LA HISTORIA DEL PROTESTANTISMO
JAMES A. WYLIE
1808-1890
94-99
Debemos la Biblia —es decir, su transmisión— a aquellas comunidades perseguidas que hemos pasado revista tan rápidamente. Ellas la recibieron de la Iglesia primitiva y la trajeron hasta nosotros. La tradujeron a las lenguas maternas de las naciones. La transmitieron a toda la cristiandad, cantándola en sus cantos como trovadores, predicándola en sus sermones como misioneros y viviéndola como cristianos.
Lucharon la batalla de la Palabra de Dios contra la tradición, que buscaba enterrarla. Sellaron su testimonio de ella en la hoguera. Si no fuera por ellas, en lo que respecta a la acción humana, la Biblia, antes de este día, habría desaparecido del mundo.
Su cuidado por mantener encendida esta antorcha es una de las marcas que indudablemente los certifican como parte de esa única y verdadera Iglesia Católica,(Nota: Católica quiere decir=Universal) que Dios llamó a la existencia al principio por Su palabra, y que, por la misma instrumentación, Él ha perpetuado de siglo en siglo en la conversión de las almas. Pero aunque bajo una gran variedad de nombres se encuentra una identidad sustancial de doctrina entre estos numerosos cuerpos, es claro que una multitud de opiniones nuevas, contradictorias y muy heterogéneas comenzaron a surgir en la época de la que hablamos.
Los oponentes de los albigenses y los valdenses —más especialmente Alano, en su pequeño libro contra los herejes; y Reynerius, el oponente de los valdenses— han reunido todos -95- estos sentimientos discordantes y los han imputado a las comunidades evangélicas. Sus tratados polémicos, en los que enumeran y refutan los errores de los sectarios, tienen incluso este valor, ya que presentan un cuadro de su época y nos muestran la fermentación mental que comenzó a caracterizar la época.
Pero ¿debemos inferir que los albigenses y sus aliados sostenían todas las opiniones que sus enemigos les imputan? ¿Que al mismo tiempo creían que Dios existía y no existía; que el mundo había sido creado y, sin embargo, había existido desde la eternidad; que se había hecho una expiación por el pecado del hombre por medio de Cristo y, sin embargo, que la cruz era una fábula; que los goces del Paraíso estaban reservados para los justos y, sin embargo, que no había ni alma ni espíritu, ni infierno ni cielo? No. Esto sería imputarles un credo imposible. ¿Existían, entonces, estas opiniones filosóficas y escépticas sólo en la imaginación de sus acusadores? No. Lo que manifiestamente debemos inferir es que fuera del ámbito albigense y evangélico hubo un gran crecimiento del sentimiento escéptico y ateo, más o menos desarrollado, y que la superstición y la tiranía de la Iglesia de Roma ya entonces, en los siglos XIII y XIV, impulsaron al intelecto creciente de la cristiandad a un camino peligroso a la vez para su propio poder y para la existencia del cristianismo. Sus campeones, en parte por falta de discernimiento, en parte por un deseo de pintar con colores odiosos a quienes denominaban herejes, mezclaron en una las doctrinas extraídas de las Escrituras y las especulaciones e impiedades de una filosofía infiel, y, combinándolas en un solo credo, pusieron la cosa monstruosa en la puerta de los albigenses, tal como en nuestros días hemos visto a Papas y escritores papistas incluir en la misma categoría y confundir en la misma condenación, los profesores del protestantismo y los discípulos del panteísmo.
Desde el siglo XII y los tiempos de Pedro Abelardo, podemos descubrir tres corrientes de pensamiento en la cristiandad.
Pedro Abelardo fue el primero y en algunos aspectos el más grande de los escépticos modernos. Fue la primera persona en la cristiandad que atacó públicamente la doctrina de la Iglesia de Roma desde el lado del libre pensamiento. Su escepticismo no fue la infidelidad declarada y totalmente formada de épocas posteriores: él sólo sembró las semillas; él sólo puso la mente de Europa -que entonces apenas comenzaba a despertar- en el camino de la duda y del escepticismo filosófico, dejando que el movimiento ganara terreno en las épocas siguientes. Pero quienes sopesan cuidadosamente sus enseñanzas sobre la Trinidad, la persona de Cristo, el poder de la voluntad humana, la doctrina del pecado y otros temas no pueden dudar de que sembró las semillas que los futuros- 96 -trabajadores se esforzaron en cultivar.1 Y sembró estas semillas ampliamente. Era un hombre de vasta erudición, agudo ingenio y elegante retórica, y la novedad de sus puntos de vista y la fama de su genio atrajeron multitudes de estudiantes de todos los países a sus conferencias. Deslumbrados por la elocuencia de su maestro y completamente cautivados por la originalidad y sutileza de su audaz genio, estos eruditos llevaron de regreso a sus hogares las opiniones de Abelardo y las difundieron, desde Inglaterra por un lado hasta Sicilia por el otro.
Si Roma hubiera tenido la infalibilidad de la que se jacta, habría previsto hasta qué punto esto crecería y habría proporcionado un remedio eficaz antes de que el movimiento se volviera incontrolable. En efecto, ella adivinó, hasta cierto punto, el verdadero carácter de los principios que el renombrado pero desafortunado maestro estaba esparciendo tan libremente sobre la mente incipiente de la cristiandad. Reunió un Concilio y los condenó como erróneos. Pero Abelardo continuó como antes, con el laurel alrededor de su frente, la espina en su pecho, exponiendo a multitudes aún mayores de eruditos sus peculiares opiniones y doctrinas.
Roma siempre ha sido más indulgente con los puntos de vista escépticos que con los evangélicos. Y así, mientras ella quemaba a Arnoldo, permitió que Abelardo muriera como monje y canónigo en su comunión. Pero aquí, en el siglo XII, en la silla de Abelardo, nos encontramos en la encrucijada.
A partir de esta época encontramos tres grandes partidos y tres grandes escuelas de pensamiento en Europa. En primer lugar, está el Protestante, en el que vemos al principio Divino luchando por desenredarse de las corrupciones paganas y góticas. En segundo lugar, está el Supersticioso, que ahora había llegado a hacer que toda doctrina consistiera en una creencia en la inspiración de “la Iglesia”, y todo deber en una obediencia a su autoridad.
Y en tercer lugar, está el Intelectual, que fue precisamente la razón por la que el hombre se esforzó por desprenderse de las ataduras de la autoridad romana y salir y extenderse en los campos de la libre investigación. Hizo bien en afirmar esta libertad, pero, por desgracia, ignoró por completo la existencia de la facultad espiritual en el hombre, por la cual se pueden aprehender las cosas del mundo espiritual, y por la cual el intelecto mismo a menudo debe ser controlado. No obstante, este –97- movimiento, del cual Pedro Abelardo fue el pionero, continuó profundizándose y ampliando su corriente siglo tras siglo, hasta que finalmente llegó a ser lo suficientemente fuerte como para cambiar la faz de los reinos y amenazar la existencia no sólo de la Iglesia Romana,3 sino del cristianismo mismo.
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LIBRO 2
WICLIFFE Y SU TIEMPO, O EL ADVENIMIENTO DEL PROTESTANTISMO
CAPÍTULO 1
WICLIFFE: SU NACIMIENTO Y EDUCACIÓN
El principio y el rito — Crecimiento rápido de uno — Progreso lento y triunfo final del otro — Inglaterra — Wicliffe — Su lugar de nacimiento — Su educación — Va a Oxford — Ingresa en el Merton College — Su fama — El evangélico Bradwardine — Su renombre — Abre el camino a Wicliffe — La filosofía de aquellos días — La eminencia de Wicliffe como escolástico — Estudia también las leyes canónicas y civiles — Su conversión — Estudios teológicos — La peste negra — Asola Grecia, Italia, etc. — Entra en Inglaterra — Sus terribles desolaciones — Su impresión en Wicliffe — Se enfrenta cara a cara con la muerte eterna — Se le enseña a no temer la muerte del cuerpo
Con el paso de los siglos, vemos cómo el mundo va emergiendo lentamente hacia la luz.
El siglo V trajo consigo una bendición señalada para el cristianismo bajo la forma de un desastre. Como un árbol que crecía demasiado rápido, fue cortado hasta sus raíces para que pudiera escapar de una exuberancia que hubiera sido su ruina. De un Principio que tiene su sede en el corazón, y cuyo fruto es un entendimiento iluminado y una vida santa, la Religión, bajo las influencias corruptoras del poder y las riquezas, se estaba transformando en un Rito, que, teniendo su esfera únicamente en los sentidos, deja al alma en oscuridad y a la vida en esclavitud. Estos dos, el Principio y el Rito, comenzaron ya en los siglos IV y V a separarse y a desarrollarse cada uno según su propia especie. El rito progresó rápidamente y parecía superar con creces a su rival. Se construyó- 99-magníficos templos, puso a su servicio una poderosa jerarquía, aumentó año tras año el número y la magnificencia de sus ceremonias, se expresó en cánones y constituciones; y, seducidas por este imponente espectáculo, las naciones se inclinaron ante ella y poderosos reyes prestaron sus espadas para su defensa y propagación. Muy diferente fue con su rival. Retirándose a la esfera espiritual, parecía haber abandonado el campo a su antagonista. Sin embargo, no fue así. Si se había escondido de los ojos de los hombres, fue para poder construir desde los cimientos mismos, apilando verdad sobre verdad, y preparar en silencio esas poderosas fuerzas espirituales con las que a su debido tiempo emanciparía al mundo. Su progreso fue, en consecuencia, menos marcado, pero mucho más real que el de su antagonista. Cada error que el uno puso a su servicio fue una causa de debilidad; cada verdad que el otro agregó a su credo fue una fuente de fortaleza.
Las hordas de ignorantes y supersticiosas que la una recibió en su comunión eran aliados peligrosos. Podían seguirla en los días de su prosperidad, pero la abandonarían y se convertirían en sus enemigos cuando la marea del favor popular se volviera en su contra.
No así los seguidores de la otra.
Con corazones purificados y entendimientos iluminados, estaban preparados para seguirla a cualquier riesgo. El número de sus discípulos, pequeño al principio, se multiplicó continuamente.
La pureza de sus vidas, la mansedumbre con la que soportaron las injurias que se les infligieron, y el heroísmo con el que soportaron su muerte, aumentaron de siglo en siglo el poder moral y la gloria espiritual de su causa. Y así, mientras que la una alcanzó su caída por su mismo éxito, la otra marchó a través de la opresión y la proscripción hasta el triunfo.
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