Christian Religion and Church, período 6, sec. 2, parte I, párr. 8; véase también el Apéndice). Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wiclef a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompa­ñaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wiclef que se retirara en paz. Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el reforma­dor, murió, y el antiguo protector de Wiclef llegó a ser regente del reino.

 


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