domingo, 23 de junio de 2024

UN ÁNGEL AL RESCATE- Cita en Jerusalém- 1926

La historia ( año 1926) de una maestra que se dejó guiar por el Espíritu Santo ... y de la
ciudad en la que Dios ha escondidola llave del futuro

Una historia de una mujer que lo tenía todo. Cultura, dinero, posición social...(Dinamarca)  y, no obstante, decidió tomar al pie de la letra las palabras de la Biblia, 

CITA EN JERUSALEM

Por Lydia Prince y Derek Prince

Puse el cubo debajo del grifo y lo abrí. ¡Cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de que no salía agua! Permanecí paralizada durante unos minutos con el cubo en una mano y el grifo en la otra. Después me di cuenta de lo que estaba ocu­rriendo: ¡no había agua! La deberían haber cortado en algún lugar a consecuencia de la contienda.

No quise pensar en todo lo que aquello implicaba, debía volver rápidamente con Tikva. Al llegar la pequeña aún estaba completamente dormida; por mi parte, me tendí de nuevo en cama y traté de analizar la situación. Tikva y yo necesitábamos agua. ¿Pero dónde podría conseguirla? Sólo se me ocu­rría un lugar: la casa de la señorita Ratcliffe. Ella tenía su propia cisterna y no dependía de ningún conducto exterior.

Me imaginé lo que podría ocurrir. La distancia que nos separaba era tan sólo de una milla, pero sin embargo, debería haber barricadas en el camino lo que significaba que no podía llevarme el coche­cillo, así que debería llevar a Tikva en las espaldas. A medio camino atravesaríamos una área judía que se encuentra dentro de una zona árabe. Aquel lugar sería el más peligroso de todos. Ambas partes de­berían estar observando cualquier movimiento del enemigo.

¿Cuándo deberíamos ponernos en camino? Deci­dí pedir a Dios que me lo anunciara. «Señor, te rue­go que hagas dormir a Tikva hasta que sea el mo­mento en que debemos marcharnos.»

Para sorpresa mía, Tikva, durmió mucho más que lo usual aquella mañana, y mientras esperaba que se despertara, observé una vez más lo que ocu­rría desde la ventana. Aún continuaba aquel silencio aterrador. De pronto de una de las casas salió un hombre y cruzó la calle rápidamente, mientras mantenía la espalda inclinada al nivel de las barricadas. Llevaba en la mano un objeto que casi no pude reco­nocer, sería un bastón o quizás un rifle... Aparte de esta escena, no logré ver nada más.

Sobre las siete y media de la mañana, Tikva se despertó y sus primeras palabras fueron: «¡Leche, mamá!» Pero naturalmente se había acabado. La le­vanté de la cuna y me la coloqué sobre los hombros. La pequeña, a pesar de nuestras aflicciones, pareció alegrarse con aquello. ¡Así podría jugar de nuevo!

Antes de bajar las escaleras me detuve un mi­nuto para hacer una pequeña oración: «Señor Je­sús, ¡protégenos!» En aquel momento recordé la frase final de la carta de Erna Storm: «Reclama­mos para ti la promesa de Salmo 34:7: El ángel del Señor monta guardia en torno a los temerosos de Dios y los salva». Cuando leí la carta no me di cuen­ta de cuánto iba a necesitar aquella promesa.

Luego, con las piernas de Tikva alrededor de mi cuello y sus manos pegadas a mi frente, me puse en camino para Musrara. El sol, que empezaba a bri­llar, calentaba ya pegajosamente aquellas casas ce­rradas y calles vacías. Sin embargo, el silencio im­perturbable aún resultaba más enervante que el pro­pio calor. En aquellos momentos incluso hubiera agradecido la presencia o sonido de algún perro o gato. Cada cien yardas aproximadamente encontra­ba un barricada hecha de piedras que debía escalar como podía cuidando de la pequeña que llevaba en los hombros.

A media milla de distancia de casa tropecé con una barricada que medía dos o tres pies más que las otras. Aquello marcaba la división entre las zonas árabe y judía. Empecé a subir, pero cuando estaba en la mitad, puse el pie sobre una piedra resbala­diza y rápidamente caí al suelo casi perdiendo a Tikva. Advirtiendo que mis fuerzas casi se estaban desvaneciendo, puse a la pequeña en el suelo y me senté a su lado sobre una de las piedras. Estaba segura de que sola podía conseguir atravesar aquel obstáculo, ¿pero cómo lo haría para pasar a Tikva?

De improviso tuve la impresión de no estar sola y todos los músculos de mi cuerpo se tensaron al instante. Dándome la vuelta me encontré cara a cara con un hombre joven que estaba a una cierta dis­tancia de nosotras. Antes de que pudiera decir nada, el joven ya había cogido a Tikva y se la había colo­cado sobre sus hombros del modo que yo la llevaba habitualmente. Luego, sin esfuerzo aparente, escaló la barricada y yo por mi parte, sin la pequeña, me dispuse a seguirlo con facilidad.


Cuando hubimos atravesado el montón de pie­dras, el hombre continuó caminando con la pequo­ña sobre sus hombros y yo le seguía a unos pies de distancia. Aun tratando de descubrir que ocurría, miré al joven más de cerca. Debía medir unos seis pies de altura y llevaba un traje oscuro de corte europeo. De hecho no era árabe. Quizá sería judío. ¿De dónde provenía? ¿Cómo había aparecido tan de repente a mi lado?

Lo que más me sorprendió fue la actitud de Tikva. Normalmente, si algún extraño trataba de cogerla, se ponía a llorar; mas no había dicho abso­lutamente nada cuando el joven la había cogido. En realidad parecía tan contenta como cuando iba sobre mis hombros y hasta parecía estar disfrutando.

El hombre encabezó nuestra marcha casi media milla más, jamás dudando del camino a seguir sino escogiendo la ruta más directa. Cada vez que llegá­bamos a una barricada pasaba delante y ya al otro lado se detenía hasta que yo acababa también de pasar. Al fin llegamos a casa de la señorita Ratcliffe, se detuvo, bajó a Tikva y dando media vuelta se volvió por el mismo camino por donde habíamos llegado. Durante nuestro encuentro no había pro­ferido ni una sola palabra, ni para saludar ni al marcharse. Al cabo de un minuto le perdimos de vista.

Cogí a Tikva en brazos, dudando aún de si lo ocu­rrido había sido realidad. Luego subí las escaleras que conducían a la puerta de la señorita Ratcliffe y llamé.

—¿Quién hay ahí? ¿Qué desea? —gritó una voz desde dentro en árabe.

—¡Soy yo, María! ¡la señorita Christensen! ¡Por favor, déjeme entrar!

—¡La señorita Christensen! --exclamó a su vez María, y la oí gritar por toda la casa—: ¡Es la se­ñorita Christensen! ¡Está en la puerta!

A continuación oí una serie de sonidos, muebles que eran retirados de la puerta y un gran cerrojo que se abría. Al fin, María apareció y tomó a Tikva de mis brazos.

¡Gracias a Dios que estáis bien! —dijo la seño­rita Ratcliffe desde un rincón—. Hace dos días que pensamos qué os podía haber ocurrido.

De pronto me di cuenta de que mis piernas ya casi no podían sostenerme y llegándome hasta el sofá me dejé caer.

¡Agua, por favor! —supliqué.

María corrió al instante y volvió con un vaso de agua. No recuerdo haber bebido nada tan bueno en mi vida.

—¿Cómo pudisteis llegar hasta aquí? —preguntó la señorita Ratcliffe—. Nosotras llamamos a la po­licía y pedimos que una patrulla os fuera a buscar, pero nos dijeron que era imposible para nadie atra­vesar la zona de Mahaneh Yehuda. Luego les describí el viaje y les conté lo del joven que nos había ayudado.

—¡El-hamd il-Allah! —gritó Nijmeh, dando pal­mas con excitación—. ¡Dios ha respondido a nues­tras oraciones! ¡Le pedimos que enviara un ángel para protegeros, y seguramente esto es lo que hizo! Mirando a través de la puerta entreabierta de su almacén, Shoshanna nos vio acercarnos y corrió a saludarnos.***

—¡Gracias a Dios! —gritó—. ¡Estáis a salvo! To­dos pensábamos que os habían matado. ¿Dónde ha­béis estado?

Le conté que habíamos permanecido en el apar­tamento hasta que se nos terminó el agua, y que luego nos habíamos marchado a Musrara.

—¿Anduvisteis las dos hasta Musrara? ¿Y nadie os atacó en el camino?

Shoshanna estaba asombrada.

—Yo rogué y le pedí al Señor que nos protegie­ra —le expliqué—. Y cuando yo no podía más, en­vió a un hombre para ayudarnos.

—¿Un hombre? ¿Qué clase de hombre?

—Shoshanna, ¿podría usted creer que Dios envió un... —dudé por un instante—... un ángel para ayu­darme?

—¿Un ángel?

La mujer me miró fijamente durante unos se­gundos.

Sí, lo puedo creer. Le diré lo que creo: ¡nadie sino un ángel podía haber hecho esto!

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