LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE
FELIPE MELANCHTHON
(PHILIPP SCHWARTZERDT)
ALEMANIA
ARTICULO IV DE LA CONFESIÓN
DE AUSBURGO
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Por último, el error, también grandísimo, de nuestros adversarios consiste en afirmar que el hombre (merecedor siempre de la ira divina) logrará el perdón de sus pecados en virtud de su amor a Dios, o, dicho con sus propias palabras, en virtud del "actum elicitum dilectionis". Esto no es posible —decimos nosotros—, por cuanto el hombre sólo es apto para amar a Dios una vez que ha entendido y aceptado el perdón de sus pecados. No existe corazón humano alguno temeroso de la ira de Dios y capaz de amarle, a no ser que Dios mismo le alivie y consuele, mostrándose clemente con él.
Al atemorizarnos Dios con sus serias amenazas (como si quisiera condenarnos a muerte eterna) nuestra naturaleza se amedrenta, tiembla ante la ira divina —que amenaza y castiga— y, en esta situación, no nos es posible sentir el menor amor a Dios. Claro está, personas de espíritu tan negligente como superficial no reparan en hacerse ilusiones respecto a su amor a Dios y hasta aseguran que aunque alguien se encuentre en pecado mortal esto no le impedirá amar a Dios sobre todas las cosas. Dichas personas ni sienten ni conocen todo el peso del pecado ni tampoco el tormento que supone saberse bajo la ira y el juicio divinos. El corazón piadoso, por el contrario, enriquecido de experiencia en sus luchas contra el diablo, conoce a fondo los temores de la conciencia y considera las palabras de aquellas personas como la expresión de ilusiones y pensamientos vanos. "La ley engendra la ira", dice el Apóstol Pablo7; pero no dice que el hombre cumplidor de la Ley logre, con ello, el perdón de los pecados. Antes al contrario; la Ley acusa sin cesar a la conciencia y la atemoriza. Y como la conciencia atemorizada huye de Dios y de su juicio, resulta que la Ley no puede en modo alguno justificar al hombre que pretenda cumplirla. Por consiguiente, yerran quienes piensan merecer el perdón de sus pecados en pago a sus obras o en virtud de la Ley.
Baste lo que acabamos de indicar acerca del concepto de la justicia que tienen los ejecutores de las buenas obras y los que se valen, sobre todo, de su razón. Cuando pasemos a tratar la verdadera justificación por la fe, aportaremos los testimonios bíblicos. Es decir, éstos valdrán de por sí como testimonios suficientes para refutar rotundamente los errores que denunciamos.
* * * Dado que no hay hombre capaz de cumplir la Ley valiéndose de sus propios recursos naturales, y dado también que todos nos hallamos bajo pecado y nos hacemos culpables de la ira divina, la Ley no podrá librarnos del pecado ni podrá justificarnos. Antes bien; el perdón y la justificación nos han sido prometidos en virtud de Cristo, el cual fue entregado por nosotros a fin de que expiara el pecado del mundo, y fue hecho Mediador y Salvador nuestro. Esta promesa en Cristo no exige como condición primordial nuestros propios méritos, sino el perdón de nuestros pecados y la justificación se nos ofrecen gratuitamente, por pura gracia de Dios, como dice el Apóstol Pablo: "Si la justificación es por las obras, nula es la gracia"8. Asimismo: "La justicia
7 Ep. Rom. 4, v.15.
8 Ep. Rom. 11, v.6.
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divina se ha hecho manifiesta sin la Ley"9. Y esto significa que el perdón de los pecados se nos ofrece gratuitamente. Por consiguiente, la reconciliación del hombre con Dios no se funda en nuestros méritos, porque si de éstos dependiera el perdón de los pecados y si la reconciliación con Dios se verificase en virtud de la Ley, ambas cosas serían inútiles. Lo serían toda vez que nosotros no cumplimos ni podemos cumplir la Ley y, por lo tanto, por tal camino jamás lograríamos la gracia y la reconciliación prometidas. El Apóstol Pablo concluye diciendo: "Si la herencia proviene de la Ley, la fe no será nada y la promesa resultará abolida"10. Y —decimos nosotros— si la promesa se fundara en nuestros méritos propios y en la Ley, habría de colegirse que la promesa fue hecha en vano, por cuanto, a nosotros nos es imposible cumplir la Ley. Del mismo modo, si somos justificados sólo por la gracia y la misericordia divinas que nos han sido prometidas en Cristo, habremos de colegir que no seremos justificados por nuestras obras. Pues si así fuera, ¿de qué valdría la gloriosa promesa divina? ¿Y por qué razón había de alabar el Apóstol Pablo en tales términos la gracia? Precisamente porque resulta imposible recibir la promesa estando fuera de la fe, el Evangelio enseña y ensalza la justicia de la fe en Cristo, una justicia distinta a la de la Ley. (El Evangelio en sí significa ya la promesa del perdón de los pecados y de la justificación por Cristo). La Ley, a su vez, nada enseña acerca de tal justicia porque se trata de una justicia más elevada y que sobrepuja a todo lo que la Ley concierne. Lo que la Ley exige de nosotros es: aquellas obras que habremos de hacer con temeroso corazón y limpia conciencia. Asimismo, exige la Ley nuestra perfección. La promesa, por el contrario, nos ha sido hecha en vista de que estamos sujetos al pecado y a la muerte; y la misma promesa nos ofrece la gracia y el auxilio divinos además de la reconciliación por Cristo. Ahora bien; esta gracia no se recibe por las obras, sino sólo por la fe. La fe, a su vez, no se presenta ante Dios confiándose en mérito alguno propio, sino se basa únicamente en la gracia y se abandona sin recelos a la promesa misericordiosa que le ha sido hecha en Cristo. Es una fe que podríamos llamar "fides specialis", es decir, la fe que cada hombre en particular tiene en el perdón de sus pecados por Cristo Salvador. Y esta fe, precisamente, obtiene el perdón de los pecados por Cristo y nos justifica. Sólo en esta fe cabe el verdadero arrepentimiento y sólo ella nos consuela y nos libra del horror al pecado y a la muerte. De este mismo modo, somos regenerados por la fe y, también por la fe recibimos el don del Espíritu Santo. Éste renueva nuestro corazón, haciéndonos aptos para cumplir la Ley, esto es, para amar y temer a Dios; para confiar firmemente en nuestra salvación por Cristo y en que Dios escucha nuestras oraciones; para someternos gozosos a la voluntad divina en toda aflicción y en la hora de la muerte y, en fin, para dominar nuestra concupiscencia, etc *
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